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Racismo: ¿hasta cuándo?

Fuentes: Rebelión

Un histórico militante del Partido Comunista Italiano cuyo nombre no viene al caso, al saber que su hija andaba noviando con un muchacho de Sicilia, espetó con toda su espontaneidad: «¿¡con un africano, nena!?» El racismo no es un problema nuevo. La historia humana, para decirlo de una forma muy general, ha sido -y continúa […]

Un histórico militante del Partido Comunista Italiano cuyo nombre no viene al caso, al saber que su hija andaba noviando con un muchacho de Sicilia, espetó con toda su espontaneidad: «¿¡con un africano, nena!?»

El racismo no es un problema nuevo. La historia humana, para decirlo de una forma muy general, ha sido -y continúa siendo- una sucesión de enfrentamientos. Enfrentamientos diversos, por cierto, entre los que el conflicto étnico es uno más.

Lo distinto, lo que no es como nosotros, lo que sale de nuestro metro cuadrado, puede fascinar -por llamativo, novedoso, exótico- o aterrorizar. Ambas reacciones se entrelazan. Lo distinto puede ser un poderoso llamado a descubrir cosas nuevas, a la aventura. ¿Por qué los seres humanos investigamos lo raro, si no?; ¿Por qué un blanco se «mezcla» con una negra, por ejemplo, o salimos a cruzar el océano en un barquito precario sino por el afán de lo desconocido? Al mismo tiempo, también es posible lo exactamente contrario. Para graficarlo con algo por demás de elocuente: en idioma alemán la palabra «heimlich» significa «familiar», «lo cercano»; pero si se le antepone el sufijo negativo «un» nos da término «unheimlich», que significa «siniestro». En otros términos: lo distinto, lo que no es familiar, lo que está más allá de nuestro metro cuadrado… ¡es siniestro!

Todo esto remite a preguntas que pueden contestarse, o comenzar a contestarse, desde variadas ópticas: social, psicológica, antropológica. Pero queda claro, desde ya, que el ámbito de su esclarecimiento corresponde primariamente al campo de las ciencias sociales; no hay razón biológica que de cuenta de estos fenómenos, o que los justifique en todo caso.

La propia experiencia personal, la observación de conductas cercanas a cualquiera de nosotros, la revisión imparcial de la historia, todo ello nos muestra definitivamente que la convivencia humana no es precisamente un paraíso. Con esto, claro está, no se pretende hacer un panegírico de la violencia ni de la ley del más fuerte; pero una mirada serena a nuestro alrededor nos confronta con esta realidad. Aunque sean expresiones para debatir largamente, el solo hecho que hayan sido formuladas y acuñadas en la cultura muestra que el problema ya está entrevisto largamente y desde hace tiempo: «si quieres la paz prepárate para la guerra», «el hombre es el lobo del hombre», «a Dios rogando y con el mazo dando», etc.

La pretensión de una convivencia armónica, pacífica, de sana y tranquila coexistencia entre dispares, hasta ahora al menos, no pasa de ser aspiración. Lo cual, desde ya, es sumamente importante. Aunque la violencia y la guerra persisten en las sociedades, planteárselas como problema ya es un paso, un enorme paso adelante en relación a un mejoramiento en la calidad de vida. (Huelga decir al respecto que hay infinitamente mucho que hacer todavía).

Hoy día no se queman en la hoguera a los sospechosos o disidentes, o no se mata al mensajero que trae malas noticias; y hasta se toleran (¿aceptan?) reivindicaciones de los derechos homosexuales. En Estados Unidos, donde de ningún modo terminó el racismo (¡las cárceles están llenas, fundamentalmente, de afrodescendientes!) hay un presidente de color negro. Eso no significa que los descendientes de los esclavos negros traídos del África ahora tienen iguales cuotas de poder que los blancos, pero vale como símbolo. La historia humana, en definitiva, es una sucesión de pequeños pasos, de pequeñas mejoras en la condición de vida. Se podría decir que, con grandes dificultades, vamos abriéndonos algunas luces en el medio de la oscuridad. O por lo menos, todas las prácticas discriminatorias pueden encontrar -más que antes- un espacio donde ser confrontadas. Hay la posibilidad de hablar de los derechos universales, de propiciar leyes que los garanticen, de exigir su cumplimiento.

