Desde que la masiva manifestación independentista del pasado 11 de septiembre -Día Nacional de Catalunya- llenara el centro de Barcelona con la mayor riada humana que haya visto nunca esta ciudad, se ha abierto la veda en los medios españoles -oficiales y alternativos- para tratar de explicar esta «deriva separatista» de los catalanes y, en […]
Desde que la masiva manifestación independentista del pasado 11 de septiembre -Día Nacional de Catalunya- llenara el centro de Barcelona con la mayor riada humana que haya visto nunca esta ciudad, se ha abierto la veda en los medios españoles -oficiales y alternativos- para tratar de explicar esta «deriva separatista» de los catalanes y, en la mayoría de los casos, tratar de convencernos que nos dejáramos de quimeras.
Ha habido argumentos defendiendo la unidad de España y lo «inapropiada» de esta reivindicación para todos los gustos y tendencias, pero para este artículo dejaré de lado los de las derechas -centrados en la «indisoluble unidad de la patria» y amenazando con el bloqueo económico e incluso los tanques para mantenerla, en una clara muestra de la calidad de la democracia española- y me centraré en los de izquierdas, más interesantes para el lector de este periódico. Estos segundos, con más tino, han criticado el viraje economicista de la reivindicación catalana -muy ligada al maltrato fiscal que recibe Catalunya por parte del estado central-, han alertado de los peligros de subordinarse políticamente a la derecha catalanista y han insistido en la dificultad del objetivo.
Pero antes de empezar es necesario hacer un inciso para dejar claras algunas bases, ya que no en pocos artículos se ha comparado, interesadamente, el movimiento independentista catalán con la Liga Norte italiana (en lugar de hacerlo con otras causa más simpáticas como la palestina o la saharui). ¿Por qué Catalunya tiene derecho a la autodeterminación? Pues porque, sencillamente, es una nación por mucho que la Constitución española, aprobada bajo la tutela de los generales franquistas, diga lo contrario. Y es una nación, no porque tenga una lengua y una cultura propias y muy vivas, o porque tenga una historia institucional de más de mil años. Es una nación porque así lo cree la gran mayoría de sus ciudadanos -entre un 70 y 80% según todas las encuestas de los últimos 30 años- inclusive aquellos que nacieron en otras zonas de España y sus descendientes. Y los derechos están para ejercerlos.
Y ahora volvemos a los argumentos.
Sobre la dificultad del objetivo nada que objetar, aunque este parece un razonamiento poco coherente si proviene de gente dispuesta a esforzarse para construir el socialismo.
Es cierto que una parte del boom sobiranista tiene que ver con el déficit fiscal que padece Catalunya y que la crisis se ha encargado de alimentar, aunque este no sea el único motivo y los recientes ataques al sistema escolar también han pesado mucho en la percepción popular que era imposible permanecer en España como entidad diferenciada.
Pero aún así, sigue siendo dudoso que el argumento económico por sí solo permita deducir que el independentismo catalán es un movimiento insolidario y de derechas. La mayoría de movimientos sociales -los sindicales sin ir más lejos, pero también la lucha de los griegos por su soberanía frente los mercados- tienen un origen económico, y pensar que las inequidades territoriales en el Estado español tienen una función redistributiva es de una candidez rayana la mala fe. (Cómo se explicaría si no que el País Valenciano, con una renta per cápita por debajo de la media, sea contribuidor neto a la caja común).
Sobre los peligros de que el nuevo estado nazca subordinado al proyecto neoliberal de CiU y se convierta en un laboratorio neocon sin ningún tipo de derecho social o laboral, es innegable que estos existen, aunque sus defensores parecen olvidar la realidad actual en el Estado español, la permanencia en el cual no parece precisamente ninguna garantía para derecho o conquista alguna.
La lucha por el el modelo del futuro estado catalán ya ha empezado -y su próxima batalla será el 25 de noviembre, en la que se definirá la correlación de fuerzas dentro del campo independentista-. Pero si no diese la batalla, la izquierda habría perdido de antemano la guerra, tal y como defendía, por poner un solo ejemplo, alguien tan alejado de la tradición nacionalista como es el antropólogo y miembro del Comité Central del Partit dels Comunistes Catalans (PCC, integrado en Esquerra Unida), Manuel Delgado.
