«Controla el petróleo y controlarás a las naciones, controla el alimento y controlarás a la gente» Hery Kissinger El señor Henry Kissinger, en un documento oficial elaborado por el Gobierno Nixon denominado «Memorando Estudio 200 de Seguridad Nacional: Implicaciones del Crecimiento Mundial de Población para los intereses de Seguridad y Exteriores de los EE.UU» sugería […]
controla el alimento y controlarás a la gente»
Hery Kissinger
El señor Henry Kissinger, en un documento oficial elaborado por el Gobierno Nixon denominado «Memorando Estudio 200 de Seguridad Nacional: Implicaciones del Crecimiento Mundial de Población para los intereses de Seguridad y Exteriores de los EE.UU» sugería que el hambre, las guerras y las epidemias son un instrumento eficaz de control de la población. El colosal descubrimiento de Kissinger es una mezcla de torpeza infinita y cinismo destilado, pero por desgracia cierto. Pero esto no es extraño en alguien que se prodigaba con máximas como: «controla el petróleo y controlarás a las naciones, controla el alimento y controlarás a la gente». Una vez más comprobamos que a lo largo de la historia la privación de alimentos también ha sido una táctica utilizada para eliminar adversarios.
Occidente es responsable del genocidio masivo de inocentes. El mundo rico quiere creer que el pobre que sufre miseria extrema está ahí simplemente, no es consciente de su responsabilidad.
La presente crisis alimentaria está acelerando aún más este genocidio silencioso o silenciado. Según la FAO, el precio de alimentos básicos procedentes de semillas ha aumentado un 88% desde marzo de 2007. El trigo un 181% en tres años; el arroz más del 50 % en los últimos meses y ya se ha triplicado en los últimos 5 años pasando de 600 dólares la tonelada a 1800. Sin embargo, las grandes multinacionales de la alimentación o la energía apuestan por los transgénicos, ya que aumentan la producción y crean semillas resistentes a plagas y ciertas enfermedades. Pero tan sólo hay 5 empresas en todo el planeta que producen semillas transgénicas y una de ellas controla el 90% del mercado internacional. Este monopolio hace más difícil aún que los países pobres puedan colocar sus productos en el mercado.
La espectacular subida en el precio de los alimentos está unida al precio del petróleo. Pero los precios del petróleo nada tienen que ver con que este sea un bien escaso. Los países productores de petróleo aseguran abastecimiento sin problemas por el momento. Tampoco tiene que ver con que los costes de extracción y producción se hayan encarecido proporcionalmente a la subida experimentada por el mismo, ya que, por ejemplo, en Oriente próximo la extracción de un barril cuesta poco más de 10 dólares. Y por supuesto, también tienen mucho que decir las multinacionales de la alimentación que están comprando sus productos mucho más baratos en países pobres, pero los están subiendo sin control alguno en sus ventas, especialmente desde la OMC.
La frialdad de las cifras y de las cumbres
Las cifras respecto del tema son cada vez más atroces e inhumanas: cerca de mil millones de habitantes «viven» con menos de un dólar diario; el 50% de la población mundial lo hace con dos dólares diarios; cada 4 segundos muere una persona por hambre o enfermedades derivadas de él, lo que supone 100.000 muertos diarios, de los que 30.000 son niños menores de 5 años. El 15% de la población mundial (1.000 millones de personas) no tienen acceso al agua potable y 6.000 niños mueren a diario por ingesta de agua no potable.
A pesar de la fracasada, descalabrada e hipócrita cumbre de la FAO celebrada recientemente, todos nos tranquilizamos sabiendo que ya hemos puesto en marcha otra cumbre mundial para 2015 (como si el problema estuviera ya solucionado o como si este no fuese urgente), en la que para entonces se espera haber acabado con el hambre en el mundo. Por el momento, no sólo no lo hemos reducido, sino que sigue creciendo escandalosamente, especialmente desde 1996, fecha para la que paradójicamente ya se había fijado el objetivo de acabar con el hambre en el mundo. Lo peor es que este posponer plazos y objetivos es algo que ya viene ocurriendo desde hace demasiadas cumbres. Al final todo parece una gran burla.
