Los partidos políticos pueden permitirse no prestar atención a las víctimas de pederastia porque esta sociedad, en el fondo, lo permite. Preferimos no mirar al monstruo patriarcal y seguir permitiendo el poder sexual de los hombres, incluso en un crimen que se considera execrable.
Esta es una pregunta pertinente. La semana pasada comenzaba en el Parlamento de Cataluña la primera comisión de investigación parlamentaria celebrada en España sobre la pederastia en la Iglesia católica. La sensación fue desoladora. Los diputados del PP (y Vox) no asistieron. Hace años que se conocen los miles de casos de pederastia que se han producido dentro de la iglesia y lo que sabemos a estas alturas es que esta institución no va a asumir su culpa y que tampoco va a hacer nada para reparar en lo posible el daño a las víctimas. En la comisión celebrada el otro día las victimas que comparecieron se dolieron de su permanente revictimización y de la absoluta falta de interés que los diputados y diputadas presentes en la sala mostraban por el asunto. De hecho, una de las víctimas les reprochó que mientras ellos narraban experiencias terribles de violación, los representantes públicos estaban mirando el móvil. Los políticos tampoco se sienten cómodos con esta cuestión, es evidente. Del mismo modo que la sociedad en general se resiste a asumir la verdadera dimensión de la pederastia en el seno de la iglesia.
Al día siguiente, en una tertulia radiofónica, un comentarista señalaba que la iglesia tiene un poder que le permite salir indemne de esta situación, ya conocida en todo el mundo. Es cierto. En esto PP y PSOE (y otros partidos conservadores autonómicos) están unidos en intentar desactivar cualquier posibilidad de que la Iglesia católica resulte señalada como culpable, ni siquiera por ocultación e inacción. A pesar de algunos gestos cara a la galería, como el de Pedro Sánchez recibiendo a una de las víctimas de la pederastia eclesial, lo cierto es que, a la hora de la verdad, dicha resistencia es explícita y se deja notar, y en esta misma comisión, el PSC ha unido sus votos a Junts para que no tuvieran que comparecer en la misma, y dar explicaciones, cargos eclesiásticos relacionados con casos de abusos.
Las resistencias de la iglesia a no ya condenar, sino a hacer absolutamente nada en los casos de pederastia, no resultan extraordinarias y son bien conocidas. El profesor Joaquín Benítez juzgado en 2019 (y condenado) por abusos entre 2006 y 2010 en el colegio de los Maristas de Sants-Les Corts declaró en el juicio respecto a lo que ocurrió con los Maristas cuando fue denunciado: “Pasó el verano y no dijeron nada, solo me advirtieron de que no podía volver a pasar y de un castigo de tres meses sin sueldo, pero al final no lo hicieron (…) Me sentía amparado por los Maristas”, declaró en el juicio. Y amparado estaba, ya que no le apartaron siquiera de sus alumnos. Es evidente que si no consideraron que su comportamiento con los alumnos fuera escandaloso o dañino es porque están más que acostumbrados, tanto a conocer de estos casos como a no actuar ante ellos.
(Por cierto que basta ya de calificar de abuso lo que las feministas ya hemos conceptualizado como violación. Se siguen calificando de “abusos” prácticas que en otros contextos calificaríamos de violación como obligar a practicar sexo oral. Así pues, llamemos a estos supuestos abusadores como lo que son: violadores de niños y niñas).
Esto en lo que tiene que ver con la iglesia, pero… hay que recordar que cuando otro de los profesores, Arnaldo Farré, fue denunciado por violar a niños, no solo los maristas continuaron sin hacer nada, sino que, en este caso, una cadena humana de padres y madres rodeó el colegio en un intento de “protegerlo” de las acusaciones. Hay que preguntarse qué es lo que pasa por la cabeza de esos padres y madres que prefieren proteger a un más que probable violador de niños antes que proteger a sus propios hijos e hijas. Las resistencias de los partidos a ser contundentes, por tanto, no se dan en el vacío, sino en una sociedad que, en realidad, tolera la pederastia y la oculta.
