Y, a continuación, la primera pregunta que debemos hacernos es si en lugar de parecer realmente lo es y, en ese caso, la segunda sería saber hasta qué punto estaría dispuesto a llegar, deseando por nuestra parte que la insaciabilidad que manifiesta solo sea resultado pasajero del entusiasmo de quién en dos días, y mucho […]
Y, a continuación, la primera pregunta que debemos hacernos es si en lugar de parecer realmente lo es y, en ese caso, la segunda sería saber hasta qué punto estaría dispuesto a llegar, deseando por nuestra parte que la insaciabilidad que manifiesta solo sea resultado pasajero del entusiasmo de quién en dos días, y mucho antes de lo que podía esperar, ha conseguido el cielo deseado. Por cierto, gracias a una decisión por sorpresa del adversario que ya ha superado el siguiente escalón que él también quiere subir. Por tanto, a nadie debe tanto Casado como a Pedro Sánchez, una clase de deuda imposible de reconocer qué en las peores personas alimenta el odio, según nos cuentan la historia y los psicólogos. Nuestro sujeto de hoy podría ser una de ellas, alguien que justifica sus actos diciendo que la ética exigible la marca la justicia.
Ante tan arriesgado panorama al frente de un partido que quiere gobernar con mayoría absoluta, un consuelo sería que ni a la sociedad española ni a la europea les haya llegado aún la hora de consentir el peligro de ese neo fascismo que tan espontáneamente imaginamos al escuchar a Casado en muchas de las ocasiones en las que se le ocurre abrir la boca, pues no deja de exponer como órdenes bajo amenaza pretensiones que no son sino simples propuestas políticas. Todo lo respetables que se quieran, o no, pero a materializar con escrupuloso respeto por las libertades de los demás, derechos esenciales en cualquier democracia a los que, dicho sea de paso, solo hacen referencia el «peligroso» y los suyos cuando se trata de exigirlo a los demás para que se arruguen ante las exigencias que ellos plantean. Y ni los calores de agosto están siendo capaces de moderar su verborrea.
Reconozco que aún es pronto para realizar estimaciones fiables sobre la cantidad de peligro para la paz futura que se acumula en la ya bien nutrida hemeroteca del nuevo presidente del PP, pero me he puesto a escribir hoy porque sé que usted está de acuerdo conmigo en que sí fue demasiado tarde cuando las potencias occidentales se percataron del peligro que había en los excesos de aquel otro bocazas siempre amenazante llamado Adolf Hitler. Y fatalmente tarde, pues al menos el alemán terminó derrotado, cuando el gobierno legal de España se dio cuenta de lo que realmente había detrás de cada una de las crueldades que desplegaba un tal Francisco Franco cuando, blindado por su mando en plaza, conseguía tener algún adversario en inferioridad de condiciones. Por cierto, lo de este mal bicho sin la menor elocuencia que le permitiera a la autoridad conocer sus verdaderas intenciones.
Si, que quede claro desde el principio que, salvando la distancia que aún le queda por recorrer al joven de moda, y deseando que no elija para ello el peor de los caminos que sospecho, estoy comparando el comportamiento actual de Pablo Casado con el de aquellos dos temibles personajes, antes del 18 de julio de 1936 uno y antes de que conquistara el poder en Alemania el otro. Es decir, cuando solo abusaban de posición dominante dentro de una legalidad que no pudo con las violencias que tan decisivamente contribuyeron a provocar después. La libertad de expresión nos permite exponer en público hasta las comparaciones políticamente más incorrectas de entre todas las que se nos ocurren, pues siempre lo haremos en defensa propia. Por eso, también me viene a la cabeza José Antonio Primo de Rivera, y nunca será para recordarle a Casado lo mismo que él le recordó a Puigdemont cuando trajo a Lluis Companys a colación, despreciando incluso la evidencia de que en la España actual no exista la pena de muerte.
Quiero decir que alguien que se permite amenazar personalmente con ciertos recuerdos, o los desprecios hacia víctimas inocentes como son el burlarse de «las fosas de no sé quién» y de «la guerra del abuelo», o insultar con nombres y apellidos llamando «imbécil» y «subnormal» a Javier Bardem, o exagerar descaradamente para asustar a millones de españoles de carne y hueso hablando de «millones» de africanos inventados o, tal como he podido escuchar en la SER, insinuar sin el menor fundamento que, «por ejemplo», «la huelga de los taxistas podría tener relación con la moción de censura contra Rajoy», solo puede ser calificado como un provocador verbal que, perfectamente calculador, es consciente de que su actuación es alimento intelectual continuo y permanente para grupos de ultraderechistas, a quienes anima para organizar altercados de un terrorismo urbano que, primero de baja intensidad, pasará a mayores si las circunstancias lo facilitan.
