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Pragmatismo y hegemonismo socialista

Fuentes: Rebelión

El sanchismo es una variante socialdemócrata confrontada con las derechas, con una aceptación de la realidad de la pluralidad política, la imposibilidad inmediata del bipartidismo y la necesidad de acuerdos con su izquierda y los grupos nacionalistas.

No obstante, tiene cierto vacío teórico, común a la socialdemocracia europea y su modelo socioliberal o de tercera vía, y un carácter ambivalente de su estrategia política, dependiente de sus vínculos con el poder establecido y el mantenimiento de una base representativa relevante.

Su caracterización está definida por su prioridad de gestionar el poder institucional con un pragmatismo realista en cada coyuntura y con el objetivo de garantizar y ampliar su hegemonía. Pero ello significa que son relativos el proyecto de país, las convicciones reformadoras progresistas, las estrategias duraderas a largo plazo y las alianzas necesarias para caminar en todo ello. Es sintomática la argumentación para defender la iniciativa de la amnistía y sus acuerdos con Junts, tras la evidente insuficiencia de sus apoyos parlamentarios y la convergencia con sus socios de investidura: ‘Hay que hacer de la necesidad virtud’. O sea, lo decisivo es el control inmediato del poder gubernamental, y las políticas y los acuerdos, aun en ese marco antedicho, están subordinados a ese imperioso objetivo.

Pero, para lo que nos interesa en esta reflexión, los equilibrios de poder de la alianza gubernamental con Sumar y la ejecución del acuerdo programático firmado, también son dependientes de ese criterio de necesidad imperiosa; se acepta y se aprovecha su potencialidad, pero no tienen consistencia estratégica, teórica o ética, nítidamente progresista o de izquierda consecuente. Son instrumentales para su acción política que está subordinada al motor unilateral de la acumulación de su poder político (y representativo), con esa impronta de cierto socioliberalismo democrático o inclinación centrista. Las prioridades las marca la necesidad, no solo representativa sino, sobre todo, derivada de su estatus de poder institucional y estabilidad gestora amparados, al menos, en parte relevante del poder establecido, económico, internacional y de la burocracia estatal y europea.

Significa que su compromiso por un Gobierno de coalición progresista, en su doble componente de plural y compartido y con orientación democrática y de progreso, es provisional. Nace de la necesidad de este ciclo sociopolítico, con un amplio campo social y electoral crítico por la justicia social y la democracia, incómodo para garantizar una supuesta normalización política que acabe con este ciclo que ha impuesto esa necesidad. Es decir, la ilusión de un nuevo bipartidismo, con una socialdemocracia como referencia predominante, con mayor autonomía o exclusividad en su gestión gubernamental o en todo caso con apaños parlamentarios y geometría variable.

Podríamos admitir la legitimidad de esos objetivos, siempre que se utilicen mecanismos democráticos y se desechen ventajas ilegítimas de poder, cosa que no suelen cumplir las derechas. El problema es la deriva hacia la instrumentalización de todo tipo de recursos en la pugna política, con ventajas añadidas por el poder establecido y la pérdida de calidad de la participación democrática de la propia sociedad, muy condicionada por los medios. Es cuando se hace pertinente el temor, por ejemplo de la dirigencia de Sumar y de los grupos nacionalistas y no digamos de Podemos, ante esa pretensión de la prepotencia socialista para gobernar solos y marginar los condicionantes de esos grupos políticos y lo que representan en términos democráticos y de demandas sociales y plurinacionales.

En definitiva, dada la crudeza de la oposición de las derechas y la envergadura de los problemas sociales y económicos de fondo, a medio plazo -la siguiente legislatura y la próxima década- parece difícil descartar la necesidad de un bloque político y social, democrático y plurinacional, siendo ilusa la vuelta al bipartidismo con el hegemonismo exclusivista socialista en el campo progresista.

O sea, el sanchismo, al que tanto ataca las derechas, precisamente por su relación y su dependencia de esos otros dos sectores, necesita sus apoyos… reconvertidos en virtuosos. Lo que se ventila, aparte de evitar la involución derechista, es la modificación de los equilibrios entre esas tres patas progresistas: la socialista, la nacionalista y la izquierda transformadora. Ese espacio alternativo debe valorar su consistencia, su recomposición interna entre Sumar y Podemos y su orientación política, aunque se puede considerar hoy el sector institucionalmente más débil. Así, el plan socialista consiste en recuperar terreno electoral y ampliar su propia autonomía respecto del resto de fuerzas progresistas, achicando el espacio político a su izquierda y reduciendo su influencia institucional y sociopolítica… a un ritmo y con unas condiciones que no pongan en peligro la mayoría representativa del conjunto.

