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Apropósito de una carta de Nicolás Guillén

Problema negro, solución cultural y privilegio blanco

Fuentes: La Jiribilla

En una carta del 11 de febrero de 1932, dirigida al Dr. Severo García Pérez, a quien días antes había enviado un ejemplar de Sóngoro Cosongo, escribe Nicolás Guillén: «Sincera y comprensiva carta la de usted. Ella me ha hecho meditar, una vez más, sobre nuestro conflicto étnico y la necesidad de tomar un camino. […]

En una carta del 11 de febrero de 1932, dirigida al Dr. Severo García Pérez, a quien días antes había enviado un ejemplar de Sóngoro Cosongo, escribe Nicolás Guillén:

«Sincera y comprensiva carta la de usted. Ella me ha hecho meditar, una vez más, sobre nuestro conflicto étnico y la necesidad de tomar un camino. ¿Por qué todos los blancos de Cuba, de su tipo, no juntan sus esfuerzos para aplastar la preocupación, borrándola de la Isla? La pregunta es tan ingenua como justa, ya lo sé.» (1)

Hay que interrogar a las palabras, encontrar la densidad o debilidad de un pensamiento incluso allí donde no está anunciado. Hay que no rechazar el encanto de la exposición, quizás con más alerta cuando más nos satisface. Si según Guillén la pregunta es justa, ¿por qué es también ingenua? ¿Qué tiene que suceder, en términos lógicos, para que una demanda sea imposibilitada y de qué modo un elemento anula al otro? Dado que la respuesta da, como un hecho, la existencia de un conjunto de aquello a lo que denomina «los blancos de Cuba, de su tipo» (o sea, una categoría particular de individuos para quienes no existiría prejuicio racista) y puesto que dicho conjunto en modo alguno es estadísticamente poco significativo (puesto que tiene capacidad de «aplastar», tal es el verbo que se utiliza) el prejuicio: ¿qué tiene que ocurrir para que nada de esto ocurra?

A este propósito, la carta de Guillén es una pequeña joya, un modelo de fina ingeniería verbal que juega con la contradicción e impone sutiles desapegos al develar las posiciones de quienes dialogan. No hay otro modo de entender que, luego de haber colocado al interlocutor en un grupo privilegiado («los blancos de Cuba, de su tipo») y de haber precisado que «de los blancos depende, en gran parte, que ese problema entre en un proceso de resolución final», el tercer párrafo comience con la fijación de una distancia poco menos que inconciliable:

«Pocos, poquísimos -iba a decir ninguno- son los blancos que están totalmente exentos de prejuicios contra el negro. Usted mismo, aunque diluidos y vaporosos, acaso sienta alguna que otra vez que le suben en una fina columna como de humo lejano. Pero usted sabe irlos apartando de su camino, usted lo quiere además.» (2)

Lo fascinante de la anterior cita, junto con la formidable apertura que otorga al prejuicio, está en que la desaparición final de éste deriva, a fin de cuentas, de un querer; es decir, de un acto de la voluntad que sólo alcanzaría su objetivo en tanto se realice en compañía de una permanente vigilancia ética alrededor de la conducta propia. Además de ilustrar cuán profundo es el daño que, para la convivencia humana, dejan en sus poblaciones las sociedades esclavistas, el fragmento establece un detalle de las posiciones subjetivas en el que no se suele pensar: la fragilidad de aquel que cree no ser ya (subrayo el adverbio) víctima de prejuicios racistas.

Mi interés al enfatizar el adverbio obedece a destacar que se trata de una proposición que desborda el momento particular en el cual fuera enunciada y por tanto resulta igualmente válida para nuestro tiempo. Dentro de un esquema general, en una situación de hegemonía y subordinación, la pertenencia al grupo hegemónico implica el acarreo de una herencia irrechazable, que los individuos arrastran incluso cuando la repudian, una falla inscrita en el origen mismo que cuando no se manifiesta opera ante el horizonte de su actualización. Dicho de otro modo, habrá siempre la posibilidad de dar nueva vida al prejuicio, de rebajar la vigilancia y, paradójicamente, si se aceptara suspender el juicio ético, tener paz.