Pero además, esta tesis se sustenta en el hecho falso que la manifestación del 11 de septiembre y la plataforma que la convocó (la Assemblea Nacional Catalana, ANC) no son más que una maniobra de CiU para tapar el malestar de sus políticas sociales. En realidad la cadena de acontecimientos es al revés, aunque por desconocimiento o interés se trate de plantear el asunto de final a principio. La ANC es un movimiento popular de amplio alcance y muy variado ideológicamente que pretende llegar a la independencia y en la que los militantes o cargos de CiU son totalmente minoritarios. En realidad hay más presencia del centroizquierda de ERC o la izquierda radical de la Candidatura de Unitat Popular (CUP), pero la mayoría de sus activistas provienen del rico tejido social y cultural catalán y no tiene carnet de partido. Aunque enfocado en la reivindicación nacional, la ANC es muy quincemayista y centra su argumentario en la radicalidad democrática y la vigilancia social de los políticos. Como muy bien señalaba el economista Antonio Baños, la Diada fue «sin duda el mayor éxito indignado», aunque «el propio 15-M se haya hecho el loco sobre el asunto». Este es un movimiento constituyente que huye del enfrentamiento nacionalista entre catalanes y españoles, al que antepone su voluntad de crear una nueva constitución del siglo XXI. No es CiU -y mucho menos su dirección estrechamente vinculada a la élite económica catalana nada amiga de las aventuras secesionistas- quien lo pilota, sino más bien, y como buenos políticos que son, estos se limitan a tratar de surfear una inmensa ola popular que amenazaba con ahogarlos. Y aún hay gente en la izquierda, aunque muy poca, que se postula a voluntaria a ahogada en lugar de querer ser ola.
¿Que el debate nacional ha conseguido tapar el malestar social? Es posible, pero esto solo temporal y parcialmente. Y si la independencia -en el caso que Mas llegue hasta el final, que está por ver- no significa un tipo diferente de políticas este volverá a estallar con más fuerza y, entonces, CiU ya no será «el defensor de los intereses catalanes en Madrid, sino simplemente el defensor de los derechos oligárquicos», citando de nuevo a Baños. Un escenario no tan improbable si se recuerda que también Churchill perdió unas elecciones tras ganar una guerra.
¿Que esta voluntad constituyente se hubiera podido dar en una fórmula republicano-federalista española? Es posible, pero no ha sido así. Y no porque este sea un proceso dirigido por una derecha nacionalista frente una izquierda federalista. De hecho, hasta hace muy pocos años, el proyecto independentista era solo defendido por una parte de la izquierda revolucionaria y, más tarde, por la socialdemocracia de ERC. CiU -a pesar de la propaganda de ciertos medios- nunca ha sido soberanista, a pesar que buena parte de su base popular -no su dirección- tuviera simpatías hacia esta idea.
La opción federalista ha sido imposible sencillamente porque nadie en España ha creído sinceramente en ella en las últimas tres décadas. Ya no hablaré del PSOE, alineado casi sin falla con el PP cuando se trataba del «problema catalán» -o vasco-, sino que para una buena parte de Izquierda Unida el federalismo no pasaba de ser un instrumento retórico que pocas veces ha formado parte de sus prioridades políticas, a pesar que en esta coalición y su espacio sociopolítico se encuentren los mejores amigos españoles de las reivindicaciones catalanas. Incluso la explosión del 15M no ha tenido en cuenta para nada esta cuestión y sus múltiples proyectos de regeneración política olían más a cierta recentralización, como por ejemplo la circunscripción «nacional» única.
Nadie puede negar al catalanismo -y cabría incluir a su manera el de derechas también- sus esfuerzos en favor de una España más democrática y plural, desde el fundador de la Primera República -el catalán Pi i Margall- hasta la colaboración en los pactos de la Transición, pasando por la renuncia a la independencia de Macià y Companys en favor del proyecto de la Segunda República. Ahora no hay, sin embargo, en el horizonte ningún proyecto estimulante similar. La capacidad de resistencia se está agotando y urge pasar a la ofensiva.
Y, quizás, para España, una vez despojada la extrema derecha que hegemoniza sus aparatos estatales y económicos de su coartada inmovilista, le sea más fácil también evolucionar hacia algo mejor.
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