Como es sabido, se está celebrando un juicio en la Audiencia Nacional en el que aparecen como encausados, y a los que se les solicitan largas penas de cárcel, un conjunto de ciudadanos del País Vasco. En el juicio sumario 18/98- se imputa a estas personas estar vinculadas a ETA por participar en organizaciones o […]
Como es sabido, se está celebrando un juicio en la Audiencia Nacional en el que aparecen como encausados, y a los que se les solicitan largas penas de cárcel, un conjunto de ciudadanos del País Vasco. En el juicio sumario 18/98- se imputa a estas personas estar vinculadas a ETA por participar en organizaciones o empresas o grupos informales creados -se afirma- para lograr los objetivos políticos de ETA.
No se les pretende meter en la cárcel por que sean militantes de ETA o, aun no siendo militantes, porque colaboren en acciones violentas de ETA, o porque practiquen otras violencias más o menos cercanas o parecidas a las de ETA. Nada de eso. Les acusan de participar en grupos cuya actividad coincide con los designios políticos de ETA, de hacer declaraciones políticas, actividades culturales y periodísticas o movilizaciones y campañas políticas y sociales que, aun siendo lícitas y legales, sin embargo, objetivamente, coincidían con el ideario y reivindicaciones de ETA. Es decir, los imputados son presentados como culpables al margen de que supiesen o no que sus actividades gustaban a ETA. Son culpables porque sus actividades se correspondían con las exigencias y posicionamientos políticos de ETA.
No vamos a repetir los calificativos que nos merece esta teoría de la responsabilidad objetiva. Sólo cabe decir que la misma supone una vuelta a la barbarie jurídica. ¿Cómo es posible que se pueda condenar a un ciudadano porque lo que hace o dice coincide, en la práctica, con lo que dice, o propone hacer, alguien que comete delitos? Cuando, además, lo que dice o hace ni siquiera tiene relación con apoyos o justificaciones de tales delitos. Es como si un periodista fuese juzgado sólo por decir que le parece mal la política occidental en algunos países árabes. Como Al Qaeda justifica sus crímenes utilizando esa denuncia, el periodista es condenado por te- rrorismo; es un aliado «objetivo» de Al Qaeda.
Lo que sí vamos a recordar es que este proceso judicial se desarrolla en un contexto doctrinal-político que, proveniente del Estado, y no sólo del Estado ocupado en su día por el PP, propone y si puede impone una concepción débil, cuasi marginal de la democracia. Esperemos que la sentencia del juicio se desmarque de tal contexto, pero tampoco conviene olvidar que los jueces viven en el mundo. En un mundo cruzado de discursos políticos. Y en el que algunos discursos dominan sobre otros.
El debilitamiento democrático proviene de dos frentes. Por un lado aquel que, en el conflicto seguridad/libertad, toma una decidida opción por la seguridad. El Estado decide que la seguridad constituye una prioridad absoluta frente a la cual debe ceder cualquier garantía, cualquier protección en el ejercicio de las libertades. Aquí la democracia es cercenada desde la exigencia ciudadana de que el Estado no interfiera en el ejercicio de nuestras libertades; ni nos limite el ejercicio de nuestras libertades ideológicas y políticas, ni nos penalice su ejercicio.
La ruptura del equilibrio entre seguridad y libertad implica la destrucción de la frontera que protege las libertades frente a la injerencia del Estado. En cada caso, cada individuo debe ganarse su estatus de impunidad, de pureza, debe demostrar que está fuera del manto de la sospecha omnipresente, aquella que afirma que todas las opciones sociopolíticas, mientras no se demuestre lo contrario, pueden conducir a la extensión del terrorismo, a la quiebra de la seguridad. Bajo esta perspectiva, no existen derechos y libertades universales (políticas, prensa, opinión…) Los únicos derechos ilimitados y/o garantizados son los que provienen desde el campo de la seguridad. Frente a los mismos, cada individuo debe ganarse el derecho a ejercer su libertad.
Si en esta estrategia de relegar las libertades el discurso de la seguridad puede operar como argumento, el otro frente antidemocrático aparece menos preocupado por retóricas justificativas. De lo que ahora se trata es de eliminar la autonomía de la sociedad civil, la autonomía de las organizaciones sociales a la hora de definir, compartir y ejercer determinados objetivos.
Esta segunda estrategia define la buena y la mala sociedad civil. La primera es la que no cuestiona, no discute y no se moviliza en contra del sistema político. La segunda sus «malas» organizaciones sí lo hacen y por tanto no deben ser toleradas. El poder político debe, en consecuencia, eliminar su libertad y decidir cómo deben ser y hasta dónde deben llegar. Esta opción del poder reduce la libertad positiva. Debilita la libertad, no a la hora de protegerse del poder, sino de criticarlo, de transformarlo desde la sociedad organizada, desde donde los ciudadanos se juntan para transformar sus vidas, su entorno, su poder. Margina la libertad de impugnar pacífica pero contundentemente los ejes del sistema político.
La sociedad civil es el motor, el otro polo activo de la relación democrática, la otra parte que exige, controla y cambia al poder y su política. Si esta sociedad civil, ahogada por el poder político, deja de existir, desaparece el principio de incertidumbre, consustancial a la democracia. Cuando no existe ninguna duda de que el Gobierno va a hacer exactamente lo que dijo que iba a hacer, lo que se demuestra es que no existe nadie capaz de movilizarse críticamente, nadie capaz por tanto de «obligar» a cambiar al Gobierno. Porque la sociedad civil está muerta y su muerte arrastra a la democracia, surge un escenario de radical certidumbre.
Para finalizar, conviene contestar a los que, previsiblemente, tacharán de desorbitadas nuestras afirmaciones. Hay que replicar a los que nos dirán que lo que está en juego en el 18/98 no es la democracia, sino el juicio de unos concretos comportamientos, y que, por tanto, si se demuestra que los acusados no son culpables (¿culpables de qué?) serán absueltos y aquí se acabó la historia.
Una primera contestación remite a la idea de coherencia. Nuestros juiciosos críticos no tienen inconveniente en considerar que, en otras instancias judiciales, los jueces actúan influidos por las orientaciones políticas de los partidos que les apoyan y, ahora, sin embargo, defienden, como formando parte de la naturaleza de la política, una estricta incontaminación judicial.
Y otra más de fondo. Nuestros críticos deberían ser un poco menos cerrados. La política es relación. Y hoy la relación es crecientemente compleja. La política, en sus diversas funciones, se ejerce desde y en espacios decisorios comunes. Escenarios en donde cambian (en nuestro caso a peor para la democracia) las cosmovisiones políticas dominantes. No defendemos una concepción conspirativa de la historia, pero sí negamos que la política, las diversas formas de ejercicio del poder, se hagan desde compartimentos estancos y blindados. Lo único que pedimos para entender bien este asunto del 18/98, y por tanto criticarlo con argumentos políticos, es un poco menos de cultura política parroquial y un poco más de sentido político común. La verdad, no parece mucho pedir. –
(*) Firman también este artículo Iñaki Lasagabaster, Petxo Idoiaga, Luis Bandres, Xabier Ezeizabarrena, Amaia Lizarralde y 32 firmas más, profesores de la UPV/EHU y miembros de Elkarbide