Las derechas y la patronal piden un gobierno de emergencia nacional, dejando fuera a Unidas Podemos, o directamente un golpe de Estado blando y el PSOE quiere promover unos segundos pactos de la Moncloa para reconstruir el país, esto es, en román paladino, recuperar la tasa de beneficio empresarial sin sobresaltos procedentes del movimiento obrero. Unos y otros esgrimen como fondo melódico de bajo contínuo el todo por la patria para comer el coco a la inmensa mayoría del electorado. La fase posterior, denominada firma espectacular y solemne del pacto social, sería el atraco burdo de los asalariados: callarse y acatar la merma de rentas y la precariedad laboral extendida con una sonrisa en la boca y un trapo con los colores mucho y muy españoles en la mano.
Ante esta perspectiva, Unidas Podemos se verá expuesta a terribles contradicciones en coalición con Pedro Sánchez y Nadia Calviño, la representante en jefe dentro del Ejecutivo actual de la burocracia de Bruselas, del Ibex 35 y de los intereses de las elites financieras y las multinacionales. Podemos e Izquierda Unida tendrán muy complicado explicar a la gente su ser y no ser parte gubernamental y oposición a las políticas neoliberales en curso. En este envite las mujeres, las personas mayores, el colectivo de discapacitados, el estudiantado, los inmigrantes y la clase trabajadora tomada en su conjunto se juegan literalmente el futuro, su crudo porvenir a corto y medio plazo. También a plazo más largo. Tomar la decisión adecuada no resultará nada fácil. Habrá que ver asimismo cuál será la postura oficial de los sindicatos de clase: domesticar los impulsos de los de abajo como en 1977 o elaborar una reivindicación global con el propósito de sentar las bases de una sociedad más equitativa e igualitaria. Si prima el tacticismo de cobijarse en la manoseada correlación de fuerzas o si se opta por insuflar energía creativa y transformadora a las clases populares con sinceridad y miradas de alcance estratégico: tal decisión resultará crucial, agachar la testuz o plantar cara a la realidad más allá de las migajas que caen del banquete de las empresas y el mercado capitalista.
Ya se alzan voces muy señeras que, con ciertas reticencias menores, aplauden la iniciativa de Sánchez. Estamos, pues, en el capítulo primero poscrisis de la Covid-19: comer el coco a la clase trabajadora mediante clichés nuevos y pasados con el fin de crear un ambiente o mentalidad propicios al sacrificio social. Oiremos hasta la náusea, pacto social, pacto de país, pactos de la Moncloa, reconstrucción nacional y eufemismos similares inventados por la neolengua capitalista. En el fondo, de lo que se trata es de socializar una vez más las pérdidas, permitiendo la enésima recuperación del capital empresarial a la vez que se mete en cintura las reividicaciones laborales. Las empresas capitalistas adoran el mercado cuando todo va sobre ruedas; en el momento en que las crisis hacen peligrar sus privilegios quieren pactar cara a la galería imponiendo su voluntad e intereses de modo velado o a través de sofisticadas metáforas ideológicas, siempre con la ayuda inestimable de los partidos de derechas y de los socialistas o socialdemócratas o socioliberales adeptos a ese cajón de sastre llamado economía social de mercado o estado del bienestar (capitalismo populista que muy probablemente no se volverá a repetir).
Conviene recordar que los modélicos pactos monclovitas de la época reciente tras la muerte del dictador Franco fueron un tobogán excelente para que a su amparo se deslizaran o se fueran consolidando dios mediante los siguientes hitos históricos: despido libre, contratos basura, salarios a la baja, pensiones públicas cuestionadas, reconversión industrial salvaje, fiscalidad regresiva y ensanchamiento de los beneficios patronales. Cierto es, nos hicimos europeos oficialmente y entramos en la OTAN, todo un logro de la lengua de serpiente falaz de Felipe González y su camarilla.
Ahora mismo, el grito de unión de Sánchez no invita a la esperanza. Sin lucha nadie puede creerse que la CEOE, las derechas y Bruselas acepten una mejora sustancial del sistema público (Sanidad, Educación, infraestructuras, dependencia, desempleo…) por su cara bonita. Solo cederán en aspectos decorativos a cambio de sus prebendas, sus paraísos fiscales y una sumisión casi absoluta de la mano de obra en su totalidad. Los datos históricos y la hemeroteca están ahí para corroborar estos argumentos tan pesimistas.