En esta etapa es adecuada esa percepción de estos equilibrios de poder para mantener un gobierno progresista para la próxima legislatura, haya o no haya adelantamiento electoral. Pero, sobre todo, es realista contemplar el objetivo socialista de gobernar en solitario y, por tanto, de modificar esa realidad plural y de dependencia política y su consiguiente necesidad negociadora y transaccional. O sea, en el fondo, el freno a su hegemonismo irrefrenable y el continuismo socioeconómico y político depende de la consistencia y amplitud de un espacio democrático, plurinacional y reformador a su izquierda que persista en el cambio de progreso.

El centrismo socioliberal y el antipluralismo no son la solución

La cuestión fundamental para una agrupación política es su carácter político-estratégico y de articulación democrática de los distintos niveles y relaciones orgánicos, como sujetos colectivos. Ambos aspectos son los más relevantes y están interrelacionados. En la izquierda alternativa ha habido poco debate argumentado y mucha retórica descalificatoria, incluido las metáforas utilizadas, sobre todo dirigidas a la actitud respecto al Partido Socialista: el ‘ruido’ como exceso discursivo de diferenciación gratuita, o, al contrario, el seguidismo o adaptación a las políticas socialistas.

No entro en las polémicas concretas, solamente citar la gran discrepancia estratégica que inauguró en el año 2016 la gran división entre el errejonismo y el pablismo en el primer Podemos y que todavía empaña las diferencias políticas desde la Asamblea de Vistalegre II. Me refiero a la actitud ante la propuesta de un Gobierno continuista de PSOE/Ciudadanos rechazado por la mayoría de la dirección y la base militante de Podemos, cuando había condiciones numéricas parlamentarias para conformar un gobierno de coalición progresista e iniciar el cambio institucional de progreso. Sin embargo, la voluntad política socialista tardó tres años y tres elecciones generales, hasta 2019, en abrirse a esa opción, y tras una fuerte crisis interna de la que resurgió el nuevo sanchismo.

Por un lado, seguía manteniéndose la mayoría representativa democrática y plurinacional respecto de las derechas. Pero, por otro lado, habían cambiado los equilibrios en el campo progresista en favor del Partido Socialista, con menores riesgos para un cambio relevante. Así, se paliaba el susto entre los poderes fácticos por la posibilidad del sorpasso alternativo en la izquierda o, al menos, una influencia institucional y reformadora sustancial contra lo que se habían conjurado todos los poderes del Estado. Desde casi la paridad representativa entre Partido Socialista y Unidas Podemos y sus aliados, tras esos cuatro años de ofensiva contra estos últimos, con el inicio de su desgaste y declive y la gradual preponderancia socialista, se formó el nuevo Gobierno de coalición progresista, con la posición dominante del Partido Socialista y subalterna de Unidas Podemos (y luego Sumar) con un acuerdo programático y estratégico razonable, incluido el aval de los grupos nacionalistas.

No obstante, a pesar del acuerdo estratégico de fondo, la incomodidad socialista con una posición más exigente y crítica, en particular de Podemos, y la persistencia de una base social transformadora significativa, la dinámica del Gobierno de coalición progresista no frenaba sino que motivaba la continuación de la descalificación y el aislamiento político-mediático de la trayectoria alternativa y, en especial, del liderazgo podemita. Pero, ante unas derechas y poderes fácticos tan reaccionarios, regresivos y autoritarios, incluso una gestión gubernamental relativamente moderada -si dejamos al margen el procés catalán que no protagonizaba- tampoco era suficiente para estabilizar el peso de las fuerzas del cambio o evitar la continuada presión fáctica para la reducción de su influencia y representatividad.

Es decir, en esa etapa de gobernabilidad compartida se mantenían discrepancias secundarias pero para el poder establecido permanecía el foco estratégico a eliminar: el condicionamiento reformador y democrático que había que reducir, disminuyendo la influencia y representatividad de las fuerzas del cambio de progreso, especialmente con posición de poder institucional. No es solo el acoso judicial y mediático y el desprestigio deslegitimador hacia los dirigentes de Podemos, Pablo Iglesias o Irene Montero, y a su partido político como principal referente, sino también a liderazgos institucionales relevantes como Ada Colau o Mónica Oltra, que apostaban por reformas sustantivas frente a las derechas y ciertas estructuras de poder, y en paridad con los socialistas, que solían mirar hacia otro lado.

