Se ha sabido que la Constitución de 1925 buscó sustituir el desprestigiado régimen parlamentario oligárquico, incorporando a los emergentes sectores medios al aparato del Estado y buscando implantar un modelo de industrialización basado en la sustitución de importaciones.
Pero lo que se ha mantenido eficazmente oculto -¡hasta el día de hoy!- es que junto con ello se reprimió fuertemente a los sectores proletarios mineros y urbanos que intentaron también adquirir protagonismo en nuestra sociedad. Por cierto que para ello se utilizó el efectivo temor generado en el mundo –y también en nuestro país- por la Revolución bolchevique y su promoción de una revolución mundial.
Ya había generado una gran insatisfacción en la oligarquía y la clase media la dictación en febrero de 1925 –por parte de la Junta Militar, antes que volviese Alessandri a terminar su período en marzo- de un decreto-ley (N° 261) que redujo los aranceles de los miserables conventillos que fuesen declarados insalubres por la autoridad sanitaria en un 50%. Luego dicha insatisfacción se transformó en temor cuando en marzo se generó un “Congreso Constituyente de Asalariados e Intelectuales”, integrada por centenares de obreros, empleados, profesionales e intelectuales. De ella surgieron ideas como la separación de la Iglesia y el Estado, incluyendo la confiscación de todos los bienes eclesiásticos para construir habitaciones populares; la creación de una cámara única y funcional, electa por los gremios organizados y con mandatos revocables; la coordinación y fomento gubernativos de la economía y la constitución de un Chile federal. Además, se pronunció a favor de la convocatoria de una Asamblea Constituyente funcional y con mayoría del “elemento asalariado”. Asimismo, el Congreso se cerró enviando sus saludos fraternales a la Unión Soviética, “república obrera y campesina en el seno del viejo mundo europeo, reaccionario e imperialista” y “avanzada gloriosa del proletariado mundial” (Gonzalo Vial.- Historia de Chile, Volumen III; Arturo Alessandri y los golpes militares 1920-1925; Zig-Zag, 1996; p. 533).
Posteriormente, dado el aumento de la inflación y de las mayores expectativas populares (generadas por la caída del régimen exclusivamente oligárquico) aumentaron las huelgas, particularmente en el cobre, carbón y salitre. En reacción, a fines de abril, el gobierno creó una oficina central encargada de controlar la creación, el funcionamiento y todas las actividades de las sociedades obreras. Por otro lado, en la pampa salitrera los empleadores, con la colaboración de la policía impedían que se constituyesen sindicatos o lograban que sus dirigentes “fueran arrestados, acusados de alterar el orden público y fomentar luchas civiles, declarados culpables y expulsados de la pampa” (James Morris.- Las elites, los intelectuales y el consenso; Edit. del Pacífico, 1967; p. 209). A su vez, a fines de mayo, Alessandri envió a Iquique un regimiento en un barco de guerra “para suprimir las huelgas y protestas en la provincia de Tarapacá” (Peter DeShazo.- Urban Workers and Labor Unions in Chile 1902-1927; The University of Wisconsin Press, 1983; p. 227); y declaró el estado de sitio en Tarapacá y Antofagasta.
Por otro lado, el ministro de Guerra, Carlos Ibáñez, envió un telegrama el 27 de mayo a la máxima autoridad de Iquique, el general Florentino de la Guarda, en que le advertía que se prepara un “movimiento subversivo de carácter comunista” para el 1 de junio y que, en caso de “producirse (…) o confirmarse su preparación (…) es indispensable desde el primer momento apresar cabecillas y retenerlos incomunicados (…) y censurar la publicidad verbal y escrita si fuese necesario” (Vial; pp. 246-7). Y luego de la detención de decenas de obreros en Pisagua por tratar de hacer una manifestación pública y la destrucción del periódico comunista El Despertar de los Trabajadores por informar de aquello, a comienzos de junio se declaró una huelga general con toma de salitreras en la pampa de Tarapacá.
Luego de confusos incidentes en que manifestantes exaltados mataron –de acuerdo a distintas versiones- entre uno a tres personas; el ejército procedió a retomar las oficinas con el uso de cañones y ametralladoras. Según Carlos Charlín, “las matanzas de obreros en La Coruña, Alto San Antonio, Felisa y otros lugares de esa pampa de la desgracia son páginas que horripilarían a un escritor de novelas de terror. Se hizo derroche sanguinario de lo que denominaban ‘medidas de escarmiento para rotos alzados’. En La Coruña no quedó hombre ni mujer ni niño con vida. Se les diezmó con granadas de artillería disparadas a menos de trescientos metros y, pese a las banderas de rendición, no se tomaron prisioneros” (Del avión rojo a la República Socialista; Quimantú, 1972; p. 118). Y Gonzalo Vial añade que “sobrevino después de los bombardeos una severísima represión, que dio origen –incluso- a un término siniestro, el ‘palomeo’, dispararle a un trabajador lejano, cuya cotona blanca y salto convulsivo –cuando era alcanzado por el tiro- le daban el aspecto de una paloma en vuelo” (p. 248).
