Hemos entrado en lo que llamo la “cuarta fase” del estallido social. Es la etapa que enfrenta a los diversos sectores sociales y políticos, a la sociedad y al Estado, a gobernados y gobernantes, en torno a aprovechar política (y electoralmente) esos acontecimientos inéditos.
Para los sectores más obtusos del gobierno, lo ocurrido fue un ataque sistemático y violento de grupos armados coordinados por “enemigos internacionales” del país y de la democracia que aprovecharon la protesta social para intentar desestabilizar a la nación e imponer una dictadura.
Para los sectores más fundamentalistas de la oposición al gobierno, fue un ataque sistemático y violento de grupos armados coordinados por “enemigos internos” de la paz y la democracia que aprovecharon la protesta social para desestabilizar a la nación e imponer una dictadura.
Para el gobierno (y el “uribismo”), el supuesto atentado contra la vida del presidente Duque hace parte de ese intento. Para la oposición (y el “petrismo”), el asesinato de líderes sociales y de más de 70 participantes en la protesta fueron parte de esa estrategia del gobierno y Uribe.
Para la “derecha extrema”, Gustavo Petro es la cabeza principal de ese complot, lo que -según ellos- demuestra que sus aspiraciones políticas son peligrosas para la sociedad colombiana porque es un “dictador en potencia”. Para la “izquierda extrema”, Duque ya es dictador.
Quien se atreva a hacer la más mínima separación entre el conjunto de lo que fue la protesta social y los fenómenos particulares que condujeron a algunos sectores sociales hacia la violencia abierta o directa, puede ser señalado por ambas posiciones de traidor o de “tibio”.
Hasta el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos CIDH se queda corto para ellos. Para unos, faltó señalar la sistematicidad de la acción represiva y asesina del Estado; para otros, no se identifican las fuerzas oscuras que sistemáticamente actuaban contra el país.
No obstante, a pesar de esas interpretaciones, la realidad es menos plana y simple. Hay que intentar ir más allá para comprender el estallido social y lo que sacó a relucir sobre lo que realmente somos. Si no lo hacemos podemos terminar como Haití, aunque en gran medida ya lo parecemos.
Algunas pistas para entender el estallido social
En anteriores escritos se describieron algunos hechos comprobables que nos ayudan a ver la complejidad de la vida y de nuestra sociedad. Se presentan aquí en forma resumida:
– El estallido social se produjo en gran parte del país y se realizó básicamente en forma pacífica.
– Durante los primeros días fue una acción masiva y contundente que arrinconó al gobierno.
– Con el paso del tiempo y la vinculación de sectores sociales y organizaciones específicas (indígenas, transportadores, maestros, etc.), la naturaleza del estallido se fue transformando.
– De ser un estallido general se lo trató de conducir hacia intereses sectoriales y parciales. El estallido quiso ser paro, huelga, minga y/o insurrección pero, tampoco lo logró. Se fue disipando y cambiando de acuerdo a la región, ciudad o sector social. No hubo control ni dirección.
– Rápidamente el gobierno reaccionó con violencia premeditada, infiltró el movimiento con grupos de provocadores y logró incidir en la pronta generación de violencia. El antecedente de ese comportamiento ocurrió en Bogotá en septiembre de 2020. Asonadas a alcaldías (Yumbo, Jamundí, La Plata, Tuluá) y saqueos de centros comerciales, fueron algunas de esas acciones orquestadas desde el gobierno. Los civiles armados en Cali que disparan contra integrantes de la Minga contando con la protección de la policía, es uno de los hechos más grotescos.
– De igual manera, grupos armados ilegales de diferente naturaleza (“disidencias”, ex-Farc, Eln, mafias, narcos y delincuentes) penetran e infiltran la protesta en algunas ciudades y sectores, y “embarcan” a grupos juveniles en una confrontación inútil y desgastante con la policía (Esmad).
– En algunas regiones en donde predominan los intereses de pequeños productores agrarios como Boyacá, Cundinamarca, Santander, Eje Cafetero, Nariño, y parcialmente en Huila y Cauca, y en donde se presenta cierto entrelazamiento con los gremios de transportadores, esas fuerzas sociales logran controlar el estallido, se moderan los bloqueos y poco después son suspendidos, y el grueso de la población se muestra expectante frente al desarrollo del movimiento.
