En los comienzos de la década de los ’70, un grupo de desconocidos jóvenes «demócratas», con un -hasta hoy no suficientemente explicado- abundantísimo y millonario apoyo económico de procedencia alemana, sueca y norteamericana y la torpe complicidad de algunos históricos dirigentes socialistas (Nicolás Redondo, Pablo Castellanos,…) se hicieron con el control del partido PSOE en […]
En los comienzos de la década de los ’70, un grupo de desconocidos jóvenes «demócratas», con un -hasta hoy no suficientemente explicado- abundantísimo y millonario apoyo económico de procedencia alemana, sueca y norteamericana y la torpe complicidad de algunos históricos dirigentes socialistas (Nicolás Redondo, Pablo Castellanos,…) se hicieron con el control del partido PSOE en el llamado congreso de Surennes (1974); algunos les llamaron «el clan de la tortilla».
En realidad fue un secuestro de las siglas históricas del viejo partido fundado por el tipógrafo Pablo Iglesias en 1879; los socialistas del exilio vieron como este clan hacía uso de esas siglas y poco después organizaba -1976, todavía bajo la dictadura fascista de Franco, aunque con él ya muerto- un congreso en Madrid, con gran despliegue de medios propios y de la prensa libre occidental, en el que el renovador jefe del clan planteó el abandono del marxismo. Los resistentes a este asalto apenas pudieron mantener el viejo partido al que -ironías de la historia- tuvieron que añadir la «h» de histórico. En unos años habían desaparecido.
Este «clan de la tortilla» estaba básicamente integrado por un grupo de sevillanos, que respaldados por fondos económicos sin fin, se hicieron con la conciencia y la confianza de muchos españoles de izquierdas.
Muy pronto -año 82- llegaron al poder y desde él realizaron la primera reforma laboral de corte liberal de este país; una brutal reconversión de las estructuras productivas al servicio de los intereses de la gran industria centroeuropea, con un coste social desmesurado. Lo llamaron modernización. Y metieron al país en la OTAN, la organización militarista más siniestra -red gladio- que han conocido los tiempos modernos.
Desde entonces cada vez que los intereses del gran capital necesitaron ajustar a la población, nadie mejor que ellos supo hacerlo; desmantelaron el Estado social y crearon la cultura del «pelotazo» en nombre del socialismo. Desarbolaron todos los movimientos vecinales y asociativos, conduciendo al país hacia un bipartidismo engañoso -en el parlamento europeo han votado más del 72% de las cuestiones decisivas para la vida de las gentes siempre al lado del grupo popular- haciendo de poli bueno frente a sus cómplices del PP, más montaraces en las formas.
El 23 de octubre de 2016 se ha roto definitivamente aquel -ya largo- engaño. Nadie puede ya -más allá del puro fanatismo ciego- creer que esta organización de «jamándulos» (*), parejos en furor neoliberal y oportunismo corrupto a sus supuestos contrincantes políticos, sea un partido de izquierda; son, como acaban de escupirles a la cara a sus militantes, votantes y población despierta, una organización de presuntos delincuentes, pareja a la que acaban de aupar al gobierno de la nación para seguir precarizando la vida de las gentes de los pueblos de este país.
El jefe en la sombra del clan dio la consigna desde el extranjero y con precisión de mafia se desató el aquelarre para impedir que, cuarenta años después del secuestro, el PSOE pudiera volver siquiera a intentar encontrar su sentido e identidad. La sobreactuación ha acabado por dejar al descubierto que son un grupo peligroso para la vida digna de las gentes de este país.
Ahora ya todo está más claro; se acabó el letargo.
Para todos los socialistas es tiempo de volver a la lucha.
(*) es el tipo que se dedica a gozar de las alegrías de una alimentación abundante, una vida tranquila y unas mozas en cacería. Gregorio Morán dixit.
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