Digamos que en el Estado español ha habido y sigue habiendo dos formas de bipartidismo. El primero es el bipartidismo de los vencedores: emanado del consenso de élites llamado «transición», hoy en harapos, ha impuesto desde 1975 férreos límites -cuyos hierros se vuelven cada vez más visibles y opresivos- a los avances democráticos permitidos tras […]
Digamos que en el Estado español ha habido y sigue habiendo dos formas de bipartidismo.
El primero es el bipartidismo de los vencedores: emanado del consenso de élites llamado «transición», hoy en harapos, ha impuesto desde 1975 férreos límites -cuyos hierros se vuelven cada vez más visibles y opresivos- a los avances democráticos permitidos tras la muerte de Franco. Esa «transición» y esos avances democráticos están perdiendo rápidamente su legitimidad y su vigencia.
Pero hay también un bipartidismo de los perdedores. A la izquierda del PSOE hemos vivido siempre sometidos a una alternativa asfixiante -una pelota que rebota entre dos paredes cerradas- que nos ha obligado a escoger entre la versión pobre del «voto útil», representado por IU y que IU ha usado una y otra vez para permanecer uncido al sistema; y la fidelidad a una izquierda extraparlamentaria que se ha dedicado, como los monjes con la cultura en la Edad Media, a conservar bien enlatada la pureza para un futuro de gloria revolucionaria del que nos alejamos cada vez más. Y mientras miles de militantes valientes, sensatos y realmente altersistémicos le hacían el boca a boca a IU, la izquierda extraparlamentaria, con sus militantes valientes, sensatos y altersistémicos, constituía una especie de Élite al Revés, tan minoritaria como la de los gestores del bipartidismo victorioso, pero sin medios para hacerse escuchar e incapaz de alcanzar un consenso. Durante décadas, mientras el bipartidismo dominante se pudría y pudría las instituciones democráticas, IU lamía los márgenes, con la lengua pegada al hielo, a expensas de sus principios y su militancia, y la Élite al Revés de la izquierda extraparlamentaria se obstinaba en buscar en las catacumbas la unidad de los añicos, una unidad que, alejada del poder, no tenía ninguna posibilidad de cristalizar y que, alejada de la gente, no tenía ninguna posibilidad de alcanzar el poder.
Cuando este doble bipartidismo parecía insuperable y definitivo, fue la calle -y no un acuerdo de partidos- la que lo declaró nulo. Fue el 15M, en efecto, con su secuela de mareas ciudadanas, el que, expresando de manera inesperada la indignación popular ante la crisis, impugnó al mismo tiempo el bipartidismo de los vencedores y el bipartidismo de los perdedores: todo el marco, en definitiva, de la «transición». Cualesquiera que hayan sido sus límites políticos y hasta sus injusticias ideológicas, lo que no puede negarse es que, en términos de práctica política, hay un después del 15M y tiene que ver con la iluminación de una orografía institucional en la que ya no se puede romper con el bipartidismo del sistema sin romper también con el bipartidismo de la izquierda: con la alternativa -es decir- entre la izquierda Mal Menor y la izquierda Élite al Revés. Nuestro error ha sido quizás el de obsesionarnos con buscar la unidad dentro de nuestras filas cuando debíamos buscar el acuerdo más bien fuera , con esa potencial mayoría social, de pronto cabreada y al mismo tiempo activa, que por desgracia podría sumar también su indignación, en el derrumbe del bipartidismo dominante y a poco que nos descuidemos, a proyectos neofascistas o destropopulistas. No tenemos mucho tiempo. Los grandes peligros que nos atenazan -y atenazar es algo más que una metáfora- nos obligan a ganar. El 15M y su secuela de mareas ciudadanas, con sus muchos reveses y sus poquitas pero estimulantes victorias, nos permiten por primera vez plantearnos la posibilidad de hacerlo. El motor no pueden ser las organizaciones del doble bipartidismo sino esa tercera voz, potencialmente mayoritaria, que impugna el bipartidismo de los vencedores pero también el de los perdedores, esa potencial mayoría social dispuesta a defender sus derechos amenazados pero que considera a IU un apéndice -en su intestino- del sistema y a la izquierda extraparlamentaria una Élite al Revés de pureza jeroglífica; esa potencial mayoría social que desconfía del doble bipartidismo pero aprueba las reivindicaciones del 15M, apoya a la PAH y considera justo y bueno a Cañamero; la mayoría social que apuesta por esa ética común que exige pagar a los acreedores pero no a los chantajistas, que dice que robar está mal y por eso condena a los bancos y que considera que el derecho a una vivienda digna, a una escuela, a un tratamiento contra el cáncer, a una alimentación suficiente, a un mundo duradero, a la palabra libre y la libre autodeterminación, están por encima de cualquier consenso destinado a enriquecer a los ricos. Eso -según esa ética común- no se llama consenso sino conspiración; y conspiración para el crimen. Como los miles de militantes valientes, sensatos y altersistémicos de la izquierda piensan exactamente lo mismo que esta mayoría potencial, se trata de que la izquierda Mal Menor y la Izquierda Élite al Revés se pongan de acuerdo no entre sí sino con ella. La izquierda Mal Menor tiene que comprender que no puede liderar ninguna refundación de la izquierda con vocación de mayoría y la izquierda Élite al Revés tiene que comprender que el objetivo no es conservar la pureza sino los derechos; y que para eso hace falta llegar al poder y llegar al poder al margen del doble bipartidismo -de los vencedores y los perdedores- del sistema.
No me siento cómodo apoyando esta iniciativa, pero sí esperanzado. No me siento cómodo porque me he movido siempre entre la izquierda Mal Menor y la izquierda Élite al Revés y porque muchas de las objeciones me parecen razonables: sobre el momento, el liderazgo, los peligros de un fracaso. Me temo, en todo caso, que no habrá nunca un momento ni peor ni mejor y creo que los «momentos» guardan en su interior duraciones explosivas sin desplegar. Me temo también que en este marco institucional y mediático, que es el que nos está matando y en el que necesitamos ganar, hay que resignarse a un liderazgo bien controlado, a un títere resultón -si podemos decirlo así- de los colectivos y las mayorías. Considero asimismo que la previsión de un fracaso debe llevar a afinar la estrategia, pero no a abandonar el intento: en términos políticos, lo único que podemos perder son nuestras miserias.
Pero me siento también esperanzado. Me siento esperanzado porque la situación es desesperada. Los que comparan la situación de hoy con la que llevó hace 80 años al fascismo no exageran. La diferencia es que hace 80 años la izquierda, que no era consciente de los peligros, tenía en cambio más medios y más poder. Hoy somos muy conscientes de las amenazas y de la urgencia de una intervención, pero no contamos con herramientas ni -peor aún- con el apoyo de las víctimas. Ningún cambio será posible sin ese apoyo; y ese apoyo no será posible sin romper con el doble bipartidismo de la «transición». Con fundamento o sin él, esta iniciativa pretende abrir ese camino.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.