Uno de los mitos históricos más extendidos en Chile es que la República del siglo XIX se estructuró como un Estado de derecho impersonal, en que el respeto a la Constitución y las leyes pasó a ser la máxima fundamental del sistema político y social de nuestro país. Y que esto se habría debido particularmente […]
Uno de los mitos históricos más extendidos en Chile es que la República del siglo XIX se estructuró como un Estado de derecho impersonal, en que el respeto a la Constitución y las leyes pasó a ser la máxima fundamental del sistema político y social de nuestro país. Y que esto se habría debido particularmente a las concepciones inspiradas por Diego Portales. Nada más lejos de la realidad.
De partida, es importante recordar que su pensamiento no contemplaba la democracia para el futuro previsible: «La democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República. La monarquía no es tampoco el ideal americano: salimos de una terrible para volver a otra y, ¿qué ganamos? La República es el sistema que hay que adoptar; ¿pero sabe cómo yo la entiendo para estos países? Un gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos» (Ernesto de la Cruz: Epistolario de don Diego Portales , tomo I, Carta a José M. Cea de marzo de 1822; Universidad de Chile, 1930; pp. 12-3).
Notablemente, en dicho texto Portales engaña, pues primero descarta explícitamente una «verdadera República»; para luego sostener que es partidario de la «República». Con ello demuestra que lo que plantea es solo nominalmente una República; lo que por lo demás se hace también ostensible cuando la caracteriza: «Gobierno fuerte y centralizador»; y por descarte: «(no) libre ni lleno de ideales» y donde «(no) tienen parte todos los ciudadanos».
Es cierto que estas concepciones antidemocráticas eran comunes en su época. Así, el principal jurista de la Constitución de 1833, Mariano Egaña, sostenía en 1827 que «esta democracia es el mayor enemigo que tiene la América y que por muchos años le ocasionará muchos desastres hasta traerle su completa ruina» (Jaime Eyzaguirre: Historia de las instituciones políticas y sociales de Chile ; Editorial Universitaria, 1989; p. 96). A su vez, Andrés Bello afirmaba al llegar a Chile en 1829 que «por fortuna, las instituciones democráticas han perdido aquí lo mismo que en todas partes su pernicioso prestigio; y los que abogan por ellas lo hacen más bien porque no saben con qué reemplazarlas, que porque estén sinceramente adheridos a ellas» (Ibid., p. 97). El propio Bernardo O’Higgins expresó después de su caída que «es vano dar instituciones y garantías porque los facciosos las desprecian y censuran. En mi poca o ninguna política y en mi experiencia hallo que nuestros pueblos no serán felices, sino obligándolos a serlo» (Sergio Villalobos: Portales una falsificación histórica ; Editorial Universitaria, 1989; p. 40).
PALO Y BIZCOCHUELO
Sin embargo, el carácter antidemocrático de Portales se acentuaba particularmente al postular métodos explícitamente violentos, represivos y arbitrarios de gobierno, en el contexto de una lógica extremadamente autoritaria y maniquea de «buenos» y «malos»: «Palo y bizcochuelo, justa y oportunamente administrados, son los específicos con que se cura cualquier pueblo, por inveteradas que sean sus malas costumbres» (De la Cruz, tomo III, Carta a Fernando Urízar del 1º de abril de 1837; Edición del Ministerio de Justicia, 1937; p. 486); «El peor mal que encuentro yo en no apalear al malo es que los hombres se apuran poco por ser buenos, porque lo mismo sacan de serlo como de ser malos» (Ibid., tomo I, Carta a Antonio Garfias del 14 de enero de 1832; p. 103). Y específicamente, respecto de un desertor de la banda de música de la Guardia Nacional al que se le había perdonado el hecho por haber vuelto al servicio, Portales (ministro de Guerra en ese momento) señalaba que «habría ordenado darle ‘100 palos’ y que si no hubiese vuelto y se lo hubiese atrapado, lo habría hecho amarrar a un cañón, hacerle dar 200 (palos) y meterlo por tres años al Aquiles (barco de la Armada) a ración y sin sueldo» (Ibid., tomo I, Carta a Antonio Garfias del 13 de marzo de 1832; p. 153).
Y lo notable es que tanto historiadores favorables y críticos de Portales (con excepción de Villalobos) no reparan en esta postura de violento y vejatorio autoritarismo. Así, ni siquiera lo mencionan -entre sus apologistas- Alberto Edwards, Jaime Eyzaguirre y Mario Góngora. Pero más raro aún es que tampoco lo señalen sus críticos, como Domingo Amunátegui y Ricardo Donoso.
