El día que María Alejandra se graduó de bachillerato, hicieron un sancocho de gallina, invitaron a los familiares y recibió varios regalos: tres blusas, un reloj electrónico de los baratos y un bolígrafo que le duró lo que dura una ilusión, es decir, muy poco o casi nada. Una jornada emocionante, lo amargo vino después. […]
El día que María Alejandra se graduó de bachillerato, hicieron un sancocho de gallina, invitaron a los familiares y recibió varios regalos: tres blusas, un reloj electrónico de los baratos y un bolígrafo que le duró lo que dura una ilusión, es decir, muy poco o casi nada.
Una jornada emocionante, lo amargo vino después. Lo constituyó el viacrucis de entrar a una universidad pública. Imposible. No había cupo. La salida fue contratar un crédito educativo. Usted ya sabe dónde. Sí, en aquella entidad pública que cobra intereses y con la que queda endeudado media vida después que se gradúa.
Cursó los once semestres de contaduría en una institución privada, en horas de la noche. De día se rebuscaba trabajando en lo que saliera: desde vender comidas rápidas en el centro de la ciudad, hasta servir en mensajería. «El día que recibí el cartón profesional sentí que había llegado a la meta de una larga carrera con muchos obstáculos.» Comprensible. Debió pasar por las verdes y las maduras antes de tener el título en sus manos.
Los padres olvidaron, en aquél momento, enormes sacrificios y los diciembres en que debieron resignarse con ver las vitrinas de los almacenes y buscar que los zapatos duraran un poco más y darle mejor uso a la ropa de los domingos, porque «cualquier peso que malgastemos, lo necesita la niña.»¡Los sacrificios que estamos dispuestos a hacer por un hijo!
«Salí ilusionada. Y a buscar trabajo se dijo. Fui a una y otra y otra empresa. En todas me cerraron las puertas. Decían ‘No hay vacante’; me recibían la hoja de vida y me despedían con el consabido: ‘Apenas haya oportunidad la llamamos’. Jamás timbró el teléfono.» María Alejandra es hija de un vecino en el conjunto de apartamentos donde resido. Relata lo que vivió en carne propia y que es muy similar al drama que experimentan cientos de jóvenes que salen de la universidad, con muchas expectativas pero pocas oportunidades laborales.
«Después de nueve meses de ir aquí y allá, me ofrecieron trabajo. ¿El sueldo? Ni le digo, porque seguro se ríe. Bueno, comprendo su inquietud. Un mínimo. Así como lo oye. Y mis padres invirtieron, durante cinco años, casi nueve millones anuales por los dos semestres. Haga cuentas. Y a la hora de trabajar, ofrecen un mínimo.»
Se aprovecharon de que no tenía experiencia laboral. La actitud de la profesional de recursos humanos fue: o lo toma o lo deja. Es más, se atrevió a decirle: «Si no aprovecha la oportunidad, otros lo harán. En Cali hay mucho desempleo.» En gran medida tiene razón, salvo en lo de sacarle ventaja a la necesidad ajena.
El desfinanciamiento de la educación
Estudiar en una universidad pública en Colombia es un verdadero privilegio. La ley 30 de 1992 desató la hecatombe que hoy se refleja en el desfinanciamiento de la enseñanza pública superior. Un fenómeno que no se puede desconocer, porque la competencia de las universidades privadas es despiadada.
Un negocio, definitivamente, aun cuando revistan el discurso de su marketing como un servicio a la sociedad. Nadie compra huevos para vender huevos, y formarse a nivel profesional, es hoy día muy costo.
Hace un año, exactamente, cuando el país vivió multitudinarias movilizaciones estudiantiles, el problema fue mirado en su verdadera dimensión. Las 32 universidades públicas del país y el Sena, visibilizaron su situación. No había plata. Y, si la había, no era suficiente para funcionar adecuadamente. Incluso, se sumaron las instituciones privadas, aquellas que fueron las más proclives a avalar la Ley 30 y que, en la década de los noventa, vieron en esta legislación la oportunidad de oro para fortalecerse.
En el momento de la crisis, En conjunto, el déficit era de $1,4 billones para funcionamiento y de $15 billones para infraestructura, según cifras del Sistema Universitario Estatal (SUE).
Una cifra astronómica que ni siquiera los mejores estudiantes de bachillerato, que soñaban con graduarse algún día como profesionales, podían dimensionar apropiadamente. A duras penas lo que manejaban era la mesada que les daban sus padres para una gaseosa o café con leche y una empanada o pan queso. Esa era y sigue siendo la merienda del promedio de los colombianos que cursan la secundaria.
Jennifer Pedraza y Nicolás Amaya, representantes estudiantiles de las universidades Nacional y Distrital, respectivamente, denunciaron en su momento que el desfinanciamiento de la educación superior había comenzado a agudizarse desde el 2003. Soportaron sus aseveraciones con estadísticas, mostrando de qué manera el presupuesto iba disminuyendo anualmente para el sector educativo, mientras que se fortalecían otros rubros como el de seguridad. El panorama sigue igual y amenaza con empeorar.
Una marcha estudiantil para la historia
La movilización estudiantil del 10 de octubre, hace un año, fue histórica. Tocó las fibras de la nación. Sacó del círculo parroquia el problema del desfinanciamiento de la universidad pública.
El 29 de octubre se acordó el establecimiento de mesas de negociación para levantar el paro que se fortalecía cada vez más, al tiempo que se buscaba contener una parálisis que agudizaría la situación y que era promovida por Fecode.
Finalmente se llegó a un acuerdo, a mediados de diciembre de 2018. Ese viernes 14, bastante frío por cierto, cuando en los almacenes ya se vendían adornos y regalos para navidad y en los centros comerciales hormigueaban los compradores, el presidente Duque anunció 4,5 billones de pesos adicionales para las universidades en los 4 años siguientes.
Habría mayor oportunidad para quienes concluían la secundaria y necesitaban proseguir la formación profesional, dijo con una sonrisa amplia que buscaba generar confianza en los colombianos.
«No se ha cumplido con el acuerdo»
La denuncia que se eleva nuevamente por estos días, es que los componentes del acuerdo no se han cumplido en su totalidad. Los hechos saltan a la vista. Las universidades públicas siguen atravesando un momento difícil y, aún las de carácter privado, han descubierto que la gallina de los huevos de oro que avizoraban con la Ley 30 del 92, no era tal.
Otro ingrediente y que es preocupante, lo representa la inconformidad que despiertan los desmanes del Esmad, sobre cuyo desmonte se ha vuelto a insistir. La decisión de entrar a los campus universitarios con personal y tanquetas, como ocurrió recientemente en Bogotá, avivó los ánimos de frustración y el reclamo de que no constituyan un mecanismo de represión a la protesta social.
Cabe aquí anotar que Julián Báez, miembro de la Unión Nacional de Estudiantes de Educación Superior (UNEES), quien participó en las negociaciones sobre presupuesto para las universidades con el presidente Iván Duque y el Ministerio de Educación en 2018, asegura que si bien la Nación ha cumplido con una serie de desembolsos y regalías para el funcionamiento, lo invertido no ha sido destinado a las prioridades y necesidades.
Entre tanto, en Colombia hay muchos estudiantes como María Alejandra que guardan la esperanza de concluir el bachillerato e ingresar en la universidad, aun cuando -una vez reciban el título profesional-terminen ofreciéndoles una remuneración mínima…
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