Acabo de calificar a la cumbre de la FAO como un fracaso, cosa no del todo exacta, ya que un fracaso se produce cuando no se logran los objetivos marcados previamente de forma sincera, y vistos el número de fracasos ya cosechados no parece que la intención sea otra que la de aligerar nuestras conciencias periódicamente, pero no mitigar verdaderamente el hambre en el mundo. Más que nada, la FAO parece haberse convertido tan sólo en un espacio de penitencia. Pero como apunta acertadamente Pascal Bruckner, esa penitencia es cobardía, es asesina, porque no es la solución. La penitencia sólo es solución para el religioso que la reza y así repara su alma y su conciencia. Occidente hace algo parecido en estas cumbres, que son algo así como el espacio donde nos confesamos y nos autoaplicamos una penitencia entonando un «mea culpa» hueco e hipócrita.
Síntomas de la Hipocresía
Un síntoma claro de esa hipocresía es el tratamiento que en esas cumbres se le da a la deuda externa contraída por los países más pobres. El espinoso asunto de la deuda de los países pobres sigue sin abordarse verdaderamente. Son pocos los países que vienen reconociendo que la deuda de los países pobres no tiene su causa en inversiones productivas, sino que la mayor parte de ella se debe a los abusivos intereses que estos países deben pagar, a la especulación y a la corrupción de los gobernantes de muchos de esos países pobres. Parte de la solución al problema empezaría por la condonación de esa deuda injusta que les oprime y no les deja entrar al mercado, lo cual se convierte en un infernal círculo vicioso, pues la deuda genera más pobreza y la pobreza genera aún mas deuda.
Otro de los síntomas que evidencian la hipocresía de occidente es el gasto en la industria armamentística de sus países. Son también pocos los países que en esas cumbres internacionales reconocen a micrófono abierto que gastamos mucho más en matarnos que en solucionar problemas como la miseria extrema de muchos países, y cuando eso deja de ocurrir inventamos nuevas guerras para seguir en la tendencia. Las cifras de esas conferencias dicen que los enfrentamientos armados ya han ocasionado 17 millones de muertos en 50 años.
La venta de armas no es una industria a la que esta crisis mundial le afecte. Más bien incluso parece ser al contrario: la industria del armamento parece crecer en inversa proporción en la que otros sectores se ven afectados negativamente. Incluso parece también crecer en la misma proporción al aumento del número de estómagos hambrientos en el mundo.
A pesar de la buena voluntad y de los compromisos reales de países como España en la última cumbre de la FAO, también debe decirse que durante 2007 el negocio del armamento en España creció un 50%, y ello sobre los máximos históricos ya dados en 2006. Además, curiosamente la mayor parte de venta de armamento no se vende a países ricos, pues ellos también las fabrican y exportan, sino que siempre se venden a los más pobres o a los que padecen regímenes totalitarios que oprimen a su población.
El «Libre Mercado»: valor y precio
El ser humano es sujeto portador de valores. Por el solo hecho de serlo, una persona tiene un valor, no un precio. Forma parte de su esencia, de aquello que le hace lo que es en distinción de cualquier otro ser. La era dieciochesca de los valores parece haber muerto irremisiblemente. Todo ha pasado a tener un precio, el valor no importa. Todo lo que vale lo es porque tiene un precio. Con esta «filosofía» no sólo aniquilamos los valores, sino también los derechos más fundamentales e inherentes. Y creemos que incluso se pueden comprar o vender derechos, como ocurre por ejemplo en países como España ya hablamos de comprar derechos de agua. Solo tiene agua o pan aquel que puede pagárselo, quien puede competir con los precios, si no, se comienza a pasar hambre. Como dice el teólogo de la liberación Leonardo Boff, «comer ya no es un derecho de todos«. Quien puede pagar para comer, dice de si mismo tener derecho a ello, se hace propietario de lo comprado. Pero las leyes de ese mercado han sido creadas por el que dice tener aquello que da acceso al alimento o a los bienes productivos. Estos bienes, a su vez, son el medio para generar más riqueza a quienes los ha comprado. Pero para que eso ocurra los ha de gestionar alguien realmente interesado: la empresa privada, la cual acaba generando más desigualdad, ya que lo único que hace es trasvasar y atomizar la riqueza, no generar más para todos.