El problema es que las circunstancias sí facilitan la expansión de esta peligrosa ideología, admiradora inconfesa de los peores asesinos del siglo XX. La Segunda Guerra Mundial comenzó diez años después de que estallara la gran crisis económica de 1929, y ahora acabamos de cumplir la primera década desde 2008. Además, tenemos el añadido de las migraciones, que tanto juego dan para que los autoritarios sin prejuicios ni principios cultiven el miedo en las cabezas de las acomodadas clases medias occidentales, y también en las de las personas desesperadas, que lo han perdido todo por culpa, precisamente, del insaciable capitalismo que no ha parado de multiplicar la desigualdad gracias a esa misma crisis. A Trump, la solución yanqui, cada día que pasa le queda uno menos y gobierna un país con contrapesos evidentes. Pero uno de sus admiradores es español y joven, presume de no tener esa clase de vergüenza que convierte a las personas en decentes y nuestra Justicia no hace más que el ridículo cuando sale a competir con las que marcan la pauta en Europa, ese mundo tan extraño, donde dimiten hasta presidentes por copiar el 20% de sus tesis doctorales.
Además, ha demostrado el nuevo líder, que dudo que lo sea moralmente para la mayoría de los afiliados del PP, esa clase de osadía que caracteriza a quienes consiguen blindar sus posiciones de dominio mediante chantajes a colectivos que atraviesan situaciones difíciles. Su atrevimiento al presentarse, porque él lo vale, blandiendo el mérito de ser un «listo» al borde del delito, que presume de ello despreciando las evidencias e ignorando las críticas solo porque el ritmo de la justicia y su aforamiento le permiten ganar tiempo, y también porque sabe que nadie le va a sacar ahora un video de «robar cremas» en un Eroski. Y si lo duda usted, ahí está la autocontención de Soraya con lo del «master» de su competidor. Ella sabe que si utiliza ese argumento habría sacado aún menos votos de los compromisarios, pues pensarían que iba en serio contra la corrupción y esa sí que es una «línea roja», y vital, en el PP. Con su «valentía», Casado está reivindicando a los suyos dando la cara por ellos al chulearse de una Justicia que persigue a su partido en decenas de casos de corrupción. Vuelven las semejanzas: ¿acaso no fue Hitler, para millones de alemanes, el que los reivindicaba para sacarlos de la gran humillación en que vivían tras la derrota de la Primera Guerra Mundial? Y los actuales migrantes, ¿no nos recuerdan acaso a los judíos como víctima propiciatoria para allanar el camino hacia el poder de aquel loco criminal?
En medio de tanto peligro como proyecta el tal Casado, volveremos al principio para detallar dos de los optimismos que podemos albergar de cara al futuro.
El primero es sociológico y se ha conocido gracias a que las primarias han desvelado algunos detalles de la realidad del PP con los que no se contaba. Por una parte, la debilidad real en cuanto a su implantación en la sociedad. El bajísimo número de cotizantes interesados en participar, en comparación con los más de 800.000 que llevaban años presumiendo, nos hace pensar en un gran descuadre con los elevados recursos necesarios para mantener tanto aparato interno durante tantos años, por lo que quizás la Justicia seguirá destapando fuentes ilegales de financiación, con nuevos encarcelamientos de delincuentes del PP distribuidos por las diferentes geografías en las que han gobernado, con la consiguiente desmoralización entre la «tropa». Las novedades que llegan sobre la operación «Enredadera» que se investiga en Castilla León son, a este respecto, muy esperanzadoras.
En relación con lo anterior puede tener su valor darle una vuelta al discrepante comportamiento de los 66.706 afiliados que votaron en la primera vuelta de las primarias, al compararlos con el voto de los poco más de 3.000 compromisarios de la segunda y definitiva. Mientras que más del 65% de los afiliados prefirió a cualquier candidato que no fuera directa y personalmente sospechoso de corrupción, el 57% de los compromisarios no tuvo inconveniente alguno en hacerlo, apoyando directamente a un ya de por vida sospechoso de beneficiarse personalmente de su influencia política, diga lo que diga una autoridad judicial para aforados repleta de nombramientos discutibles, en quién acaba de recaer otro más de los conflictos políticos que sus causantes y obligados, los políticos españoles, son incapaces de resolver. Y ya ha salido la guardia pretoriana del presidente presunto a curarse en salud, por si el Tribunal Supremo se «equivoca» e imputa de la manera que no les conviene. Al margen, y con la estadística en la mano, todos los afiliados y compromisarios del PP son conocedores de que su partido ha sido condenado por corrupción, pero solo muchos de los segundos han tenido que coincidir personalmente con momentos reales de esa corrupción y no han hecho nada por atajarla o denunciarla, pasando a formar parte de la cadena de delitos. Con unos cuantos más como Ana Garrido, concejala de Boadilla, o Trías Sagnier, el catalán del PP que sacó a la luz los papeles de Bárcenas, este país sería mucho más limpio.