– En otras zonas como el Suroccidente colombiano, especialmente en el Valle del Cauca y el Norte del Cauca, el estallido evoluciona en forma diferente. Fuertes y beligerantes bloqueos de carreteras expresan la frustración y oposición de amplios sectores de la población contra el poder de los grandes ingenios azucareros y otras agroindustrias, que antes generaban empleo y riqueza social mientras en la actualidad son verdaderos oligopolios completamente deshumanizados que expolian el poco trabajo que generan y los recursos naturales de la región (tierra, agua). Además, en antiguos centros urbanos donde existía industria (Cali, Yumbo, Palmira, Buenaventura, etc.) el desempleo y la descomposición social hoy es estructural y escandalosa. Las mafias y grupos armados han encontrado allí un caldo de cultivo para construir poderes delincuenciales que juegan con el mejor postor y que son una verdadera amenaza para cualquier democracia.
– En el Cauca el llamado “paro nacional” es encabezado por el movimiento indígena (los Nasas con el cierre de ruta de la carretera panamericana y los Misak con actos simbólicos y movilizaciones masivas hacia Popayán) y se suman sectores de afrodescendientes, campesinos, y productores de coca de la cordillera occidental (Argelia, Huisitó-El Tambo). Algunas organizaciones de productores agrarios (cafeteros), campesinos y otros sectores sociales, intentaron convencer a la Minga de flexibilizar el bloqueo de la vía central por los efectos negativos que generaba para las mayorías de la región. No lo logran pero expresan su posición.
– En las principales ciudades donde se moviliza la juventud vale la pena diferenciar a dos sectores notorios y visibles. Los profesionales precariados (que algunos analistas identifican con “clases medias”) se movilizan en los primeros días pacífica y masivamente con arte y cultura. Luego, lo hacen periódicamente pero se van deslindando del movimiento. El otro sector de la juventud más beligerante en la forma de actuar, que utiliza las barricadas y bloqueos del transporte para hacerse visible y enfrentarse con la policía, tiene un origen social más popular, la mayoría son influenciados por estudiantes ideologizados, y expresan una enorme frustración con lo que la sociedad y el sistema les ofrece. A lo largo del proceso terminaron “cargando” con la responsabilidad de mantener el movimiento (“el paro no para”), haciendo intentos por articularse entre ellos, organizarse y mantener algún tipo de dinámica identitaria (“jóvenes rebeldes”). Al final, en parte, cayeron en la trampa del gobierno de enfrentarlos con el Comité Nacional de Paro CNP.
– El movimiento de protesta ha sido reconocido por casi todos los sectores políticos. Tirios y troyanos, derechas e izquierdas, y medios de comunicación, han justificado las causas económicas y sociales de ese acontecimiento. Sólo el uribismo más estrecho y torpe, desconoce esas causas y continúa achacando el origen de la protesta a la acción de fuerzas desestabilizadoras (“castro-chavistas”). La gran mayoría de la población apoyó la protesta y solo se desencantó y deslindó parcialmente por efecto de los actos de violencia y los bloqueos de vías que generaron graves problema en desabastecimiento de alimentos, medicinas y obstáculos totales para la movilidad. La protesta logró construir una agenda social para el futuro y hacer visibles la enorme desigualdad y pobreza existentes en nuestro país.
Diversidad, complejidad, no linealidad y atractores extraños
Se puede afirmar que la protesta se manifestó en todo el territorio nacional, con ocurrencia especial en las grandes ciudades, y regiones particulares. Dice el informe de la CIDH que “el gobierno reportó que entre el 28 de abril y el 4 de junio, en el marco del paro nacional, se realizaron 12.478 protestas en 862 municipios de los 32 departamentos, que incluyen 6.328 concentraciones, 2.300 marchas, 3.190 bloqueos, 632 movilizaciones y 28 asambleas. El 89% de las protestas, esto es 11.060, se desarrollaron sin registrar hechos de violencia” (párrafo 25).
Mientras en la Costa Caribe el “paro” se expresó con alguna fuerza en Cartagena y Barranquilla, en el resto de la región fue relativamente débil. En el Suroccidente Colombiano y el Catatumbo (Norte de Santander) se concentraron las acciones más “visibles” y “explotables” por el gobierno y las fuerzas políticas que necesitaban una mayor exacerbación del conflicto social.
Por otro lado, como ya lo hemos reiterado, la participación más organizada y masiva estuvo localizada en los departamentos del centro del país. En las grandes ciudades estuvo a cargo de los profesionales precariados, que se habían mostrado en noviembre de 2019, con sus movilizaciones festivas y su consigna central: “No se trata de tumbar al gobierno, queremos cambiar la sociedad”.