Claro que una paz inquietante, la de precipitarnos, de una vez, en el interior del prejuicio, dejándonos llevar por cualquier fantasía acerca del subordinado económico, político y socio-cultural. O acaso aquella otra que no esconde a la habilidad analítica de Guillén: la de haber conseguido escapar de un prejuicio, el creerlo, al tiempo que se le sigue practicando o se le pone límite a la voluntad, pues se considera suficiente detener esta en el hecho de la purificación individual. Por tal motivo, la pregunta inicial es justa, ingenua y también, en el contexto de la carta, un aviso-trampa para quien se considera emancipado, pues la prueba última (que, además, debe ser permanente) de habernos alejado del accionar de la hegemonía es hablar sin descanso en su contra e igualmente sin descanso fomentar solidaridad.

En el diseño anterior lo permanente implica que el prejuicio, aunque activado tal vez en un instante preciso, existe dentro de un continuo, un estado de cosas que engloba economía, política, sociedad y cultura en general; de ahí la profundidad de la demanda que Guillén hace sobre la necesidad de hablar y de establecer solidaridades, pues no alcanza con confrontar en un espacio en tanto se mantiene silencio en los demás. Dado que la señal de refuerzo para un prejuicio proviene de cualquiera de los espacios mencionados, la respuesta necesita extenderse sobre esa misma totalidad y sobrepasarla en la propuesta de un nuevo modo de vivir que rompa la díada hegemonía-subordinación.

Es aquí donde corresponde averiguar cuál es la posición subjetiva que permite anunciar que nos hemos emancipado al tiempo que conservamos aún residuos de la práctica hegemónica o incluso su núcleo principal, desde dónde es posible creer que ya no se obedece a los prejuicios a la vez que tal convicción nos ciega para las manifestaciones de ese mismo prejuicio en la vida que diario nos rodea. Dado que otro momento de la carta advierte al interlocutor «como usted sabe, del blanco es realmente el prejuicio contra el negro, y si alguno existiera por parte de éste, no sería más que reflejo.» nos podemos preguntar qué es necesario tener o disponer para salir, permanecer o entrar en la posición hegemónica más que la pertenencia que dicha posición. Puesto que tal distinción no puede ser justificada a través del derecho, entonces sólo la podemos entender como el modo de manifestarse un privilegio: el privilegio blanco.

El término, acuñado por Peggy Mc Intosh en Privilege and Male Privilege: A Personal Account of Coming To See Correspondences through Work in Women’s Studies (1988), se refiere al particular modo de ceguera que la autora identifica en el siguiente momento auto-analítico:

«Como persona blanca descubrí que había sido enseñada a pensar, a propósito del racismo, como algo que ponía a los otros en desventaja, pero había educada para no ver uno sus corolarios: el privilegio blanco, que me colocaba en posición de ventaja».

La fractura que aquí se manifiesta incluye al mismo anti-racista que es capaz de ver las dificultades que atraviesa el Otro pero que, al hacerlo, fabrica una locación apocalíptica desde la cual es incapaz de valorar que el acto discriminatorio no se efectúa contra un fondo neutral ni es una violencia del ahora, sino que es más bien un desprendimiento de la violencia constante que sostiene el privilegio blanco, una de cuyas condiciones básicas es el silencio acerca de su misma existencia o realidad.