El muro de Berlín se derrumbó en 1989: nació la posmodernidad lúdica y cayó estrepitosamente la alternativa comunista. Para España ese telón de acero simbólico desapareció en 1977: los pactos de la Moncloa significaron la voladura controlada y sistemática de las ideas de transformación política y social. El eurocomunismo hizo al movimiento obrero renegar de combates inútiles o utópicos por un mundo mejor. ¡Viva la clase media! ¡Viva -pero poquito- la República! ¡Viva -sin matices- la democracia parlamentaria! ¡Viva el nuevo automóvil! ¡Viva la segunda residencia! ¡Viva el consumismo! ¡Viva la sociedad del ocio, del conocimeinto y del pleno empleo! Y, de aquellas alegrías casquivanas de adaptación a los relatos de moda, a la precariedad vital y la crisis permanente de hoy. Medio siglo de buenrollismo y coqueteo con el capitalismo de subida a los cielos del bienestar contempla la desnudez ideológica de las izquierdas: ¿cómo salir de tanta paradoja carcelaria y de tanto pensamiento retórico y fatuo? Unidas Podemos y la clase trabajadora están en el disparadero. La angustia puede provocar desbandada general en cientos de tropillas tipo gauche divine, toma de decisiones agónicas de última hora o el auge de una conciencia que pretenda andar algunos pasos más allá de la mera claudicación sin dar demasida batalla. Movilizar o domesticar; echarle coraje al asunto o politizar el miedo; hablar claro o enrocarse estrechando la mano del verdugo. That is the question.
Un pacto de país o como quiera que se llame el engendro que asoma en lontananza no puede plantearse sobre entelequias de publicistas o abstracciones académicas o tecnicismos de burócrata. Base real para hablar largo y tendido claro que la hay pero mucho es de temer que lo que se proponga a debate sean cuestiones relacionadas con el interés máximo del régimen capitalista: cómo explotar la fuerza de trabajo sin que se note mucho y cómo obtener ganancias empresariales al alza sin pagar excesivos impuestos. ¿Lo público? Subsidiario del mercado, como siempre. Se redactarán preámbulos sonoros, dejando las cuestiones más relevantes solapadas en la trastienda de la letra pequeña que nadie lee -la más traicionera y nociva, sin duda alguna-. Digámoslo sin rodeos: todo lo que no sea atacar la desigualdad en su raíz y reforzar lo público con impuestos progresivos será papel mojado. La propiedad debe estar supeditada al bien general; las empresas deben incorporar a los trabajadores a su dirección; ninguna persona puede ser tan vulnerable que se vea obligada a prostituirse o rebajarse para ganarse la vida decentemente. ¿Utopías? ¿Para qué sirve la izquierda entonces? ¿Para hacer el paripé y ser mera comparsa del sistema, o sea, cooperador necesario cuando no cómplice de la injusticia?
Una estructura mínima -un imposible metafísico- para dialogar a pecho descubierto y sin ases de tahúr bajo la manga debiera considerar los peores aspectos de la desigualdad capitalista. Si estos datos se ponen en la mesa de una hipotética negociación, estaríamos hablando de un mundo nuevo donde la moral y la solidaridad emergerían como valores supremos del edificio social. Pero seamos realistas, este mundo incluye a Trump, Bolsonaro, Boris Johnson, Le Pen, Casado, Abascal y tantos otros especímenes de idéntica altura ética que ni siquiera en el mejor de los sueños sería posible dialogar con ellos a excepción de oponer una resistencia suficiente para que doblarán la cerviz y depusieran sus actitudes reaccionarias, rayando en el fascismo más cutre en muchos casos.
¿Qué debería contener como referencias inexcusables ese documento-base para un gran acuerdo o pacto de país? Se nos ocurren algunas ideas muy de andar por casa pero también muy silenciadas por los medios de comunicación y los políticos profesionales. La fortuna de las cien personas más ricas de España se valora en casi 150 mil millones de euros: ese montante correspondería al sueldo anual de 15 millones de mileuristas. Algo se podrá hacer al respecto, ¿no? Esa monstruosa cifra es más de la mitad del gasto previsto en los Presupuestos Generales del Estado, unos 290 mil millones de euros. Da para una reflexión ponderada, ¿sí?