Es importante anotar en ese aparte que la diversidad social y regional de nuestro país parece todavía mantenerse a pesar de la gran movilidad social y la migración interna y externa que ha impactado a la sociedad colombiana en las últimas siete décadas. Varias regiones superpuestas contribuyen con la enorme complejidad de nuestro pueblo; el desarrollo económico y social “no-lineal” nos sorprende a cada rato con variantes insólitas, vueltas y revueltas, que desconciertan hasta al más conocedor de nuestra realidad. Una sociedad cada vez más abigarrada parece estarse formando.
Esa diversidad abigarrada se puede observar en nuestras regiones. El suroccidente colombiano con su orígenes yanaconas, negros e indígenas nativos (nasa, misak); la región bio-pacífica principalmente afrodescendiente; el eje cafetero con su tradición blanca española y su marginal mestizaje afro-indígena; la planicie cundi-boyacense con su pasado muisca (chibcha) y la gran migración de todo el país hacia Bogotá; la región caribe en lo fundamental mestiza pero con gran tradición afro-indígena diversa, y su núcleos coloniales (Cartagena, Santa Marta, Mompós, etc.) pero con una de las ciudades más modernas del país (Barranquilla); y los Santanderes blanco-españoles con herencias del Común rebelde traído de España. Y nos quedan los Llanos y el Tolima Grande con pasados de resistencia y las migraciones paisas que han marcado su destino.
A todo lo anterior debemos sumarle la evolución de la población citadina y urbana. Hoy Colombia está más abierto al mundo. Bogotá con su área metropolitana con más de 10 millones de habitantes es otro país dentro de la nación colombiana, muy cosmopolita y globalizado. Quienes han heredado la tradición insurreccional del pasado rural de este país se equivocan al creer que la juventud de esas grandes ciudades van a jalarle a una nueva guerra. Igualmente yerran las fuerzas conservadoras y guerreristas que aprovecharon en el pasado las aventuras armadas para inocularle al pueblo colombiano un miedo alienante al cambio, después de haber asesinado a Jorge Eliécer Gaitán.
Es indudable que durante el reciente estallido social actuaron “atractores extraños”, que incidieron en la evolución del movimiento. Dichos atractores han surgido en Colombia en el seno de las mafias de todos los pelambres. Mafias del narcotráfico y mafias vinculadas a la gran propiedad terrateniente (algunas “legales” y otras “ilegales”). Los grandes terratenientes devenidos en capitalistas agroindustriales que no han superado la mentalidad colonial-esclavista son uno de esos “atractores”, y los principales financiadores del proyecto político extremista y criminal vigente.
Ellos se han encontrado con las mafias de narcotraficantes que -a su vez- han construido a lo largo de cuatro décadas una identidad narco-violenta, vinculada a la tierra, a la especulación financiera y a la cultura del despojo brutal. Todas son fuerzas reaccionarias, patriarcales, clericales, racistas y pro capitalistas salvajes . Se identifican con los neoconservadores de EE.UU. u otros países como España, Brasil, México, Perú, Chile y Venezuela y se conciertan para impedir las transformaciones estructurales que requieren nuestros pueblos. Son fuerzas atadas al pasado de inestabilidad, guerra fratricida, entrega de nuestra soberanía a imperios extranjeros y clericalismo religioso a todo nivel.
Un cambio en las relaciones de producción en el campo
La oligarquía colombiana, heredera de las peores tradiciones coloniales de Europa (España), que se entroncó desde principios del siglo XX con el imperio estadounidense, siempre ha sabido jugar la carta de la división de los sectores populares para seguir dominando.
Esa oligarquía construyó durante el siglo XX una base social de campesinos medios y ricos (principalmente cafeteros) mediante una estrategia corporativa, que tuvo como eje central el Eje Cafetero y Antioquia. La iglesia católica siempre estuvo presente ese “pacto social” entre empresarios exportadores y medianos productores. Ese acuerdo les permitió garantizarle a los productores la compra subsidiada del grano y que se sintieran como un sector privilegiado. La oligarquía siempre los concibió como aliados frente a la amenaza de los campesinos sin tierra.
A finales de la década de los años 80s, con la caída del Acuerdo Internacional del Café, ese control corporativo empezó a tambalear. Aunque los antiguos caficultores se movilizaron y presionaron al gobierno y a los grandes exportadores de café por mejores subsidios y otras reclamaciones, su visión y práctica estrechamente reivindicativa, no cuestionaba el poder corporativo y oligárquico. Y en paralelo, la burda estrategia de las Farc centrada en acosar a los campesinos medios y ricos, sirvió de cobertura para que la oligarquía colombiana mantuviera su control paternalista.