Con ello nace la «libre economía de mercado», que no es otra cosa que un espejismo o una artimaña bien inventada por el poderoso para intentar hacer ver que nadie es responsable del injusto reparto de la riqueza, pues según ellos la libre economía de mercado se autodirige, se autoorienta o se autorregula y nadie puede encauzarla. No hay por tanto, sujetos responsables.
Sin embargo, es más que chocante que sí podamos regular los tipos de interés a nivel internacional. Pero las sospechas se agrandan aún más cuando no sabemos por qué no ocurre lo mismo con los precios del petróleo. La respuesta es que el petróleo es un elemento diferenciador de la riqueza. Por ello siguen sin interesar a los países más ricos la inversión en empresas o tecnologías que ya han mostrado energías alternativas inagotables, baratas, limpias, y lo más importante: fáciles de generar por cualquier país.
Con esta forma de concebir el mercado aparece una nueva y sutil forma de explotación y de manipulación donde el único objetivo es la rentabilidad, aunque para ello a veces deba convertir a las personas en simples medios o mercancías.
En este feroz sistema, el hombre ha dejado de ser el sujeto responsable de sus males, se ha convertido voluntariamente en objeto de mercado, de rentabilidad económica. Este es el perfeccionamiento último de la alienación de la que Marx habló en su teoría del capital. Pero la opulencia de unos no puede darse gracias a la miseria extrema de otros, pues puede acabar justificando que la ley de la jungla en que vivimos acabe actuando al revés y el hambriento, el perseguido o el marginado se sientan legitimados (que ya lo están) para luchar contra quien le oprime mediante la acción o la indiferencia, o sencillamente para decidir sentarse a nuestra mesa por las buenas o por las malas. El liberalismo ha dado a luz una nueva subclase social: el hambriento.
Esa subclase social, sin conciencia de ello, sino tan solo de la proximidad de su muerte o la de sus hijos, la forman 860 millones de personas que no tienen con qué alimentarse. Mientras, según informa la ONU, el planeta podría abastecer sin problema alguno al doble de la población mundial, es decir a doce mil millones de personas. Sin embrago, el número de muertes por enfermedad a causa del hambre sigue creciendo escandalosamente. Aún así, de las aproximadamente 2.800 moléculas que las principales multinacionales farmacéuticas adaptan o transforman para generar medicamentos durante 2007, tan sólo 13 de ellas se destinaron a medicamentos para tratar enfermedades exclusivas de los países más pobres. Esa es una muestra más de que las industrias farmacéuticas aspiran tan solo a vender y rentabilizar sus productos.
Como apunta Jean Ziegler, estamos asistiendo a una refeudalización del planeta, es decir, se están monopolizando las riquezas y los alimentos en manos de unas pocas empresas a las que incesantemente llegan beneficios desorbitados. Para estas empresas nada hay fuera del universo de la rentabilidad. De ahí que muchos de los grandes bancos hablen de crisis profunda cuando sus beneficios no vengan siendo del 25% y ahora lo sean del 24´96%, por ejemplo.
Estos hechos muestran que el capitalismo no ha fracasado. No lo ha hecho porque no aspira a un objetivo humanizador y ético. Por ello, no defraudará a sus mentores, los cuales tampoco tienen identidad precisa.
El lejano próximo
Dice Cristovan Buarque, citado por Leonardo Boff, que una parte muy importante del problema de la pobreza estriba en que desde occidente no calificamos al pobre como semejante, como prójimo, que quiere decir «próximo». Por lo general, la pobreza está muy retirada espacialmente de la opulencia, casi forma parte de una cualidad ajena a lo humano, porque lo humano desde la opulencia solo parece tener que ver con lo saludable. La miseria no nos afecta, tan sólo la vemos en televisión durante los segundos que nuestra vergüenza nos permita.