La salida del PP de cientos de instituciones públicas que han manejado como un activo propio para sacarle rendimientos varios, tanto en forma de dinero inconfesable para repartirse a medias con el partido, como para conseguir posiciones acreedoras varias contra terceros previamente favorecidos por las influencias disponibles, y la convicción de que nada volverá a ser como antes, conducirá inevitablemente al retroceso definitivo de un partido que agrupa intereses individuales, tal como corresponde a la ideología que defiende. Lo presida quien lo presida, y más si apuestan por una presidencia con plomo en las alas.
El segundo optimismo es, lo reconozco, puramente intuitivo. Me recuerda Casado a dos líderes del PP que han fracasado estrepitosamente, y que son buenos colegas suyos en el abuso de los micro autoritarismos verbales que decía, en su caso más desde que ha sido elegido para relevar a Rajoy. Se trata, por ejemplo, de frases como «no consentiré» nada con los independentistas catalanes, que declaró solemnemente a la salida de su entrevista con un Sánchez que, dicho sea de paso, no sé a qué vino que lo recibiera antes de septiembre. O de su tweet de hoy mismo en Vitoria, «El PP no va a tolerar ningún acercamiento de presos etarras». Son amenazas como las que al chulo del barrio se le contestan con un «y si no, que, fantasma, que no eres más que un fantasma» para que se entere de que tendrá que aguantarse. Me viene a la cabeza José Ramón Bauzá, ex presidente de Baleares que en rueda de prensa antes de unas autonómicas de 2011 que ganó gracias a la crisis económica, declaró que el «no consentiría» incendios como alguno de los que habían tenido lugar durante el gobierno de izquierdas, y después tuvo que tragarse el mayor, con gran diferencia, de toda la historia de Mallorca, que arrasó medio suroeste de la Serra de Tramuntana. O cuando, una vez elegido, dijo que «no consentiría» tantas empresas públicas, pero sí consiguió que la deuda de Baleares se elevara más de un 50%, alcanzando niveles nunca vistos, y eso que contó con la inestimable ayuda de las «primaveras árabes», que vaciaron de turistas los destinos competidores de Baleares desde el comienzo de su mandato. Ahora vaga por un escaño del Senado, aunque anunció su intención de concurrir a las primarias del PP que después no materializó, quizás a la vista de que lo hacía otro de su misma cuerda, pero con más posibilidades.
El otro caso que me recuerda es el de Cristina Cifuentes, y no porque comparta con Casado el privilegio de no haber tenido que estudiar para sacar un master en la URJC, sino por aquella frase del video casero que publicó la ex de Madrid cuando estaba segura de que podría limpiar esa mancha de tener un master «URJC» que hoy borran de sus currículums incluso los que sí se lo trabajaron. Aquellas imágenes del «Que no me voy, que me quedo…», tan bochornosas. Recuerdo que en La SER eligieron esta frase, definitiva: «Como buena hija de militar que soy, un paso atrás ni para coger impulso». ¿Cómo podemos, después de esto, esperar otra cosa de Llarena si, como tantos y tantas, llevan la prepotencia cultivada durante siglos de fracasos no aceptados en un ADN que es el cáncer de España?
Para finalizar, justo es reconocer que Casado es un tipo con suerte. Como olvidar el video de las cremas de Cifuentes, conservado desde hacía años en uno de esos almacenes donde todo partido con fontanería suficiente oculta las bombas de relojería imprescindibles para ajustar cuentas internas. Sacado a la luz en el momento oportuno y por el canal de confianza, allanó literalmente el camino de Casado hacia la presidencia, como en los mejores tiempos de las mejores mafias. No sé si Cifuentes habría derrotado a Casado por ser mujer, flojo argumento de Soraya en este PP que comparten, pero presumiendo de chulerías sobre quien había sido más capaz de conseguir el título universitario más falso y ventajista para unir su destino al del partido también más corrupto, parece indiscutible que ella se habría llevado el mayor apoyo de los 3.000 líderes más sospechosos de toda la política española.
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