De todos modos, rápidamente conviene aclarar lo siguiente: no por fuerza la Humanidad ha entrado en una fase de definitiva superación de los problemas. Ya no se quema a nadie en la hoguera pero persiste la tortura, hay sistemas jurídicos socialmente establecidos pero continúan los linchamientos y la corrupción galopante, terminó el derecho de pernada o el cinturón de castidad pero no desapareció el acoso sexual. Ha habido cambios en la historia, superaciones, sin lugar a dudas; pero resta aún mucho por mejorar.

Las constituciones políticas de todos los países reconocen y defienden las diversidades étnicas; las cartas fundacionales del sistema de Naciones Unidas -instancia supranacional por excelencia- prácticamente tienen razón de ser en cuanto parten del hecho de la enorme variedad de etnias y culturas que conforman la especie humana, y la más que obvia necesidad de su aceptación y respeto. Pero más allá de toda esta intencionalidad el racismo sigue siendo un hecho. ¿Hay vacuna contra él?

El fenómeno de la discriminación no se restringe a algún país en especial, donde se podría estar tentado de endilgar el fenómeno a «atrasos culturales». Por el contrario, barre el mundo por los cuatro puntos cardinales. Sociedades llamadas «desarrolladas» dan las peores muestras de intolerancia étnica. En Alemania (uno de los pueblos más educados de Europa) hace apenas unas décadas se persiguió a los judíos por millones, en Estados Unidos el racista y xenófobo Ku Klux Klan, pese a haber un presidente afrodescendiente, sigue teniendo una considerable cuota de poder, en Italia la Liga del Norte proponía hace unos pocos años atrás la separación del sur «subdesarrollado», y los grupos neonazis están a la orden del día, sólo por dar algunos ejemplos.

En Guatemala una mujer indígena -Rigoberta Menchú- se ha hecho acreedora (no sin resistencias locales) a un Premio Nobel. Paso importante, sin dudas. Quizá a principios del siglo XX, o apenas algunas décadas atrás, esto hubiera sido inconcebible (todavía se vendían las fincas «con todo e indios incluidos»). Pero la discriminación étnica no ha desaparecido. ¿Hay forma que desaparezca? Incluso podríamos ser más cáusticos en la pregunta: ¿hay posibilidades reales que desaparezca? ¿Estamos obligados a que lo distinto pueda ser siniestro?

En la forma en que queda formulado el interrogante pareciera que no hay mayores alternativas: ¿será que el racismo está enraizado en la misma condición humana? Por principios diríamos que no, pero ¿por qué es tan frecuente y cuesta tanto eliminarlo? ¿Cómo es posible que un militante comunista reaccione así ante un siciliano? ¿Dónde queda la idea de «internacionalismo proletario» entonces? De todos modos, pensemos en que debe haber alternativas, ¿o es que realmente hay «razas superiores»? El desciframiento del genoma humano nos mostró con total evidencia que no hay ninguna diferencia entre todos los que pisamos este planeta, más allá de circunstanciales variaciones externas -color de la piel, de los ojos, forma del cabello-, explicables en función de la pura adaptación al medio ambiente (un africano tiene en su piel más melanina que un sueco por el sol tropical que debe soportar, o un nórdico tiene ojos claros por la falta de luz en el Polo). Definitivamente, ¡¡no hay razas!! Mucho menos: razas «superiores».

El racismo, ya está más que dicho y sabido, no es sino una justificación para la explotación económica del otro. Nunca es de doble vía: el blanco discrimina al negro, el conquistador «civilizado» al conquistado «primitivo», pero no se da la recíproca. Por una cuestión de explotación material, económica, se «arma», se inventa la idea de superioridad racial. Y siempre, ¡oh, casualidad!, el explotador es el civilizado que explota (civiliza) la bárbaro primitivo.