El número de asesinados fue pavoroso aunque indeterminado ya que ninguna autoridad se ocupó, por cierto, de investigarlo y registrarlo. La versión oficial del general de la Guarda fue de 59. La prensa popular habló de 2.000.
De acuerdo a Peter DeShazo “los diplomáticos británicos estimaron que entre 600 a 800 trabajadores fueron muertos en la masacre, mientras que el ejército no sufrió bajas” (p. 227). Carlos Vicuña escribió que “todas las voces hacían subir de mil los hombres muertos. Algunos me aseguraron que llegaban a mil novecientos” (La tiranía en Chile; Lom, 2002; p. 322). Ricardo Donoso habló de “pavorosa matanza” de “centenares de muertos y heridos” (Alessandri agitador y demoledor. Cincuenta años de historia política de Chile, Tomo I; Fondo de Cultura Económica, México, 1952; p. 408). Julio César Jobet sostiene que “los que estuvieron en aquella zona y conocieron las peripecias de este drama, afirman que fueron masacrados 1.900 obreros; pero otros testigos oculares estiman en más de 3.000 el número de víctimas” (Ensayo crítico del desarrollo económico-social de Chile; Universitaria, 1955, p. 172).
De todas formas, al igual que la matanza de Iquique, constituye una de las más grandes matanzas de la historia de la humanidad en tiempos de paz. Y, a diferencia de la anterior, permanece completamente desconocida por la generalidad de la sociedad chilena hasta hoy. Por cierto, Alessandri e Ibáñez le enviaron sendos telegramas de felicitación al general de la Guarda por el éxito en el “rápido restablecimiento del orden público” (Ver El Mercurio; 8 y 9-6-1925). A su vez, El Mercurio (10-6-1925); La Nación (11-6-1925) y La Revista Católica (20-6-1925) justificaron la matanza. Lo mismo hicieron políticos e intelectuales de clase media o críticos como Daniel Espejo (ex diputado radical por Tarapacá), Joaquín Edwards Bello y Conrado Ríos Gallardo. Sin embargo, lo más notable es como hasta hoy día la generalidad de los historiadores chilenos (incluyendo de centro e izquierda) ¡omiten toda referencia a la masacre! Es lo que vemos, por ejemplo, en los más célebres libros que resumen el siglo XX chileno como Chile en el siglo XX e Historia del siglo XX chileno…
Y la represión no terminó con la masacre. Centenares de trabajadores con sus familias fueron deportados del norte.
Muchos también fueron detenidos, torturados y relegados, ¡mientras se seguía elaborando la nueva Constitución entre cuatro paredes! Y la escalada represiva no se restringió al norte. El 10 de junio Alessandri “declaró en estado de sitio la zona del carbón para liquidar huelgas que habían empezado en mayo”. Además, “la policía incrementó su campaña de infiltración y espionaje en los sindicatos de Santiago y Valparaíso”; y después de la matanza de La Coruña “oficiales del Ejército comenzaron a censurar la prensa obrera” (DeShazo; p. 227).
Por otro lado, el 24 de junio el ministro Ibáñez envió una circular al Cuerpo de Carabineros que ordenaba: “No debe tolerarse que continúe la prédica contra el orden civil, causa inmediata de la catástrofe de la pampa salitrera (…) Debemos iniciar campaña pro-salud social; perseguir a los chantajistas sociales; a los que se burlan de nuestras glorias militares. Se tendrá en lo sucesivo por los carabineros mano firme, sin contemplaciones contra los agitadores. Se recomienda a los oficiales se noticien de los malos maestros que explotan a la Patria y conspiran contra ella e informarán a la Comandancia General de Armas (…) Que se reduzca a prisión inmediatamente a los manifestantes u oradores que en los mítines ofendan a S. E. el Presidente de la República, a las autoridades y a las fuerzas armadas, y no permitirán los carabineros que se ostente otra bandera que no sea la de Chile o la de sociedades con personalidad jurídica. En el futuro se prohibirá enérgicamente se ostente bandera roja, que simboliza la anarquía y el desorden. Se vigilará no se publiquen pasquines o periódicos en que se haga campaña disolvente, se ofenda a las autoridades y se insulte a las instituciones armadas y se incite a la rebelión” (Enrique Monreal.- Historia completa y documentada del período revolucionario 1924-1925; Imprenta Nacional, 1929; p. 375).
Es decir, la generalidad de los chilenos –debido a la mayoría de nuestros historiadores y a la educación escolar que recibimos- no sólo no tenemos idea de que el origen y el texto de la Constitución de 1925 fueron claramente antidemocráticos, sino además de que en el período en que ella se elaboró y se impuso había una virtual dictadura -que gobernaba a través de decretos-leyes- que desarrolló una durísima represión contra los obreros, la que culminó con una de las más salvajes masacres ocurridas en la historia de la humanidad en tiempo de paz…
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