Pero este espejismo puede romperse, y de seguir así todo, es más que posible que acabe rompiéndose. Vendrán a nuestra mesa y nos harán entender su semejanza, su derecho, que para el hombre no hay frontera convencional que no pueda saltarse. Dice Buarque que «podemos no sólo ser desiguales, sino desemejantes, pues no nos sentimos del mismo género humano. Sólo erradicaremos la pobreza si nos sentimos semejantes, en caso contrario la humanidad se bifurcará».
La conciencia de individuo se acomoda en occidente sintiéndose incapaz de luchar contra la pobreza. El individuo justifica su omisión de acción porque considera que las medidas deben ser globales si se quieren efectivas. Creemos interesadamente que trascienden al individuo. Aún así, la distancia entre decir «yo no puede hacer nada» y «yo no puedo hacer nada más» es infinita. Esta inhibición del individuo es conocida por muchos gobiernos, lo cual ha hecho que el conjunto de los países más ricos del planeta ya destinen la mitad de ayuda al desarrollo que lo que se destinaba en promedio en los años sesenta. Esta vergonzosa actitud, hace que el ciudadano acabe echándose a la arena de al acción creando numerosas ONG´s fruto de un voluntariado desinteresado al que no llegan los gobernantes de la opulencia.
Otro factor que causante de la inhibición en la búsqueda de acciones especialmente desde occidente consiste en creer que el problema sólo afecta al que padece miseria extrema. Lo expone muy acertadamente Frei Betto cuando dice: «si el hambre es el principal factor de muerte precoz y vergüenza para la civilización del siglo XXI, ¿por qué no provoca movilización? Por una razón cínica: al contrario del terrorismo y de la guerra, del cáncer y otras enfermedades, el hombre hace distinción de clase. Sólo alcanza al miserable». Es por ello que todo se reduce a un problema de voluntad política que, históricamente sólo se ha activado cuando ha habido una movilización de la voluntad general de la sociedad que se ha levantado contra otras injusticias, tal como lo fue la abolición de la esclavitud, la disolución de regímenes dictatoriales o el fin del terrorismo en algunos países.
Según las cifras manejadas por el Diario Público en España en su edición del 10-08-2008, en Brasil sólo en los últimos cinco años la tasa de miseria ha bajado del 34´96% al 25´16%; el porcentaje de indigentes se ha reducido casi en tres millones de personas y en el último año el empleo creado ha llegado a 1.881.092 puestos de trabajo más. Este último ha sido el principal antídoto contra la pobreza en este país, lo cual hace pensar que la voluntad política esconde detrás otro escenario causal no tan hilarante. Y es que este espectacular crecimiento es fruto de sumar un país más a la dinámica capitalista de las multinacionales que generan más desigualdad internacional esquilmando a base de explotación a países llamados «en desarrollo». En 2003 Brasil recibió 101.000 millones de dólares y los inversores enviaban a sus países matrices por valor de de 5.700. En 2007 las inversiones crecieron hasta los 346.000 millones, pero los beneficios de los países inversores pasaron a 224.000 y la escalada sigue descontrolada. Otros efectos son que los tipos de interés están creciendo hasta el 14%, lo cual acaba perjudicando mucho más al país productor que a la multinacional que se asienta en él.
Por eso, las multinacionales de la energía, principalmente estadounidenses, comienzan a padecer la fiebre del «oro brasileño» y ya han comprado 20 millones de hectáreas de tierra para producir caña de azúcar, lo cual estaría muy bien para producción de alimentos, pero el objetivo no es ese, sino producir etanol ya que generarlo desde el maíz, como en EE.UU, es mucho más caro. En definitiva, este espectacular crecimiento es todo un maquillaje que tiene como motor la creación de empleo, el cual acaba generando más riquezas para el país explotado, pero muy especialmente para las grandes multinacionales que necesitan mano de obra barata y con pocos derechos laborales, situación imposible en sus países de origen. Por ello, estos cambios no son precisamente los que ayudan a que estos países «colonizados» tengan por sí mismos más posibilidades de integrar su producción en el mercado internacional, pues competirían a precios mucho más bajos y eso es lo que se debe evitar.