Aunque sin convertir el privilegio en categoría específica que sirva para articular un modelo analítico, a ello se había referido Guillén cuando -en el artículo titulado El camino de Harlem, de 1929comentó la práctica, todavía común a inicios del siglo XX, de utilizar el espacio público (fundamentalmente en los parques) según el color de la piel de las personas y además mencionó la negativa a brindar servicio a negros en barberías donde aseguraban no saber arreglar «ese pelo», así como a la imposibilidad de acceso de individuos de ese color de piel a empleos como oficinas bancarias o ferrocarrileras. Otro texto más, La conquista del blanco (también de 1929), describe dos vectores del mecanismo de represión cultural que experimentan los subordinados sobre sí: «… aspirar legítimamente a ser «ciudadanos blancos» en la República de Cuba, sin la capitis diminutio que restringe el desenvolvimiento de ciertas actividades y tasa escrupulosamente en otras el respeto que imaginamos merecer, sin parara mientes en lo exiguo de nuestros conocimientos literarios, científicos y filosóficos» (p. 17) Tomado del Derecho Civil Romano, el término latino significa «disminución de categoría» o «pérdida de derechos civiles». Restricción del desenvolvimiento y tasa escrupulosa (lo cual es igual que permanente examen, registro y atención) son estos procedimientos que maniobran contra un fondo de exigencias que los individuos (negros) apenas están en condiciones de cumplir, al tiempo que no son exigidas al congénere de piel blanca con la misma intensidad. Por ello Guillén ironiza con acritud al comentar que, para cumplir una vida promedio, ningún blanco necesita «ser un Varona», «escribir un libro, pronunciar una conferencia o dar un viaje al Polo.» (p. 18) Dicho de otro modo, el dispositivo de control contra el subordinado exige, tensa al grupo y finalmente lo filtra para que sólo destaque lo desmesurado y excepcional.

Años más tarde, en Tres anécdotas y una encuesta (texto originalmente aparecido en Hoy, el 27 de julio de 1941), Guillén vuelve al tema del privilegio, esta vez mediante el relato de una anécdota personal en la cual un amigo (joven escritor blanco a quien describe como «candorosísima persona en el fondo») le asegura carecer de prejuicios raciales: «Tanto es así», dice, «que me sería grato en extremo invitarlo a usted a mi casa y sentarlo a comer en compañía de mis padres y de mis hermanos.» La respuesta del poeta es antológica y merece ser citada por extenso:

– A mí me pasa lo mismo que a usted. No tengo prejuicios de tan mezquina índole, y por supuesto que lo invitaría también con mucho gusto, y lo sentaría a la mesa conmigo y con mis familiares…

El hombre sorprendióse, sin duda. No me dijo nada, pues lo contrario hubiera sido el colmo. Pero en la forma de mirarme, y en el desasosiego de que dio muestras enseguida, comprendíase a la legua que no juzgaba como cosa nueva lo ofrecido por mí. ¡Hazaña, y grande, la suya, porque siendo un blanco hallábase dispuesto a comer acompañado por un negro». (4)

En el estupor del interpelado es donde se localiza el privilegio de quien supone ser poseedor único del derecho a fijar o conmover los órdenes; además de ello, Guillén retrata el ridículo de una conducta que fundamenta su libertad en el hecho de dar pruebas efímeras de su amplitud. Al parecer, según lo anterior, la manera de no ser prisionero de prejuicios sería sometiéndose a examen mediante el cumplimiento de un único y momentáneo acto desmesurado; más el mismo hecho de otorgarle tal magnitud de hazaña, casi bordeando la exageración, a lo que debiese ser normal, desvanece el esfuerzo. Semejante matriz de intercambios, entre hijos de la hegemonía y de la subordinación, constituye un modelo aplicable a cualquiera otra forma de prejuicio o discriminación.

De la carta a Severo García que citamos al inicio es posible extraer aún otro detalle más o guía para confrontar las manifestaciones de prejuicio racial, este referente a la obligación de un abordaje tal que permita poner a un lado las pasiones e ir en dirección a la verdad por dolorosa que nos sea; hablo, en particular, del elogio implícito del saber científico y de la ética en búsqueda de alguna verdad (que sería el que justifica tal modo de dialogar) contenido en ese momento en el cual Guillén escribe:

… cuando el problema sociológico de Cuba se intelectualiza, es decir, se juzga con la inteligencia y no con el corazón, ni el negro llora con lagrimones ridículos su malestar social, ni el blanco vendrá a abrazarlo mentirosamente, para decirle, como en mítines políticos y en las manifestaciones, que aquí todos somos iguales y que la República no reconoce fueros ni privilegios… No. Usted y yo, para hablar de estas cosas, siempre tendremos que dejar a un lado -como usted hace en su carta y yo en la mía- los lugares comunes de la sociología criolla. (5)

