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Radiografía al siglo XIX: Espantosa realidad social

Fuentes: Rebelión

Luis Emilio Recabarren efectuó un lapidario diagnóstico de Chile para el Centenario, en su famoso opúsculo El Balance del siglo. Ricos y pobres a través de un siglo de vida republicana . En él señaló que «el aniversario de la independencia nacional (…) solo tienen razón de conmemorarlo los burgueses, porque ellos, sublevados en 1810 […]

Luis Emilio Recabarren efectuó un lapidario diagnóstico de Chile para el Centenario, en su famoso opúsculo El Balance del siglo. Ricos y pobres a través de un siglo de vida republicana . En él señaló que «el aniversario de la independencia nacional (…) solo tienen razón de conmemorarlo los burgueses, porque ellos, sublevados en 1810 contra la corona de España conquistaron esta patria para gozarla ellos (…) pero el pueblo, la clase trabajadora, que siempre ha vivido en la miseria, nada, pero absolutamente nada gana ni ha ganado con la independencia (…) Las clases populares viven todavía esclavas, encadenadas en el orden económico con la cadena del salario, que es su miseria; en el orden político, con la cadena del cohecho, del fraude y la intervención, que anula toda acción, toda expresión popular y en el orden social, con la cadena de su ignorancia y de sus vicios, que le anulan para ser consideradas útiles a la sociedad en que vivimos» ( Obras escogidas ; Edit. Recabarren, 1965; pp. 74, y 78-9).

Tan terrible diagnóstico se ve corroborado por los análisis e impresiones de diversos historiadores, economistas, políticos e intelectuales; tanto nacionales como extranjeros.

Así tenemos que el célebre naturalista francés Claudio Gay afirmaba que el campesino chileno era de hecho un siervo de la gleba y que «en ningún país el trabajo de los campos es más penoso, más duro, más fatigante y más mal pagado» (Hernán Ramírez Necochea. Historia del movimiento obrero en Chile. Siglo XIX ; Tall. Graf. Lautaro, 1956; p. 62). A su vez, El Mercurio (de Valparaíso) planteaba en su editorial «Los inquilinos», del 17 de febrero de 1860, que respecto de ellos «nada se ha hecho aún, todo permanece en su estado primitivo; y peor aún, porque hoy la codicia de los amos y sus exigencias oprimen cada día más a esta infortunada clase»; que su habitación era «infecta, pajiza, obscura y sucia (…) allí está el lecho del marido y de la esposa unido al de los hijos y éstos confundidos los unos y los otros sin consideración al sexo ni a la edad. Nada, casi nada se encuentra en estas tristes moradas de los inquilinos chilenos que pueda anunciarnos que nos encontramos en un país civilizado (…) solo impera la miseria, la esclavitud y los vicios que traen consigo la ignorancia y el vasallaje» (Ramírez; p. 64).

MISERIA DEL CAMPESINO

Por otro lado, el estadounidense J. M. Gillis, a mediados del siglo XIX, «se refiere a nuestros campesinos, destacando la descuidada indiferencia con que eran mirados por sus señores, la falta de horizontes en que desarrollaban sus vidas, la explotación de que eran víctimas y la situación de miseria y sordidez en que se encontraban, situación incomparablemente peor que la que tenían los esclavos en Estados Unidos» (Ramírez; p. 62).

Tanta era la miseria del campesino chileno que su par argentino en la segunda mitad del siglo XIX -ambos países exportaban cereales- ganaba un salario ocho a diez veces mayor (Arnold J. Bauer. La sociedad rural chilena. Desde la conquista española a nuestros días ; Edit. Andrés Bello, 1994; p. 22). Además, «después de 1860 los salarios en el campo cayeron cada vez más detrás del aumento del costo de los alimentos y productos básicos. Las condiciones de los inquilinos empeoraron a medida que los terratenientes requirieron de ellos trabajar más días, proveer más trabajo de su familia, o pagar a peones adicionales para cumplir con las obligaciones laborales de la familia. Los inquilinos recibieron incluso lotes más pequeños de tierra y enfrentaron restricciones en los derechos de pasto para sus animales» (Brian Loveman. Chile. The Legacy of Hispanic Capitalism ; Oxford University Press, Nueva York, 1988; pp. 147-8). Como resultado de ello «en casi medio siglo, no menos de 200.000 peones habían emigrado fuera del núcleo (valle) central de Chile. Eso equivalía al 20% de la población hábil y al 10% de la población total» (Gabriel Salazar. Labradores, peones y proletarios ; LOM, 2000; p. 259).