Recetario para opulentos
Nuestra sociedad ha decidido ser caprichosa. Ha decidido producir incontroladamente hasta que su producción no puede disolverse en ventas de mercado y entonces generan crisis y hambrunas cada vez mayores. Se encuentra hastiada, luchando contra el aburrimiento o el envejecimiento. Ese aburrimiento nos empuja bien a generar fanatismos o a un nihilismo pasivo y enfermizo que es directamente proporcional al número de suicidios en las llamadas «sociedades avanzadas».
En ese escenario, como dice Carl Gunnar, «los hombres no quieren que se les enseñe a pensar, prefieren que se les diga en qué han de creer». No son las ideologías las que han muerto. Simplemente se ha deteriorado algo previo a la ideología y que es condición necesaria para su surgimiento: la creencia, la cual se ha convertido en fundamentalismo religioso o dogmatismo. Si el paso previo a la idea es la creencia, la salud de las ideologías es de difícil diagnóstico y cada vez son más escasas. Por ello, los partidos políticos necesitan cada vez más de lo que llaman «laboratorios de ideas». Esto demuestra que hemos perdido la creatividad como factor humanizante. Es decir, no sabemos, o no queremos saber ofrecer soluciones eficaces a problemas como la miseria extrema o el hambre. Hemos perdido la creatividad, y con ella también la vergüenza y el sentimiento de culpa como bien dice Pascal Bruckner.
Las soluciones que los países ricos ofrecen para sus males en tiempos de crisis son trabajar más, más barato y con intereses más altos. La UE pretende fijar la jornada laboral semanal en 65 horas, y aunque eso sólo afecta a casos muy concretos, la directiva se enmarca dentro de un espíritu laboral completamente regresivo, siendo más digna del siglo XIX que del actual. El problema es que en el siglo XIX si tuvieron otros países que colonizar para explotarlos y expoliarlos. Entonces nos llevamos lo mejor de sus riquezas y ahora sus moradores sumamente empobrecidos no entienden de fronteras y desean venir a los países que se enriquecieron a su costa. Es curioso que esto nos sorprenda. Pero hoy la colonización adopta otras sutiles formas de explotación, como ocurre con el anterior caso mencionado de Brasil.
Las soluciones, aun siendo complejas, no lo son tanto como se pretende hacer creer, especialmente desde los grandes organismos internacionales como la OMC. Es evidente que el problema de la pobreza y el hambre en el mundo son fundamentalmente de voluntad política. Lo muestra un hecho sorprendente muy bien expuesto por Soledad Gallego-Díaz en un artículo publicado recientemente en el diario El País. En él analiza el «Consenso de Copenhague», una iniciativa del gobierno danés por medio de la cual ha reunido a los 8 mejores economistas del mundo (cinco de ellos han sido Premios Nóbel) para pedirles cómo priorizarían ellos un montante de 75.000 millones de euros durante cuatro años para mejor beneficio de los mismos en la comunidad internacional. Elaboraron un listado con los 10 objetivos que consideraron más urgentes y más rentables. Asimismo, desglosaron el gasto que cada objetivo acarrearía. De esos 75.000 millones, el primer objetivo en prioridad tan sólo costaría 60 millones de dólares al año. Pero lo sorprendente es el contenido de ese objetivo: dotar de vitamina A y zinc al 80% de los 140 millones de niños subalimentados o malnutridos en los países más pobres. Todos ellos coincidieron en que la relación coste-beneficio sería altísima, pues generaría beneficios intelectuales y en la salud en esa población no se superarían por ningún otro objetivo. La segunda prioridad es aún más sorprendente puesto que no costaría ni un solo dólar. Se trataría de poner en marcha y cumplir definitivamente algunos aspectos de la «Agenda de Doha para el Desarrollo» y hacer que la Organización Mundial del Comercio liberalice sus mercados, eliminen barreras arancelarias y reactiven el comercio mundial haciendo que los países más pobres logren introducir su producción en el mercado libremente.