En oposición a ello, la forma en la que semejante intercambio es obstruido por la ideología nacionalista y sus mitos de armonía racial, se torna transparente cuando en Tres anécdotas y una encuesta, luego de dudar de la efectividad de estas últimas (pues allí cada quien intenta siempre aparecer mejor de lo que es), se burla amargamente Guillén:

«¿El blanco? ¡Pero hombre! ¡Hermano «hasta afuera» del negro! ¿El negro? ¡Pero por Dios! ¡Encantado con el blanco! Y Maceo y Martí allá arriba, como dos angelitos, en una nube de colores, presidiendo con una sonrisa de felicidad la unión de nuestra patria. Al final, el himno, y aquí no ha pasado nada». (6)

En términos parecidos se había manifestado en el artículo titulado El camino de Harlem (del año 1929) al advertir que un obstáculo para la vida armónica entre blancos y negros era la hipocresía de ambos, algo que se demostraba al preguntarle al uno por el otro:

«Para el blanco -y hablo en sentido general, sin ánimo de mortificar a nadie- el negro es su hermano, sobre todo cuando se lo pregunta un negro; y para éste, el blanco es su amigo entrañable, más que nada cuando tiene que hablar en presencia de un blanco.» (7)

La claridad política de Guillén atraviesa a ambos grupos del conflicto y nos avisa que el silencio social alrededor de un problema no solo es responsabilidad de quien subordina, sino que puede ser fabricado entre todos los participantes; este breve apunte enlaza con algo que antes había postulado en el artículo titulado La conquista del blanco, del año 1929, donde afirmaba:

…creo que el negro cubano tiene un gran tanto de culpa en su propio problema. Su enfermedad social es la timidez. (8)

La timidez de la que Guillén habla es aquella que manifiesta quien ahonda su propia condición subordinada al no decidirse a saltar hacia el espacio público ocupado por el blanco detentor de la hegemonía; en correspondencia con ello: «… el blanco cubano ha ido habituándose lentamente, por la apatía negra, a sentirse solo en el vasto escenario de la vida republicana.» Para enfrentar esto, según Guillén, correspondía: «hacer acto de presencia en todos los sitios públicos donde sepamos que habremos de sorprender a los blancos, pues nuestra misma timidez los ha ido acostumbrando a no vernos» (p. 19).

Esta sorprendente manera de lidiar con el tema del privilegio blanco (donde los de tal color de piel están solos «en el café de lujo», «los grandes actos oficiales» y «en el paseo de buen tono») pone el énfasis en los individuos de aquella clase social que pueden disfrutar de estos tres espacios a la vez; o sea, aunque reconoce la existencia y disfrute del privilegio en todos los integrantes del grupo definido como «los blancos cubanos», focaliza la raíz del trauma en aquella parte que, además de heredar una tradición cultural y de sociabilidad discriminatoria (los blancos cubanos de clases humildes), alientan el privilegio porque es, en sus manos, una forma de dominación no sólo cultural sino económica y política. Dicho de otro modo, establece una fina distinción entre la acción mimética que tiene lugar cuando se reproduce un comportamiento heredado y la acción interesada que enlaza el deseo de conservar orden político y beneficio económico; para que este substrato del texto aflore tenemos que considerar la elección de la tríada marcatoria (café de lujo, actos oficiales, paseo de buen tono) como un conjunto de locaciones sociales y espaciales crucial.

