La salud mental no funciona como un depósito que uno rellena pagando un rato de terapia
Hace unas semanas circuló por las redes sociales un reel de una mujer joven en EEUU que, en un viaje a Dubai, había descubierto la existencia del body-TAC, una técnica de imagen disponible en cualquier hospital de tercer nivel. En el vídeo la mujer, fascinada, decía: “Han estado ocultándote esta maravillosa tecnología, ¿te imaginas la salud que podrías tener si pudieras usarla siempre que quisieras?”. Esta misma semana, a raíz de la publicación de la entrevista en CTXT a Belén González Callado, la comisionada para la Salud Mental del Ministerio de Sanidad, en la que se explicaba cómo recurrir a la psicoterapia por problemas estructurales es potencialmente dañino, se armaba un importante revuelo en redes sociales en el que participaron algunos políticos de izquierdas reivindicando que todos deberíamos ir al psicólogo. Lo cierto es que tanto pensar que hacerse body-TACs a demanda es una garantía de salud como pretender que todo el mundo vaya al psicólogo por sistema son posturas francamente conservadoras. Lo cual no impide que un body-TAC o una psicoterapia bien indicadas sean utilísimas, puedan salvar vidas y deban estar al alcance de todos. El problema no son las técnicas ni las intervenciones, sino el marco ideológico de las reivindicaciones y sobre todo no entender al servicio de quién se hacen.
Si nos preguntan qué es ser de izquierdas en el campo de la salud vendrán a la cabeza de todos las protestas vecinales por el deterioro de la sanidad pública, ya sea por falta de profesionales o por falta de infraestructuras, y sin duda alguna reivindicar servicios públicos de calidad es de izquierdas. Ahora bien, la disputa política va mucho más allá.
Tener una posición de izquierdas en la salud es también poner el foco en las condiciones de vida, buscar las causas de las causas y actuar políticamente sobre ellas. Centrándonos en la salud mental, cuya dimensión política es más fácil de ver –aunque no necesariamente mayor que en otros ámbitos de la salud–, si en las consultas de salud mental lo que más aparece es el sufrimiento derivado de las condiciones laborales, necesitaremos una epidemiología capaz de reflejar esto y políticas en torno al empleo que protejan la salud mental. Cada vez con más frecuencia, las grandes empresas, en particular aquellas que se precian de saltarse la legislación laboral con lemas tipo “aquí no hay horarios”, incluyen en sus ofertas de trabajo sesiones de terapia “para gestionar emocionalmente” el trabajo. Esto debería dar pistas de que las terapias pueden ser perfectamente instrumentalizadas por quienes dañan la salud.
Si tu empleador te obliga a trabajar inhalando amianto y te dice que a cambio te hace un TAC de pulmón a la semana, tú deberías salir corriendo y tu empleador debería ir a la cárcel. El marco de izquierdas en este caso es buscar cuál es la equivalencia del amianto en la díada salud mental y trabajo. Y prohibirlo. La salud mental no funciona como un depósito que uno rellena pagando un rato de terapia. Necesitamos reivindicar un mejor acceso a psicoterapia en la red de salud mental comunitaria pero también vidas que no nos dañen. No solo en salud mental. Si algunas de las causas más importantes del aumento de patologías respiratorias son la contaminación y el cambio climático, han de atajarse. Si el aislamiento es un factor de mal pronóstico en las patologías neurodegenerativas, han de desarrollarse políticas que impidan ese aislamiento, etc.
Es posición de izquierdas en salud defender que el sistema tiene que dar respuesta a las necesidades de toda la población, y hacerlo, además, centrando más esfuerzos en quienes más lo necesitan y señalando que la histórica diferencia entre lo clínico y los cuidados es artificial y empobrecedora. Y también es posición de izquierdas negarse a que la lógica consumista colonice la relación terapéutica y la propia visión de la salud. Comprender que no todo funciona con “lo quiero-lo pago-lo tengo” y puede que la salud sea el mejor ejemplo de todos. Contra la narrativa actual y para sorpresa de la mujer del reel sobre el body-TAC, realizar más pruebas diagnósticas no está vinculado a una mayor salud. De hecho, las pruebas diagnósticas innecesarias llevan a escaladas iatrógenas –esto es, en las que pretendiéndose hacer un bien se hace daño– que deterioran la salud de las personas. Las pruebas diagnósticas, los tratamientos y las intervenciones no son ni buenos ni malos, son útiles cuando están bien indicados –es decir, cuando se ha sopesado el balance riesgo-beneficio y se tiene clara la finalidad buscada–, y son potencialmente dañinos cuando no lo están. La salud no es algo que puedas generar dándole muchas veces a un botón (y mucho menos el de una prueba con radiación ionizante), máxime cuando vivimos en contextos enfermantes por múltiples motivos.
En un contexto de auge de la medicina privada y de la industria diagnóstica, donde múltiples macroempresas tratan continuamente de venderte cosas prometiéndote con ello una mayor salud –o una ilusión de tener mejor salud–, es crucial que la sanidad pública sea el lugar donde recibir información honesta acerca de qué es necesario y qué no, fundamentalmente en atención primaria, el escalón asistencial más capaz de dar coherencia y cohesión a las intervenciones. Para ello es importante tener profesionales actualizados en su formación, con tiempo para dar una atención de calidad a sus pacientes, y con una estabilidad en las plantillas que permita que tu médica de siempre sea tu médica de siempre. Desde esa necesidad de una atención primaria al servicio de los pacientes resulta incomprensible que desde posiciones políticas de izquierdas haya podido cargarse contra las medidas encaminadas a desburocratizar la atención primaria, como la eliminación de trámites de nulo valor para el paciente. Necesitamos que la izquierda en este país entienda qué es la sanidad pública, para qué necesitamos la atención primaria y qué no debería ser (por ejemplo, la policía del absentismo laboral). Como también es crucial que las personas recuperemos soberanía sobre nuestra salud y que, al menos los políticos de izquierdas, entendamos que la lógica consumista y la mercantilización de la salud son una de las amenazas actuales más importantes a esa soberanía.
Marta Carmona es psiquiatra comunitaria y diputada en la Asamblea de Madrid por Más Madrid.