Sin embargo, es curioso, aunque más bien diría sospechoso, que la OMC no quiera ni oír hablar de ciertas recetas que atacarían el problema en su corazón mismo, como son:
1.- Condonar la totalidad de la deuda de los países más pobres.
2.- Establecer una Reforma Agraria y tributaria para desconcentrar la renta en esos países.
3.- Ofrecer medios de producción suficientes, tanto humanos, como técnicos y de materia prima.
La OMC parece querer seguir hablando falazmente de crear empleo como la panacea para eliminar la pobreza. Pero esa iniciativa sólo interesa de forma especial a las multinacionales de la alimentación y de la energía, especialmente para ser llevada a países en desarrollo, como es el caso de Brasil. Como bien dice Frei Beito, la solución tampoco pasa, ni siquiera transitoriamente, por el envío de alimentos a las zonas más azotadas, ya que esa medida genera 4 graves errores:
a.- justifica los subsidios agrícolas.
b.- destruye culturas locales que giran en torno a ciertos cultivos autóctonos.
c.- aumenta la dependencia de los beneficiarios.
d.- favorece a los políticos corruptos y redes mafiosas.
Otro factor complejo en su análisis es la denominada «superpoblación», que más bien es un problema de desigual reparto de la misma más que de un exceso para el planeta. Si comprobamos la evolución de la población y la del desarrollo tecnológico en los que más han crecido vemos un desequilibrio muy acusado. Esa fractura ha generado aún más pobreza. Especialmente durante el último siglo el desarrollo tecnológico ha acompañado casi exclusivamente a los que menos han crecido, lo cual ha generado una ruptura o una bifurcación difícil de recomponer. A principios del mismo la población era de 1650 millones de habitantes, en 1975 se pasó a 4.000 y actualmente ya somos más de 6.000 millones.
El futuro rol de la Izquierda
Especialmente en Europa, la izquierda parece estar anestesiada. Lleva más de 20 años lamentándose de haber perdido espacios ideológicos que sigan dándole contenido, motivos de acción y transformación de la realidad. La lucha contra el hambre, la marginación o la miseria extrema como frutos de un liberalismo y un capitalismo salvaje siempre debieron ser espacios reales que mueven la utopía de la izquierda.
Se hace urgente retomar la razón ilustrada que se proponía liberar al hombre de la falta de autonomía fruto del miedo, de las injusticias, de los mitos que conducen al nihilismo o al fanatismo. Nada de eso está conseguido, más bien el hombre hoy está subyugado por sí mismo y parece cada vez más indiferente a la injusticia, ante lo dado.
El objetivo es retomar esa razón como un instrumento al servicio del hombre, que es el fin último de toda acción y nunca un medio para lograr propósitos o inclinaciones viciadas por el egoísmo. La situación actual es la contraria: la razón renuncia plantearse lo que puede o no puede hacerse escudándose hipócritamente en una ineficacia del individuo ante la globalización. De esa forma buscamos nuestra inocencia haciéndonos creer que las decisiones trascendentales sólo pueden tomarse desde el poder establecido.
Max Horkheimer proponía ya en los años 60 la vuelta urgente a la razón crítica, a la razón en su función genuina que no despreciaba las utopías, pues antes al contrario, eran el motor que aspiraba a fines humanos. Esta concepción de la utopía no la hace sinónimo de «imposible», sino más bien de güía o estímulo.
Occidente no puede seguir siendo un castillo asediado por los más pobres, por los marginados o los perseguidos. No puede seguir creyendo que estos problemas se solucionan con fronteras físicas o virtuales cada vez más altas, que finalmente siempre son traspasadas, pues para el hambriento o el perseguido no hay nada que perder en su huida y por ello no hay frontera suficientemente alta.
Poco a poco cobra más sentido lo que Horkheimer y Adorno preveían: occidente intenta hacerse creer a sí mismo que lo que ocurre en un mundo globalizado como el nuestro es inevitable, aunque todo es un pretexto cobarde para que nada cambie e intentar con ese anonimato librarnos de nuestra parte de responsabilidad ante el sufrimiento injusto de millones de seres humanos.