Al proceder con semejante sutileza compositiva, Guillén introduce una fractura tajante en el grupo de «los blancos cubanos», del cual antes habló como si se tratase de un continuo; ahora, al dividirlo, hace que el mensaje vaya dirigido a una parte que difícilmente atienda (la que integra la elite de la dominación) y a otra mayor que entonces se habrá de ir reconociendo como instrumento de la anterior y así no sólo los valores que ha negado al negro (a quien consideró inferior), sino que aumentará su comprensión del mundo cuando entienda que los privilegios y divisiones alentados por la elite son útiles, sobre todo a ella misma: de hecho, una de las principales garantías para el mantenimiento de la dominación global por motivos de clase. De esta manera, la estrategia de Guillén, activa una poderosa máquina revolucionaria, para transformar la sociabilidad y la sociedad mismas, dentro de la cual la «solución cultural» no tiene el mismo significado que cuando, con ese mismo nombre, es pronunciada por los intelectuales al servicio de la dominación; de ahí que si estos, en La conquista del blanco, consideran que el prejuicio cesará automáticamente «cuando la población negra de Cuba haya alcanzado un alto desarrollo» (p. 17), Guillén responda que para llevar una vida digna no es necesario ser «matemáticos famosos» ni «literatos continentales.» (p. 20)

Tal vez en ningún lugar aparezcan mejor las preguntas que articulan estas batallas de Guillén que en Racismo y cubanidad (1937) concebido como respuesta al artículo Africanismo e hispanismo de Raimundo Cabrera; allí podemos leer el núcleo duro a cuyo alrededor está organizado tanto el periodismo como la prosa del poeta, esa suerte de herida que recorre la totalidad de su producción ya sea bajo la forma de denuncia o a la manera de horizonte que alcanzar:

¿es cierto o no lo es que el negro ha influido en Cuba sobre la raza que lo esclavizó?

¿Constituyen los negros una raza inferior, como dice Cabrera?

¿Qué medios de instrucción tuvo el esclavo negro?

¿Cuáles tuvo el mismo negro libre?

¿Es cierto, por último, que sea perjudicial para los blancos la educación junto con los negros? (9)

Vuelvo a repetir que no es el privilegio blanco una categoría articuladora del pensamiento de Guillén sobre la cuestión racial cubana, sino una condición subyacente que lo atraviesa; algo en lo cual no se insiste, más que se conoce que está allí. La tarea política que su pensamiento propone es la de conseguir reconocimiento, para el aporte de los negros cubanos a sociedad y cultura del país, así como propiciar unidad. Tanto su poesía como su prosa insisten en explicar ese aporte como proveniente de el momento mismo en el cual llegaron esclavos negros a Cuba y en fabricar el paisaje (virtual para la época) donde está unidad está ya realizada; dicho de otro modo, no hay dudas en estos textos, no son documentos de algo por averiguar, sino que enseñan certezas e incluso están escritos desde una orgullosa posición de poder simbólico (como sucede con La canción del bongó o Balada de los dos abuelos, entre otros).

Sírvannos como guía para una batalla que es necesario actualizar a diario: contra el prejuicio y también contra nuestras propias limitaciones o miedos.

Una nota final sobre privilegio blanco:

En los últimos años, muy especialmente dentro de la academia norteamericana, ha sido publicada una considerable cantidad de textos que toma como inspiración el término «privilegio blanco» (white privilege), así como «blancura» (whiteness). Mientras que el último intenta definir las características que constituyen al sujeto que una sociedad considera como «blanco», sus historias e interacciones, sus condiciones de existencia como grupo, etc., el «privilegio blanco» desplaza la mirada hacia la lectura y estudio de aquellos beneficios que se reciben y son percibidos como naturales por los integrantes del grupo que en una sociedad son reconocidos como «los blancos». En este sentido, al realizar el análisis de las dinámicas entre tales blancos y negros, la pregunta fundamental es movida en dirección a quien detenta la hegemonía; o sea, no es ya más saber «qué ocurre con la víctima, cómo vive, qué padece, cómo ayudarlo a ser como nosotros», sino más bien «de qué he podido beneficiarme con solo estar en este grupo, con solo tener este color de piel, de qué sigo disfrutando, por qué vías me llega y cómo -incluso cuando lo rechazo por convicción- estoy en condiciones de reproducir el prejuicio o racismo y hasta quizás contribuyo a él creyendo que no lo hago».