La verdad es que estas violaciones funcionan como cualquier otra violación. A las víctimas les cuesta mucho -años- denunciar, porque reconocerse como víctima -especialmente siendo menor- conlleva un proceso psicológico muy largo y porque, además, la víctima se enfrentará a la vergüenza, al descrédito, a la duda, y al rechazo en lugar de a la acogida, a la protección y al resarcimiento. La pregunta que me hago, que debemos hacernos, es: ¿Cómo es posible que esto pase en una sociedad en la que, aparentemente, la pederastia es unánimemente considerada un crimen execrable?
Porque, en realidad, la pederastia es una práctica mucho más extendida de lo que parece, como la violación de las mujeres. Porque está incrustada en las familias y rodeada del secreto. Porque para desenmascarar la situación habría que actuar contra muchos padres aparentemente buenos ciudadanos y asumir que la familia no es sólo un espacio de protección, sino que es muy a menudo también, un espacio de abusos y violencia. Y porque habría que actuar también contra muchos hombres “normales”: jueces, médicos, profesores, políticos… Supondría, en fin, asumir que la pederastia es una práctica constitutiva de la normalidad patriarcal que proporciona y/o protege privilegios sexuales de los hombres sobre niños y niñas, una pulsión de dominio sexual masculina que tiene preferencia por la vulnerabilidad.
Según Save the Children, entre un 10 y un 20 por ciento de los niños y niñas (mayoritariamente niñas) han sufrido abusos sexuales en la infancia, sobre todo por parte de familiares. Y cuando esta organización narra las dificultades que las víctimas encuentran para denunciar y conseguir condenas para los culpables a las mujeres nos suenan conocidos todos los pasos: falta de credibilidad, falta de apoyo institucional, revictimización y resistencia social y judicial a condenar a los culpables. Solo si reconocemos que existe un pacto patriarcal que se pone en funcionamiento para no ver, no escuchar, no querer saber, o para ocultar, se puede entender cómo es posible que el PP, por ejemplo, no quiera siquiera aparecer en una comisión en donde una persona denuncia que un sacerdote le violó más de 50 veces; solo eso puede explicar que los diputados presentes miren su móvil incómodos mientras las víctimas buscan siquiera una empatía mínima.
Eso explica por qué existe una efectiva y real resistencia por parte de algunos jueces y juezas para considerar que cuando los niños y niñas cuentan que sus padres abusan sexualmente de ellos eso que cuentan es verdad. Es la misma resistencia que mostraban no hace mucho para entender que una violación no era un jolgorio compartido. Y explica por qué, contra toda evidencia, se muestran tan proclives a creer cualquier mecanismo de los que han aparecido con la única función de exonerar a los culpables y condenar a las verdaderas víctimas y a las madres que los defienden (como el SAP). En realidad, estos son mecanismos cuya función es, precisamente, contribuir a invisibilizar las consecuencia más terribles del patriarcado, lo que significa el privilegio sexual y la manera en que está presente en las familias, en las instituciones educativas o religiosas. Y, en definitiva, la manera en que dichos privilegios atraviesan toda la sociedad en medio de un pacto de silencio.
Ese privilegio y ese pacto están presentes en todas partes, en todos los estamentos, desde los judiciales, a los políticos, los mediáticos etc. Los niños y niñas no se manifiestan en las calles, como las mujeres, ni pueden salir en masa a protestar, ni escriben libros. Y por eso siguen estando desamparados, por muchas declaraciones enfáticas que se hagan y leyes que se aprueben. Porque los culpables no son manzanas podridas y es fácil ver que hay un sistema de ocultación y de resistencia al cambio: se llama patriarcado. Aquí no se trata de que nadie quiera ver al elefante en la habitación, se trata de que nadie quiere ver al monstruo.
Fuente: https://www.pikaramagazine.com/2023/05/que-nos-pasa-con-la-pederastia/