Otro elemento que resalta en su extremo autoritarismo es la virtual apología que hace de la servidumbre atávica del pueblo chileno: «El orden social se mantiene en Chile por el peso de la noche, y porque no tenemos hombres sutiles, hábiles y cosquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública» (De la Cruz, tomo I, Carta a Joaquín Tocornal del 16 de julio de 1832; p. 395). Como lo señala Alfredo Jocelyn-Holt, con lo anterior «a lo que apunta Portales es a que en Chile el orden se asegura, no mediante ordenamientos de carácter legal-institucional, ni tampoco por un Estado guardián ilustrado, sino por la sumisión fáctica tradicional de la masa, así como por su falta de espíritu crítico» ( El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza histórica ; Editorial Planeta/Ariel, 1998; pp. 193-4).
Alberto Edwards -y de modo apologético- llegó más lejos en este sentido al señalar, en 1928, que «la obra de Portales fue la restauración de un hecho y un sentimiento, que habían servido de base al orden público durante la paz octaviana de los tres siglos de la Colonia; el hecho, era la existencia de un poder fuerte y duradero, superior al prestigio de un caudillo o a la fuerza de una facción; el sentimiento era el respeto tradicional por la autoridad en abstracto, por el poder legítimamente establecido con independencia de quienes lo ejercían (…) En este sentido, lo que se ha llamado ‘reacción colonial’ en la obra de Portales no fue sólo, como ya alguien ha dicho, lo más hábil y honroso de su sistema, sino su sistema mismo» ( La fronda aristocrática ; Editorial del Pacífico, 1972; pp. 47 y 49).
Y pocos años después (1937), uno de los líderes fundadores de la Falange Nacional (PDC), Ignacio Palma, desarrollaría laudatoriamente esa misma relación entre Portales y la Colonia: «La patria salía de una colonia larga, de tres siglos, que creará elementos nacionales indestructibles. Se estaba acostumbrando a un régimen de autoridad y de perfecta paz pública: había respeto y posibilidades para el hombre de trabajo. La nunca interrumpida continuidad del régimen político a través de trescientos años, el impersonalismo del gobierno cuyos directores eran simples representantes del rey lejano; todo el método de gobierno y el ambiente público habían contribuido a forjar esa conciencia nacional. Ser leal a la tradición interrumpida en 1810, hizo posible la estabilidad del régimen republicano en Chile» («Portales el primer constructor», en Claudio Rolle: Ignacio Palma Vicuña. Apasionado de libertad ; Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, 2006; p. 378).
LA CARTA A GARFIAS
Pero donde el mito distorsiona completamente la realidad es cuando se señala que Diego Portales habría creado una mentalidad y un espíritu de apego a la Constitución y las leyes. Ya cuando se estaba elaborando el texto de la Constitución de 1833, él manifestó una completa indiferencia respecto de sus contenidos: «No me tomaré la pensión de observar el proyecto de reforma (de la Constitución): Usted sabe que ninguna obra de esta clase es absolutamente buena ni absolutamente mala; pero ni la mejor -ni ninguna- servirá para nada cuando está descompuesto el principal resorte de la máquina» (De la Cruz, tomo I, Carta a Antonio Garfias del 23 de mayo de 1832; p. 376). Principal resorte concebido fácticamente como un poder político que sea plenamente obedecido; que haga funcionar el país. En palabras de Edwards: «La autoridad tradicional, el gobierno obedecido, fuerte, respetable y respetado, eterno, inmutable, superior a los partidos y a los prestigios personales» (Ibid, p. 48).
Pero donde queda completamente claro no ya la indiferencia sino el total desprecio que le suscitan a Portales la Constitución y las leyes, es en una larga carta que le dirige a Garfias el 6 de diciembre de 1834: «A propósito de una consulta que hice a don Mariano (Egaña) relativa al derecho que asegura la Constitución (de 1833) sobre prisión de individuos sin orden competente de juez, pero en los cuales pueden recaer fuertes motivos de que traman oposiciones violentas al gobierno, como ocurre en un caso que sigo con gran interés y prudencia en este puerto (Valparaíso), el bueno de don Mariano me ha contestado no una carta sino un informe, no un informe sino un tratado, sobre la ninguna facultad que puede tener el gobierno para detener sospechosos por sus movimientos políticos. Me ha hecho una historia tan larga, con tantas citas, que he quedado en la mayor confusión; y como si el papelote que me ha remitido fuera poco, me ha facilitado un libro sobre el habeas corpus . En resumen: de seguir el criterio del jurisperito Egaña, frente a la amenaza de un individuo para derribar la autoridad, el gobierno debe cruzarse de brazos, mientras, como dice él, no sea sorprendido infraganti .