¿En dónde radica la pretendida «superioridad» de la «raza superior»? Es un puro ejercicio de poder. Trabajar como esclavo es trabajar «como negro». Creo que esa expresión lo dice todo. «Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas. ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo?», decía en el siglo XVI el español Juan Ginés de Sepúlveda refiriéndose a la población americana. Estamos en el siglo XXI, y en muchas personas esas ideas no han cambiado en lo sustancial: ¿civilizados versus bárbaros primitivos? ¿Razas superiores?

No debemos caer rápidamente en reduccionismos, por más tentador que ello sea. Sería muy fácil colegir de lo que tenemos dicho que el racismo, en cuanto una de tantas expresiones de la agresividad, en cuanto constituyente del fenómeno humano, es inmodificable. Así las cosas, no habría ya mucho por hacer. O ante cada nueva expresión discriminatoria con resignación encogerse de hombros por encontrarnos frente a un hecho supuestamente natural. Pero, modestamente, pensemos que podemos (debemos) apuntar a otras opciones.

Sin pretender entrar aquí en la búsqueda de la «esencia» humana, lo mínimo que podemos decir es que si alguna definición de ella tenemos es que el ser humano es un ser social. Somos lo que somos en relación a otro. Siempre y necesariamente estamos en relación con otros, si no, no somos seres humanos. Ahora bien, esas relaciones no siempre y necesariamente son relaciones de mutua cooperación y solidaridad; estas últimas son posibilidades, tanto como las agresivas, de envidia o discriminatorias (miremos el ejemplo de nuestro itálico camarada). Lo que sí podemos garantizar (o al menos intentarlo al máximo) es fijar normas de relacionamiento entre todos, donde nadie salga desfavorecido, o donde la meta sea no dañarnos, respetarnos.

Las religiones, todas, predican el amor entre los seres humanos. Pero pareciera (la historia lo demuestra) que esto solo no alcanza para asegurar una armónica convivencia. (Valga agregarlo: también hay guerras religiosas -quizá las más crueles-, y la conquista de América se hizo en nombre de la fe católica). Una posibilidad, quizá la única realmente seria, de plantearse un límite a la violencia, a la discriminación, es el establecimiento de normas de convivencia; en otros términos: leyes.

Nadie está obligado a amar al prójimo, pero sí está obligado a respetarlo. La población de una etnia difícilmente establece grandes amistades, o busca su pareja, con gente de otra etnia. Puede suceder, pero no es lo más habitual. Según una formulación de la psicología, se ama en el otro lo similar a mí; quizá por eso es tan difícil abrirse plenamente a alguien muy distinto. Pero aunque esto sea verdad en un nivel, nada autoriza a que se aborrezca al otro por ser diferente (otra lengua, otras costumbres, otra cosmovisión, otro color de piel). Una actitud civilizada, aunque se estrelle a diario con fuerzas jurásicas que ven en el otro distinto siempre una amenaza, debe apuntar a ese ideal de respeto.

No hay vacuna contra el racismo, ni contra las injusticias. Pero hay la posibilidad de establecer leyes que nos permitan respetarnos; y esas mismas leyes felizmente no son definitivas, son perfectibles. «La ley es lo que conviene al más fuerte», adelantaba ya en la Grecia clásica un sofista como Trasímaco de Calcedonia. No se equivocaba. Las leyes son la legitimación de un estado de cosas. La propiedad privada de los medios de producción no es natural, pero la ley la estable. ¿Quién dijo que las leyes no se pueden cambiar? Si conviene al más fuerte… ¿qué hacemos los débiles? La historia humana es la historia de esos eternos choques. «La violencia es la partera de la historia», dijo Marx.

Suprimir, eliminar al otro distinto no es el camino. Ello, en definitiva, no es sino alimentar el ciclo de violencia; y eso no tiene fin: hoy niños de la calle, después los drogadictos, después los homosexuales…. ¿Y después? ¿Seropositivos?, ¿habitantes de barrios marginales?, ¿indígenas?, ¿mujeres? ¿Y después gitanos, judíos, negros….latinos, habitantes del Tercer Mundo…..? La lista no tiene fin. Y en algún lado de la lista estamos todos. La idea de racismo, hoy día, debería darnos vergüenza. Pero sigue siendo una triste realidad. Una vez más: pensemos en el ejemplo del camarada italiano. ¿Hasta cuándo eso?

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