En la minería la situación de los trabajadores también era atroz. Así, en la década del 20 el observador británico Captain Head señalaba que los mineros «son bestias de carga que transportan casi el mismo peso que las mulas»; y respecto de sus campamentos indicaba que «la vista desde (las minas de) San Pedro Nolasco (…) es indudablemente la escena más espantosa que me ha tocado presenciar en mi vida (…) ningún otro sentimiento que el de la avaricia podría justificar el establecimiento de un cierto número de seres humanos en un lugar que para mí es materia de asombro: cómo alguna vez pudo ser descubierto». Finalmente, Head concluye que la situación de los peones mineros en Chile «constituye una de las más vergonzosas páginas de la historia moral de la Humanidad» (Salazar; pp. 206-7).

LOS MINEROS DE LOTA

Respecto de los mineros del carbón en Lota, en 1861, el académico de la Universidad de Chile, Leonidas García, señalaba que «los barreteros y carreros entran al trabajo a las cinco de la mañana en verano y a las seis en invierno; salen a las cinco y seis de la tarde. En el interior de las minas comen y almuerzan» (Ramírez; p. 102). Y en 1876, José P. Angulo describía horrorizado la vida al interior de las minas de Lota: «Allí, con el aire rarificado, con la hediondez y la amenaza de los gases que a veces se inflaman, con luces artificiales sujetas a cada sombrero o gorrilla; allí viven, trabajan, pasan sus días y sus años, desde la niñez hasta la vejez, seres que pudieran ser racionales, seres que se parecen al que esto escribe y a los que esto han de leer, hombres, en fin, que si no lo son es porque la sociedad no lo permite. ¡Gran Dios…!» (Ibid.; pp. 103-4).

A tanto llegaba la explotación del trabajo minero, que El Copiapino llamaba, en marzo de 1869, a respetar al menos el descanso dominical: «Debe abolirse la costumbre de hacer trabajar a los operarios en los días de fiesta (…) Cuando el trabajo de minas se hacía forzado allá en el siglo pasado, el propietario dejaba al indio descansar el día domingo de la fatiga de la semana» (Ibid.; p. 104). Incluso, en 1887, el ingeniero francés Eugenio Chouteau daba un informe lapidario de las minas en Coquimbo: «Socialmente estudiado este punto, creo que es un crimen de lesa humanidad enterrar en un subterráneo a un ser humano durante tantas horas consecutivas. A la bestia no se le hace trabajar más de ocho horas y esto, dándole alimento y cuidándola, pero al trabajador sólo se le da por alimento el hierro y los gases deletéreos y malsanos que se aspiran en la atmósfera de las minas. Esta es una de las causas que producen la tisis en esos abnegados hijos de las montañas» (Ibid.; p. 104). Y el famoso industrial Henry Meiggs, al alabar al trabajador chileno, vituperó la forma como era tratado habitualmente: «Todos los artesanos y peones chilenos han trabajado obedeciendo la voz del honor y del deber. Es cierto que yo los he tratado como hombres y no como perros -como ha sido aquí la costumbre- (…) Yo los he visto incluso autodirigirse, y aún así, sobrepasan al trabajador extranjero» (Salazar; p. 243). Estas penosas condiciones se extendían a las mujeres y niños que en los sectores populares se veían obligados a trabajar.

MORTALIDAD INFANTIL

Por cierto, esta extrema miseria se expresaba, además, en terribles condiciones de vivienda y de salud. Así, en 1843 un regidor (concejal) de Valparaíso informaba consternado que «repetidas veces se oye decir que aparecen en el fondo de las quebradas miembros despedazados de niños que han sido arrojados a ellas por el crimen o la miseria de sus padres, que no tienen como alimentarlos. Estas proles desgraciadas nacen para ser alimento de los perros o cerdos» (Salazar; p. 328). A su vez, en Santiago «los índices de mortalidad eran muy altos. La mortalidad infantil en particular era abismante: probablemente sólo la mitad de los niños nacidos en ese periodo (mediados de siglo) llegaban a adultos» (Simón Collier y William Sater. A History of Chile, 1808-1994 ; Cambridge University Press, Nueva York, 1996; p. 99).

El propio líder conservador Abdón Cifuentes reconocía, en 1871, que la mortalidad infantil era «espantosa» y que «Santiago es tal vez, la ciudad más mortífera del mundo, y sin tal vez, mortífera en tal grado que no admite parangón con ninguna de las grandes capitales (…) Así, en el año de 1863, la mortalidad ordinaria de Santiago fue de 11.546, es decir, que falleció la décima parte de la población total (…) en los últimos ocho años han fallecido más de ochenta mil almas, y en el espacio de doce años, ha muerto un número igual a la población total de Santiago» (Abdón Cifuentes. Discursos ; Esc. Tipogr. de la Gratitud Nacional, 1916, Tomo III; pp. 259-64).

Por otro lado, el francés Edourad Séve, en un libro sobre Chile en 1876, señalaba que «la duración media de la vida en Chile no alcanza a los veinticinco años; esto proviene de defectos constitucionales resultantes de la falta de higiene, de la alimentación, de los inadecuados medicamentos y de varias otras causas contra las cuales sería fácil actuar» (Ramírez; p. 125).