Con los hombres de ley no puede uno entenderse; y así para qué carajo sirven las Constituciones y papeles, si son incapaces de poner remedio a un mal que se sabe existe, que se va a producir, y que no puede conjurarse de antemano tomando las medidas que pueden cortarlo: pues es preciso esperar que el delito sea infraganti .
En Chile la ley no sirve para otra cosa que no sea producir la anarquía, la ausencia de sanción, el libertinaje, el pleito eterno, el compadrazgo y la amistad. Si yo, por ejemplo, apreso a un individuo que sé está urdiendo una conspiración, violo la ley. ¡Maldita ley entonces si no deja al brazo del gobierno proceder libremente en el momento oportuno! Para proceder, llegado el caso del delito infraganti , se agotan las pruebas y las contra pruebas, se reciben testigos, que muchas veces no saben lo que van a declarar, se complica la causa y el juez queda perplejo. Este respeto por el delincuente o presunto delincuente, acabará con el país en rápido tiempo. El gobierno parece dispuesto a perpetuar una orientación de esta especie, enseñando una consideración a la ley que me parece sencillamente indígena. Los jóvenes aprenden que el delincuente merece más consideración que el hombre probo; por eso los abogados que he conocido son cabezas dispuestas a la conmiseración en un grado que los hace ridículos. De mí sé decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. ¡Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas veces por su perfecta inutilidad!
Escribí a (Joaquín) Tocornal sobre este mismo asunto, y dígale usted ahora lo que pienso. A Egaña que se vaya al carajo con sus citas y demostraciones legales. Que la ley la hace uno procediendo con honradez y sin espíritu de favor. A los tontos les caerá bien la defensa del delincuente; a mí me parece mal el que se les pueda amparar en nombre de esa Constitución, cuya majestad no es otra cosa que una burla ridícula de la monarquía en nuestros días. Hable con Tocornal, porque él ya está en autos de lo que pienso hacer. Pero a Egaña dígale que sus filosofías no venían al caso. ¡Pobre diablo!» (De la Cruz, tomo III; pp. 378-9).
Debe ser difícil encontrar en la historia de la Humanidad un texto escrito -elaborado por una personalidad- que sea tan despectivo del derecho. Que menoscabe de manera tan radical las normas fundamentales -y no tan fundamentales- de las que la sociedad se dota para desarrollar un marco civilizado de convivencia. Y que exalte de modo tan absoluto la arbitrariedad del poder político.
Notablemente, ninguno de nuestros historiadores «tradicionales» (con la excepción de Villalobos, quien comenzó siendo «no tradicional») consigna siquiera la existencia de tan reveladora carta. Documento que nos puede iluminar mucho respecto del conjunto de nuestra historia republicana. Que nos puede permitir comprender tantas censuras, represiones e injusticias efectuadas a la luz de la razón de Estado. Tantas persecuciones, maltratos y torturas efectuadas so pretexto de mantener la seguridad del Estado. Y tantas masacres justificadas con el leitmotiv de que «hay que mantener el orden cueste lo que cueste».
MENTALIDAD PORTALIANA
Pero además, es notable constatar cómo muchos de sus tópicos están todavía tan presentes en el «sentido común» de buena parte del pensamiento profundo de los chilenos. ¿No encontramos a diario opiniones de gente que se queja de que «hoy en nuestro país los delincuentes tienen más derechos y consideraciones que sus víctimas»? ¿No leemos en columnistas de diarios «serios» o escuchamos en «opinólogos» de la televisión local cuestionamientos por el carácter «garantista» de los jueces? ¿No hemos escuchado tantas veces cuestionamientos a los abogados que defienden los derechos humanos de por qué «obstaculizan la eficaz labor preventiva de la policía»?
En definitiva, lo más lamentable es que el pensamiento brutalmente fáctico de Diego Portales no es de su exclusividad; y que continúa primando en la mentalidad de una gran parte de los chilenos de hoy; y orientando su actitud sumisa hacia el poder.
(*) Este artículo es parte de una serie que pretende resaltar aspectos o episodios muy relevantes de la historia de nuestro país que permanecen olvidados. Ellos constituyen elaboraciones extraídas del libro del autor, Los mitos de la democracia chilena , publicado por Editorial Catalonia.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 815, 17 de octubre, 2014