Puesto que una de las condiciones básicas de la dominación es ocultar sus mecanismos más profundos, la instauración, conservación y traspaso del privilegio de una a otra generación, necesita del silencio o cuando menos de un ese modo de aceptación que hace que lo fabricado y sostenido con dureza aparezca como natural. Aún más lejos, necesita que tanto el silencio como la violencia no sean siquiera visibles, a partir de lo cual el usufructuario del privilegio se tornará ciego ante sí mismo; un efecto final de lo anterior es la negativa no ya a analizar la estructura del privilegio, sino a aceptar su existencia misma. Mientras que las acciones políticas completan su forma gracias a la existencia de ese corte temporal que es la Ley, a través de la cual nos resultan visibles, los tejidos culturales se organizan de modo continuo, elaboran enlaces con acontecimientos que no podemos siquiera localizar la mayor parte de las veces, al nivel de la vida privada y como si lo dado resultase natural. De esta manera, en lo que toca al estudio y análisis de objetos culturales, estamos obligados a leer las obras tanto en lo que dicen como en lo que premeditamente callan o a partir de aquello que son incapaces de articular.

Es aquí donde causas y consecuencias (pérdida de derechos, restricción del desenvolvimiento y tasa escrupulosa) no sólo se enlazan, sino que son intercambiables. En cualquier país con orígenes multiétnicos y donde un grupo haya estado subordinado a otro es esencial mantener vivas la vigilancia y las preguntas que apuntan a descubrir el más guardado de todos los secretos; algo tan simple como que el grupo detentor de la hegemonía cultural se auto-propone, apelando al silencio y a la violencia, como la medida universal de lo que significa ser persona en su completa extensión y posibilidades. La única manera de evitarlo es haciendo, sin temor, las preguntas correctas: todas.

Notas :

1. Carta de Guillén a Severo García. en: ¡Aquí estamos! El negro en la obra de Nicolás Guillén. p. 11.

2. Idem., p. 12. 3. «As a white person, I realized I have been taught about racism as something which puts others in a disavantage, but have been taught not to see one of its corollary aspects, White privilege, which puts me at advantage». en: White Privilege and Male Privilege: A Personal Account of Coming To See Correspondences through Work in Women’s Studies. («Como persona blanca descubrí que había sido enseñada a pensar, a propósito del racismo, como algo que ponía a los otros en desventaja, pero había educada para no ver uno sus corolarios: el privilegio blanco, que me colocaba en posición de ventaja») Una buena definición del término es la siguiente: «White privilege is about the concrete benefits of access to resources and social rewards and the power to shape the norms and values of society that whites receive, unconsciously or consciously, by virtue of their skin color in a racist society.» en: Teaching for Diversity and Social Justice: A Sourcebook. («Privilegio blanco es lo que trata de los beneficios concretos de acceder a recursos y retribuciones sociales y al poder de dar forma a las normas y valores de la sociedad, que los blancos reciben, de modo inconsciente o consciente, por virtud del color de su piel en una sociedad racista.» 4. Tres anécdotas y una encuesta. En: ¡Aquí estamos! El negro en la obra de Nicolás Guillén, p. 93.

5. Carta de Guillén a Severo García. Idem. , p. 12.

6. Tres anécdotas y una encuesta. Idem. , p. 94. 7. El camino de Harlem. Idem. , p. 94. 8.  La conquista del blanco. Idem. , p. 19. 9. Racismo y cubanidad. Idem., pgs. 66, 67 y 68.

Bibliografía :

García Ronda, Denia (compiladora) ¡Aquí estamos! El negro en la obra de Nicolás Guillén. La Habana: Editorial Ciencias Sociales, 2008, pp 11-12.

Maurianne Adams, Lee Anne Bell, and Pat Griffin, editors. Teaching for Diversity and Social Justice: A Sourcebook. New York: Routledge, 1997, p. 97.

Peggy McIntosh White Privilege and Male Privilege: A Personal Account of Coming To See Correspondences through Work in Women’s Studies . Wellesley College Center for Research on Women, MA. (1988),

McIntosh, P. (1992) White Privilege and Male Privilege: A personal account of coming to see correspondences through work in women’s studies, in: M. Andersen & P. H. Collins (eds), Race, Class, and Gender: An anthology (Belmont, CA, Wadsworth Publishing).  

http://www.lajiribilla.cu/2010/n465_04/465_25.htm

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