El objetivo de los poderosos es siempre la renuncia de las izquierdas (y movimientos sociales y democráticos) al cambio de progreso, en las diferentes esferas, la garantía de moderación de su discurso y las demandas sociales y democráticas… Su plan es la ‘normalización’ política tras el ciclo de protesta social e indignación cívica del lustro 2010/2014, reconvertido después en un potente espacio sociopolítico y electoral alternativo diferenciado de la socialdemocracia.

Ese era el dilema estratégico fundamental en esta etapa histórica: continuismo o cambio de progreso; reducción y/o moderación de la izquierda transformadora, social y política, o renovación y refuerzo junto con la consolidación del bloque democrático y plurinacional. Y llegamos hasta el intento doble de renovación política y organizativa y sus límites, objeto fundamental de esta valoración.

El fiasco político y democrático del centrismo

La moderación política, el diálogo social o el consenso institucional siempre se intentan legitimar como la estrategia fundamental y necesaria para incrementar el apoyo social y electoral y, por tanto, aumentar la capacidad de gestión institucional. Una de las experiencias más relevantes ha sido el giro de la socialdemocracia hacia la tercera vía -británica- o el nuevo centro -alemán-en los años noventa -precedido por el felipismo socialista en los años ochenta-. Fue paralelo a la conversión del eurocomunismo italiano hacia esa socialdemocracia socioliberal, o en otro sentido el espacio centrista liderado por el francés Macron. En su conjunto refleja los límites transformadores y democráticos de lo que actualmente se llama transversalidad centrista, que junto con el diálogo y el consenso con su derecha practica la deslegitimación y el aislamiento de su izquierda.

No hace falta glosar el fracaso político y representativo que ha tenido esa estrategia centrista desde la tradición de las izquierdas democráticas, que se desecha, hacia el neoliberalismo -o al liberalismo a secas-, particularmente con el descrédito socialista por su gestión regresiva de la crisis socioeconómica a partir de 2008/2010, que también afectó a la importante desafección hacia el socialismo español; es un factor clave que explica el ascenso de la izquierda transformadora en esos años. Hasta que el segundo sanchismo supuso cierto giro hacia la izquierda y la confrontación con las derechas, que le ha permitido su resurgimiento.

O sea, la evidencia histórica y sociopolítica cuestiona esa teoría: derechización no es sinónimo de mayor legitimidad social progresista, en muchos casos es más desafección política; el oportunismo posibilista tiene más que ver con la adaptación en relación con el poder establecido y las estructuras de desigualdad, que con la vinculación realista respecto de la conciencia mayoritaria de la sociedad y las demandas populares, así como con las condiciones transformadoras reales.

Además, esa tendencia socioliberal y centrista, con el desplazamiento desde los valores convencionales de las izquierdas democráticas -libertad, igualdad, solidaridad-, trajo consigo otra estrategia problemática: la prioridad de su pugna política por el aislamiento del llamado izquierdismo europeo (los movimientos sociales y la nueva izquierda de los años sesenta y setenta que todavía perviven, se refuerzan y se renuevan, como el feminismo), en vez de combatir al adversario principal, los poderosos y el orden neoliberal y reaccionario. Y, al mismo tiempo, refuerzan el autoritarismo antipluralista y el carácter segregador en los grupos sociales y políticos y respecto de los derechos civiles o el racismo y la inmigración. Se enlaza una dinámica antipluralista contraria a la justicia social y la democracia que, a veces, termina por coincidir con las derechas reaccionarias. Así, se intenta reforzar su hegemonismo respecto de la izquierda transformadora, a la que considera su competidora y no tanto su aliada.

Por tanto, ante los debates sobre cuestiones estratégicas, aparte de contar con la experiencia histórica y las reflexiones teóricas, conviene atenerse a un análisis concreto del contexto, sus características y su conveniencia con un talante abierto, realista, reflexivo y argumentado para llegar a acuerdos que favorezcan la unidad de acción práctica y la regulación de los desacuerdos, pactando la pluralidad política y discursiva correspondiente.

Antonio Antón. Sociólogo y politólogo.

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