Sigamos, brevemente, con millonarios y multimillonarios afincados en España. Entre 2010 y 2019 la cantidad de individuos que atesoran más de un millón de dólares ha crecido cinco veces hasta alcanzar la cota de alrededor de un millón de selectos ciudadanos. Personas que tienen por encima de los 1.000 millones de dólares no llegan a la treintena, un club de elegidos que cabe en una patera por la gloria excelsa del vil metal.
Otro agujero negro de la riqueza insultante de la desigualdad española se encuentra en los paraísos fiscales, donde se calcula que están refugiados 140 mil millones de euros, más o menos un 10 por ciento del PIB, de los cuales 70 mil millones son de titularidad punible de menos de 5.000 personas. A grosso modo, el 80 por ciento de la cantidad total huída de Hacienda corresponde a cerca de 50.000 patriotas. En resumidas cuentas: el 0,1 por ciento de la población española se ríe a mandíbula batiente del resto de pobres desgraciados (también de la sufrida y veleidosa clase media). Hasta la picaresca atribuida a los Borbones -algunas decenas o centenares, vaya usted a saber, de milloncejos desvíados desde alguna Babia fantástica- parece peccata minuta al lado de estas bolsas de riqueza tan inmorales y vergonzantes.
En esta panorámica de mareantes contrastes numéricos, por expresarlo de alguna manera inofensiva, en la España actual uno de cada cuatro habitantes figura en la fatídica estadística de sobrevivir en el umbral del riesgo de pobreza o exclusión social: alrededor de 12 millones de bocas que un mal traspiés puede condenar al abismo absoluto. De ese apartado global los que peor lo pasan, rubro de pobreza severa, son dos millones y medio de personas. Se ha convenido porque sí por mentes anónimas que en España son pobres los hogares que ingresan menos de 355 euros mensuales. Un euro más y tu familia ya no es pobre: ¡sí se puede!
Para compararnos con las dos luminarias de la democracia capitalista traemos a colación que la Unión Europea contabiliza 110 millones de pobres sobre un total por encima de los 500 millones de habitantes, en una relación para pensar con detenimiento de un pobre por cada cinco personas. La ratio de Estados Unidos es más baja, uno por cada ocho habitantes, 40 millones dfe individuos sumidos en la pobreza para un censo federal de 330 millones de residentes.
¿El presunto Pacto de la Moncloa II contemplará acabar con esta desigualdad sonrojante y que irá a más después de la Covid-19? ¿Hablamos de intereses comunes -país en la jerga de los políticos que pisan moqueta- o de imponer un nuevo bozal a la clase trabajadora? Ingredientes haylos para hacer un buen cocido. La cuádruple pregunta inocente es, ¿quién cocina, quién apunta las comandas, quién llena los platos y quién los sirve? ¿A qué dedicamos los 30.000 millones de beneficio del Ibex 35? ¿Lo nacionalizamos o dejamos que el libre mercado los lleve en volandas y los deposite con gracia y donaire en las cuentas corrientes de fiscalidades gratas a la jet set?
La libertad de mercado, visto está, es puro mito, pura falacia ideológica para imberbes. ¡Ya está bien de socializar las pérdidas y privatizar las ganancias! ¿Será tan gilipollas la clase trabajadora de caer otra vez -¿y van?- en la misma piedra? Desenmascar a los profetas del pacto sin contenidos tangibles y fuertes, aunque pretendan esconderse en nomenclaturas o discursos de talante izquierdista, es una labor de especial importancia: sus sofismas amables y conciliadores nos abocarán a otro callejón oscuro de salida coyuntural. Romper el círculo vicicioso de tragedia y farsa hasta la saciedad exigirá teorías ambiciosas y prácticas que vayan más allá de enterrar los muertos con dignidad, colocar bellos monolitos en su memoria, guardar emocionantes minutos de silencio y hacer ondear a media asta las banderas al viento del olvido. Y no rubricar pactos de mercadeo de saldo y ocasión.
¿Pacto de país? ¿Con qué contenidos nítidos, diáfanos y transparentes? ¿Qué país: el que trabaja o el que vive del sudor ajeno? No caigamos en sinécdoques de libro: España está habitada por varios países, muy alejados unos de otros. Hay quien tiene la osadía de denominarlos clases sociales. Cuestión de gustos semánticos.
Fuentes consultadas: Credit Suisse Research Institut, IEB Report, Forbes, Gestha, Arope, BBC, Euronews, eleconomista.es, Fundación de Estudios Financieros, Knight Frank.