Poco a poco, como si nos empujara una ley mecánica e inexorable, vamos aproximándonos al desastre. El Gobierno de Rajoy acaba de anunciar un paso más en ese camino, acaba de poner en el cuello de la sociedad (entendámonos, de los más desfavorecidos y de quienes sostienen el sistema) un nuevo lastre que acelerará […]
Poco a poco, como si nos empujara una ley mecánica e inexorable, vamos aproximándonos al desastre. El Gobierno de Rajoy acaba de anunciar un paso más en ese camino, acaba de poner en el cuello de la sociedad (entendámonos, de los más desfavorecidos y de quienes sostienen el sistema) un nuevo lastre que acelerará su caída al fondo del pozo. Cualquier estudiante de economía (y hasta esos economistas encopetados que reclaman un Gobierno tecnocrático: les falta postularse ellos mismos como salvadores), sabe que esas medidas agravarán la situación y no resolverán ni el problema del déficit ni el de la deuda.
Está claro que si las cosas van mal todo el mundo deberá poner su grano de arena para resolverlas. Pero en una sociedad moderna y solidaria la aportación no puede ser igual para todos. Eso es lo que diferencia este país de charanga, pandereta, mundiales, eurocopas, gasto desmesurado en fútbol y rescates de clubes y bancos, de las economías de Champions League reales, en las que lo que importa no es el tamaño, sino lo que hay dentro y cómo se hacen las cosas. Y antes de pedir o, mejor dicho, imponer sacrificios, es ya imperativo un examen a fondo de lo que ha ocurrido.
Porque la situación actual tiene responsables.
Son responsables los gestores políticos que desde la época de Rodrigo Rato como ministro han alimentado (y digo alimentado porque no sólo hay pecado de omisión, sino también de acción) una burbuja inmobiliaria salvaje. No cabe, como hace ahora Rato, echar la culpa a la política monetaria del Banco Central Europeo. Ni decir que la crisis era impredecible. Quizá lo fuera, pero a día de hoy hay quienes la han superado y quienes día a día empeoran: por algo será. El dogmático Aznar y el iluminado Zapatero compartían su obsesión por exhibir registros macroeconómicos aparentemente positivos y difundir sensación de riqueza y prosperidad a la población: sensación, humo. Y el coste no es sólo la crisis bancaria, el desempleo o la espiral depresiva. El coste es también la pérdida de recursos que podían haber ido a inversión realmente productiva o el abandono escolar temprano de miles y miles de jóvenes atraídos por el señuelo de un empleo fácil pero de pésima calidad y que se ven ahora arrojados a los infiernos de una legislación laboral que los convierte en carne de cañón para la explotación más inmisericorde (explotación, dicho sea de paso, a manos de muchos de esos que proclaman con todo desembarazo que quieren «darle la vuelta»).
Son responsables, por supuesto, tantos gestores, políticos y «profesionales», que han conducido a lo que quedaba de un sistema bancario público a la ruina completa, utilizándolo para intereses partidistas, políticos o personales en una gigantesca operación de vaciamiento y expolio que quizá constituya el mayor nido de corrupción de la España contemporánea.
Son responsables los gestores del Banco de España, que parecieron fiarlo todo a una normativa sobre provisiones muy endeble y han operado con unos supuestos sobre el funcionamiento del mercado inmobiliario e hipotecario más que pueriles, al tiempo que su actuación en la inspección de las entidades financieras dejaba mucho que desear.
Son responsables quienes han consentido, y aun fomentado, el fraude fiscal y la huida a paraísos fiscales de buena parte de los ingentes beneficios generados por el boom inmobiliario y que están detrás del agujero bancario que ahora toca pagar a escote. Son responsables quienes indultan a banqueros o les dan chivatazos para que arreglen sus cuentas con Hacienda.
Son responsables quienes se han dedicado a socavar las bases de un ya de por sí raquítico Estado de Bienestar a base de reducciones fiscales a favor de las rentas más altas y de la externalización de servicios públicos con la excusa nunca demostrada y seguramente falsa de su mayor eficacia y menor coste. Son responsables quienes se están lucrando de ese vaciamiento de lo público que convierte la justicia social en beneficencia.
Son responsables, en suma, quienes han dejado a la intemperie a cientos de miles de personas y hacen recaer los costes del ajuste a colectivos y capas sociales que en nada han contribuido a generar la situación.
Por ello, es injusto, inmoral y obsceno que ahora se planteen, entre incomprensibles aplausos, unas medidas sin que ningún responsable político haya sido mínimamente censurado.
Sin que tantos gestores bancarios haya sido siquiera citados por los tribunales. Sólo cabe esperar pellizcos de monja en los casos más sangrantes.
Sin que los grandes defraudadores fiscales se sienten en el banquillo, en lugar de ser premiados con amnistías de las que, para mayor escarnio, se mofan.
Sin que promotores inmobiliarios, gestores urbanísticos y otros responsables hayan dado cumplidas explicaciones de desmanes, enriquecimientos súbitos, poco claros y seguramente ilícitos, obras injustificadas y toda clase de corruptelas.
Sin que, en definitiva, y puesto que están dando la puntilla a lo más parecido a un Estado del Bienestar que hemos tenido, haya una limpieza a fondo de las cloacas del fraude y la corrupción y una rendición de cuentas euro a euro.
Entonces, tras ese examen, podremos sentarnos y empezar a hablar con tranquilidad de lo que puede aportar cada uno. Entonces se podrán pedir sacrificios.
Dice el narrador de una novela de Aingeru Epaltza (Rock’n’roll): «Dignidad. Una gran palabra. La de los héroes. La de aquellos que sucumben en su puesto sin ceder un palmo de terreno. La de los bellos cadáveres. La que esgrime el canalla que te está pidiendo que te arrojes por la ventana». Es esta última la que se nos exige ahora. Se puede hacer caso al canalla, a toda esta canalla, y tirarnos por la ventana. Como hemos venido haciendo hasta ahora y sin rechistar. Otra opción es la rebelión social. Y, en fin, debajo de los adoquines está la playa.
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