Los elefantes están felices. La tela de araña sobre la que se balanceaban por fin ha cedido y pueden recuperar su lugar en el mundo. Happy, una paquiderma asiática, es la protagonista del acontecimiento. Colocada frente a un espejo, la elefanta se ha reconocido. «Yo soy esa», ha dicho, meneando su trompa. Ver para ser. […]
Los elefantes están felices. La tela de araña sobre la que se balanceaban por fin ha cedido y pueden recuperar su lugar en el mundo. Happy, una paquiderma asiática, es la protagonista del acontecimiento. Colocada frente a un espejo, la elefanta se ha reconocido. «Yo soy esa», ha dicho, meneando su trompa. Ver para ser.
La autoconsciencia, el yo, es privilegio de muy pocos. Sólo tres especies animales eran capaces hasta ahora de identificar su propia imagen ante un espejo. El ser humano, los simios y los delfines. Con muy buen ojo, los elefantes acaban de entrar en ese selecto club. Reconocerse ante el espejo es sinónimo de tener consciencia propia, una de las más altas funciones del cerebro, y la puerta para poder llevar a cabo tareas sociales relativamente complejas.
El experimento fue muy simple. Happy, Maxine y Patty viven en el zoo del Bronx, en Nueva York. Los investigadores pintaron una ‘X’ blanca sobre una de sus cejas y situaron a las elefantas frente a un enorme espejo. Cada día les cambiaban el dibujo de ceja. Sólo Happy superó la prueba: hasta 47 veces tocó con su trompa la ceja marcada. «Yo soy esa y tengo un ‘ego’ de elefante».
Nadie nos ve como el espejo. Imagina que una mañana cualquiera te miras en él y no te reflejas. No apareces. ¿Qué harías? ¿Qué pensarías? ¡Acabas de convertirte en vampiro! ¡Estás a punto de quedarte ciego! ¿Quién sabe? Lo más seguro, sin embargo, es que seas invisible. Uno más. Un yo menos. Primera persona del sin lugar.
Una epidemia de invisibilidad está desapareciendo el mundo. Millones de personas no son, no cuentan, no existen. El espejo las mira y no las reconoce. No tienen quien les devuelva a la vida. Indígenas. Inmigrantes. Jóvenes. Mujeres. Pobres… Se asoman al espejo y no se encuentran.
«Muchos niños desearían ser invisibles, pues piensan que eso es una ventaja, pero no es así. Si supieran de veras lo que tiene que pasar un niño invisible, pronto se les quitaría semejante idea de la cabeza. Por poner solo un caso: Ataúlfo Román Orozco, un niño invisible, nació en Quito el doce de agosto del año 1997, pero sus padres no lo vieron». Tiene razón el cuentista gallego Víctor González. «La invisibilidad no es una ventaja». Para ayudarnos, tienen primero que vernos.
El ayuntamiento granadino de Vegas del Genil (7.500 habitantes) anuncia la construcción del primer parque temático dedicado a África. Con una extensión de 15.000 metros cuadrados, el Parque Africano Andalusí Es-Saheli contará con varios ejemplares de la fauna africana. Además, el visitante descubrirá cómo es la vida en un poblado de Sudán y recorrerá un zoco repleto de objetos de artesanía africanos. Los beneficios se destinarán a proyectos de desarrollo en Malí. En ocasiones, ver no es suficiente. Hay miradas que matan.
En el zoológico del Bronx, cerca de donde están encerradas nuestras elefantas, encontramos otra jaula. Dentro, al fondo, solo, un gran espejo. La placa explica todo: «El animal más peligroso que puebla la Tierra». No es broma. Ya lo advertía el paleontólogo Pascal Picq, «el hombre no solo es el único animal que piensa, sino que es el único que piensa que no es un animal». Y así nos va.
Detrás de nosotros estamos ustedes. Es hora de atravesar el espejo. Romperlo. Ir más allá. Nosotros. Nosotras. La primera persona del plural. La vacuna contra la invisibilidad.