A su vez, en 1884, Augusto Orrego Luco afirmaba que «los cálculos más modestos nos revelan que el 60% de los niños mueren antes de llegar a los siete años. Esa espantosa mortalidad es el resultado de condiciones sociales y económicas (…) En medio de la miseria, la higiene es imposible, y la falta de higiene es mortal para el recién nacido» (Sergio Grez. La cuestión social en Chile. Ideas y debates precursores (1804-1902) ; Dirección de Bibliotecas Archivos y Museos, 1995; p. 324).

POBREZA EXTREMA

Asimismo, en una memoria presentada en 1887 a la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, Vicente Dagnino constataba que «las diversas comisiones encargadas de recorrer las ciudades procurando el aseo de las habitaciones, y que se han visto obligadas a penetrar en aquellos antros inmundos cuyos misterios tal vez desconocían, han levantado el grito señalando las detestables condiciones higiénicas en que viven nuestras clases obreras y proletaria; han presenciado la desnudez, el hambre y las enfermedades; han visto al hombre en peores condiciones que las bestias» (Ramírez; p. 120). Y el estadounidense Teodoro Child, en 1890, ratificaba estas observaciones: «Los pobres viven en conventillos antihigiénicos y casuchas que manifiestan un abandono aún más miserable que el del campesino ruso. Para los peones la vivienda es, realmente, una prueba en que el sobreviviente ha debido pasar por las críticas penalidades de la infancia y, gracias a esto, la mortalidad entre las clases pobres es enorme» (Leopoldo Castedo. Chile: vida y muerte de la República Parlamentaria ; Edit. Sudamericana, 1999; p. 27).

Otro efecto gravísimo de la miseria en los sectores populares fue la extrema dificultad para establecer vínculos familiares estables. En esto influyeron decisivamente las constantes migraciones a que se vieron obligados gran parte de los hombres y mujeres del pueblo. Además, la mujer popular fue sistemáticamente manipulada y desmoralizada por la clase oligárquica, particularmente en el campo: «Es interesante notar, que ya en los albores del siglo XX y muchas décadas después, aunque las clases dominantes asistían a este proceso de ‘blanqueamiento’ (discurso de modelo familiar monógamo), subterráneamente proseguían en ellas las uniones ilegítimas y la siembra de huacharaje. La institución de la empleada doméstica en la ciudad, de la china (india) que sustituiría a la madre en la crianza de los hijos y la estructura hacendal en el campo, dan cuenta de la presencia de estas relaciones. La china, la mestiza, la pobre, continuó siendo ese ‘obscuro objeto del deseo’ de los hombres; era ella quien ‘iniciaba’ a los hijos de la familia en la vida sexual; pero también era la suplantadora de la madre en su calidad de ‘nana’ (niñera) (…) En el mundo inquilino, la imagen del hacendado (…) como el fundador del orden, lo hacía poseer el derecho de procrear huachos en las hijas, hermanas y mujeres de los campesinos adscritos a su tierra. Así, numerosos vástagos huérfanos poblaron el campo con identidad confusa» (Sonia Montecino. Madres y huachos. Alegoría del mestizaje chileno ; Edit. Sudamericana, 1996; pp. 51-2).

A su vez, la total precariedad de los vínculos conyugales se expresaba en una eclosión de la niñez abandonada y de las crueles casas de huérfanos y hospicios; y de la prostitución «en significativa correspondencia con el crecimiento de los puertos vinculados al comercio exterior y con el surgimiento de campamentos mineros» (Salazar; p. 304).

No exageraba un ápice, pues, Luis Emilio Recabarren en su diagnóstico de la sociedad chilena del siglo XIX. De otra forma, decía lo mismo Teodoro Child en 1890: «Aparte de Inglaterra, no hay país donde la distinción de clases sea tan marcada como en Chile. Hay hombres blancos y el rebaño humano, los criollos y los peones: los primeros, señores y amos indiscutidos; los segundos, esclavos resignados y sumisos» (Hernán Godoy. El carácter chileno ; Edit. Universitaria, 1981; pp. 258). Y el francés André Bellesort, quien en 1897 sostenía que «la República (de Chile) se compone de una clase que lo posee todo y de otra clase más numerosa que no posee nada (…) plebe tan miserable, tan falta de esperanza, que no tiene ni bastante energía ni bastante conciencia para manifestar ninguna aspiración. Sufre pasivamente un destino que nadie entre los suyos concibe mejor» (Guillermo Feliú Cruz. 1891-1924. Chile visto a través de Agustín Ross ; Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, 2000; p. 120).

 (*) Este artículo es parte de una serie que pretende resaltar aspectos o episodios relevantes de nuestra historia que permanecen olvidados. Ellos constituyen elaboraciones extraídas del libro del autor Los mitos de la democracia chilena , publicado por Editorial Catalonia.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.