Lo que cambió esa situación fue un fenómeno que la oligarquía no podía impedir. La caficultura colombiana, por efecto de la crisis de precios internacionales empezó a trasladarse de región. Del Eje Cafetero pasó a departamentos como Huila, Cauca, Nariño, Tolima, etc. en donde los pequeños y medianos productores (campesinos pobres) podían subsidiar los costos de producción con prácticas no ortodoxas y economía familiar, que los cafeteros paisas no podían emular.
De esa forma también se ensanchó a lo largo de los últimos 40 años una economía de pequeños y medianos productores más allá del café. Al lado de ellos han surgido decenas de miles de paneleros, pequeños ganaderos de doble propósito (leche y carne), arroceros, paperos, yuqueros, plataneros, cebolleros, fruticultores, cacaoteros, piscicultores, etc., que se han ido liberando del control corporativo de la oligarquía terrateniente y que, aunque se relacionan con la oligarquía financiera, no la ven como aliada. Es en gran medida su verdadero explotador y enemigo.
En la actualidad, esos pequeños y medianos productores están pidiendo pista para pasar a una economía que les permita industrializar sus materias primas y exportarlas directamente hacia los países industrializados, pasando por encima de las empresas transnacionales y otros intermediarios. Para hacerlo necesitan resolver tres temas centrales: a) democratizar la propiedad de la tierra; b) democratizar y abaratar el crédito productivo; y c) asociarse colaborativamente y aliarse con los profesionales precariados para tecnificar y mejorar su aparato productivo.
Ellos saben que la oligarquía terrateniente y financiera no puede enfrentarse o traicionar a los grandes emporios capitalistas de carácter corporativo que controlan el territorio y el mercado. Por ello, paulatina y pacientemente se han ido liberando de ese dominio y buscan alternativas políticas que los apoyen pero sin que ello signifique la estatización de la economía o un rompimiento total con la economía capitalista global. No les interesan experiencias como las de Cuba o Venezuela porque saben que el bloqueo del imperio sería la alternativa insalvable.
El eterno dilema colombiano
Es en ese marco de transformaciones socioeconómicas es donde debe ubicarse la estrategia de la oligarquía terrateniente y financiera durante el estallido social. Ellos temen perder el control de amplios sectores sociales que hasta ahora han sido su soporte de dominación. Haber perdido alcaldías claves como las de Bogotá, Medellín, Cali o Santa Marta, y departamentos como Boyacá, Magdalena y otros, a manos de nuevos sectores políticos, es un verdadero problema para quienes han monopolizado por siempre el poder presidencial en Colombia. Quieren meter miedo.
Es por lo anterior que las fuerzas políticas que empujan los cambios en nuestro país deben hacer el máximo esfuerzo por sintonizarse con esos sectores sociales, con sus anhelos y esperanzas, sin dejarse llevar a posiciones y -sobre todo- a formas de actuar que puedan ser manipuladas por quienes aprovechan los más mínimos errores para acusar de “comunistas” y “extremo-izquierdistas” a quienes vienen demostrando que aspiran a fortalecer la democracia y avanzar dentro del marco de la institucionalidad existente.
Mostrarse como los “campeones de la protesta” por encima de intereses reales y concretos de sectores productivos, como son los pequeños productores del campo y los profesionales precariados de las ciudades, es hacerse un harakiri. Es un verdadero suicidio. Es indudable que el estallido social colocó un punto alto en cuanto a propuestas de carácter social que han sido lideradas por Gustavo Petro, pero de allí a sentirse como un seguro triunfador hay mucho trecho.
El informe presentado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos CIDH colocó un punto de referencia importante frente a los retos que tienen las fuerzas políticas para canalizar los resultados y efectos del estallido social. Recién entramos en esa cuarta fase y hay que poner “cable a tierra” para no errar. Los sueños insurreccionales deben dejarse definitivamente en el pasado y se deben asumir las principales tareas que quedaron planteadas por el movimiento real:
– Organizar y articular las fuerzas democráticas a fin de desalojar del aparato de gobierno a las fuerzas recalcitrantes de la oligarquía terrateniente y financiera; y,
– Desarrollar nuevas formas de organización popular “desde abajo” para no depender exclusivamente de la acción de los políticos profesionales y del Estado “heredado”.
Son tareas posibles y urgentes que no se contraponen a miradas y acciones de largo plazo. Todo a su tiempo.
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