No hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo que padecemos se parezca al antiguo. El gobierno reprime por medio de porras y pelotazos, promueve encarcelamientos masivos pero, al margen de que a demasiada gente estos hechos no les importen en exceso, se ha comprobado que esa política resulta ineficaz y, en una época de […]
No hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo que padecemos se parezca al antiguo. El gobierno reprime por medio de porras y pelotazos, promueve encarcelamientos masivos pero, al margen de que a demasiada gente estos hechos no les importen en exceso, se ha comprobado que esa política resulta ineficaz y, en una época de tecnología avanzada, la ineficacia es un pecado capital. Continúo parafraseando a Huxley, quien ya en 1946 predecía el camino que a día de hoy está eligiendo este modelo de sociedad, una ruta en busca de la utopía totalitaria.
Un Estado totalitario realmente eficaz es aquel en el que «los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna, por cuanto amarían su servidumbre.
Inducirles a amarla es la tarea asignada a los ministerios de propaganda, los directores de los periódicos…» y en nuestro entorno podríamos añadir en esta lista a los prebostes de la Iglesia Católica, tan habituados a esa operación de voluntario somentimiento a las directrices de quienes ostentan el poder. Se persigue como objetivo prioritario que, cada cuatro años, el pueblo decida y aplauda como propias las indignantes miserias y mentiras de sus demócratas gobernantes.
Esta descripción de los hechos puede parecer exageradamente pesimista, pero se intuye una cierta verosimilitud cuando, ante los gravísimos hechos que acontecen en los últimos tiempos, la reacción de gran parte de la sociedad se limita al encogimiento de hombros. Llaman democracia a un estado que reprime manifestaciones, cierra medios de comunicación, tortura salvajemente en las comisarías, ilegaliza partidos y movimientos sociales con un peso notable en la sociedad, utiliza los estamentos judiciales en función de intereses coyunturales y se aprovecha de una ciudadanía chantajeada por el consumismo exacerbado y las hipotecas esclavizadoras de por vida.
Por fuerza mayor, los ciudadanos minimizan sus protestas, relativizan su debilitada situación de opresión económica, política y vital y acaban por apoyar la democracia «menos mala», cuando no aplaudiendo a sus máximos representantes, capitaneados en el Estado español por el impresentable Borbón. ¿De verdad queremos para nuestros hijos este tipo de democracia?
Decía Fassbinder que lo que no somos capaces de cambiar debemos, por lo menos, describirlo. Lo que acontece en Euskal Herria (no nos queda otra que seguir mirándonos el ombligo) es el supurante resultado del sistema socio-político elegido por ese virus, un pelín más evolucionado, llamado ser humano.
En nuestro caso no hemos sabido y/o podido cambiar el estado de las cosas desde la conquista de Navarra. A las sucesivas reyertas y guerras le vienen sucediendo periodos tan poco democráticos como el que padecemos. En uno de estos últimos, en 1874, el presidente del Consejo de Ministros español, Cánovas, respondía a los delegados navarros, sobre la reivindicación de sus derechos, que «un hecho de fuerza es lo que viene a constituir el derecho, porque cuando la fuerza causa estado, la fuerza es el derecho». La tan alabada Constitución de 1812 describía la nación española como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios» y en la misma línea, la Constitución de 1978 proclama, en su artículo primero, que la soberanía recae en el pueblo español y pasa a afirmar, en el segundo, que se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, adjudicando (art. 8) a las Fuerzas Armadas la responsabilidad de garantizar la integridad territorial. Una vez más se pretende salvar a la voluntad popular (en el hipotético caso de que el pueblo soberano decida disolver dicha integridad territorial) de sí misma. En definitiva se trata de legislaciones garantizadoras de los derechos adquiridos, por parte de los vencedores, en los conflictos armados, ya sea Fernando el Católico o Francisco Franco, e impuestas a sangre y fuego, antes por las huestes del Duque de Alba y, más recientemente, por las de las Fuerzas del Orden Público, rebautizadas Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, denominación un tanto rimbombante para unos cuerpos policiales temidos, pero no especialmente queridos por la ciudadanía vasca.
Mientras tanto, como planteaba Huxley, una buena parte de la población, abducida, quiere creer en sus dirigentes y niega, desde la existencia de las torturas, hasta la inagotable corrupción, justificando sin límite en nombre de esta pervertida situación democrática.
Por todo ello, no podemos ni debemos abstraernos de las decisiones que tomen los gobernantes, pues el gesto siguiente será la genuflexión. Y ya nos hemos arrodillado bastante. La lucha por una democracia participativa es un desiderátum, una meta hacia la que algunos desean encaminarse mientras otros pretenden haberla logrado ya, para no tener que lograrla nunca.
Debemos despertar para no dormirnos definitivamente en las telarañas de quienes nos gobiernan y posibilitar un futuro diferente a nuestros descencientes, una Euskal Herria sin violencias, cuyos ciudadanos sean quienes decidan su futuro y en donde todos los proyectos políticos se puedan llevar a la práctica en igualdad de condiciones. ¿Es mucho pedir en Democracia?
* Patxi Zamora Aznar es periodista