Sé de qué va la novela. Sé el final. El primer final. El segundo final. El final, necesariamente. Solo que esta vez van, vamos con mascarillas y, como en el mundo real, por encima de nosotros, deambulan las nuevas amenazas y las de siempre, ya saben, la primera de todas, la madre de todas las violencias que es la codicia. Porque, aunque cambiamos el siglo y tal vez un ciclo nada cambia, en definitiva. Y todo es lo mismo. Pero eso es algo que Heredia sabe mejor que nadie. Y nosotros queremos tanto a Heredia.
Presentación de la novela «Dejaré de pensar en el mañana», de Ramón Díaz Eterovic, por Sonia González Valdenegro, el 27 de septiembre de 2024 durante el lanzamiento de la obra en el Centro Cultural de España, en el marco del V Festival Internacional Santiago Negro.
Corría 1986. Para entonces, durante los meses precedentes, Ramón Díaz había compartido conmigo buena parte del tesoro acumulado en sus treinta años. Consistía en fotografías, banderines, un diente de tiburón, clavos de ferrocarril, como también en el relato y la memoria de hermosas, únicas experiencias entre las que se contaban el gol de Maradona contra Inglaterra o algún amanecer con amigos en Punta Arenas. La toca casetes reproducía habitualmente un disco de Favio, que cantábamos a voz en cuello, otro de Javier Solís y un concierto de Pugliese, cuando Pugliese llegó al Colón, terminada la dictadura argentina. Me contaba películas y anécdotas de su infancia como si estas últimas fueran la tercera cinta del rotativo en el cine Politeama de Punta Arenas. A partir del azar que es el lugar donde nacemos había conocido al descendiente de un espía alemán de la época de la Gran guerra, de los que permitieron el ocultamiento del Dresden en los fiordos magallánicos. Conocía los pormenores de la toma de Punta Arenas por el teniente de artillería Miguel José Cambiaso, de la rebelión obrera en Puerto Bories y Puerto Natales a principios del siglo XX y, cómo no, las circunstancias que hicieron de Punta Arenas una colonia española y no francesa por una cuestión de horas.
Un hombre de historias.
Se trata del autor que nos ocupa esta noche, Ramón Díaz cuando dando respuesta a la pregunta de Lenin, ¿qué hacer?, comenzó a escribir la saga de Heredia, ignorado entonces que casi cuarenta años después estaríamos hablando de la aventura número 20 si dejamos fuera los cuentos.
En nuestro escenario de vida allá por el año 1986 una tarde cualquiera sacó un manuscrito del fondo del escritorio. Lo había comenzado, dijo encogiéndose de hombros con un poco de vergüenza, mientras me lo tendía, la noche de una protesta nacional el año 1985, redactándolo un tanto a máquina y otro a mano. El suministro eléctrico daba brincos por las acciones de los muchachos que combatían en las poblaciones y había entonces que encender una vela, sacar una hoja y hacer como Balzac. Lo terminó, dijo, en una semana.
Era un tiempo que parecía una condena de carencias e incertidumbres. De esto es una representación ese original, un fajo de papeles corcheteados sobre los cuales había redactado una historia a la velocidad en que las ideas ocurren en la cabeza y a través del papel carbón que suplía la cinta de una máquina Smith Corona que fue alguna vez de última generación.
Pero vamos al manuscrito. Se trataba de una novela titulada La ciudad está triste (el querido crítico de la época, Mariano Aguirre, insistió durante mucho tiempo en que el título era Ciudad triste). Un detective, un solitario de esos llenos de preguntas y ninguna respuesta, alguien que difícilmente comulgaría con ruedas de carretas, pero había dado los pasos necesarios para formularse la única pregunta de interés, esto es, quién soy o qué hacer recibía la visita de una madre desesperada y tomaba sobre sus hombros la tarea de encontrar a una estudiante llamada Beatriz. La novela consistía precisamente en su búsqueda. La pesquisa de lo sucedido a esa muchacha y de los responsables. Era una investigación condimentada de un humor difícil de buenas a primeras, mucha acción y la posibilidad que otorga la literatura de llegar al final del hilo donde están los poderosos de siempre y ponerles un justiciero castañazo.
El detective se llamaba Heredia; muchas novelas después conoceríamos el nombre de pila. Bebía demasiado y, salvo algún golpe de suerte en las carreras de caballo a duras penas llegaba a fin de mes. Mantenía una relación amorosa con Andrea, una chica que bailaba en un café toples. Su lugar de trabajo, donde recibía a sus escasos clientes y también dormía, era un departamento pequeño con escritorio de metal, libros en las estanterías, polvo en los libros de las estanterías y colillas de cigarrillo. Hacia la tercera o cuarta novela se agregaría un gato llamado Simenon. Esta oficina, un elemento que desde esa primera novela sería el punto de georeferenciación de Heredia estaba situada en un edificio real en la calle Aillavillú, en el desde siempre complicado barrio Mapocho. Por las páginas de ese primer borrador se deslizaban las tinieblas de la época, un tiempo que, visto desde el presente era todo lo semejante y distinto que pueden ser los días que habita, pervierte e ilumina el ser humano. El relato transitaba por lugares donde pocas cosas buenas podían suceder y de los que, a la llegada de Heredia ya se había retirado la alegría. En circunstancias tan desfavorables es necesario reconocer que en los años 80 y permítanme la digresión, la distinción entre buenos y malos parecía tan clara que cualquiera de nosotros podía hacerla a ojos cerrados.
La leí de un tirón, créanme. Me gustó, de ese primer borrador, la agilidad y el manejo de la historia, la contención de los hechos que se articulaban en la novela manteniendo erguida su columna vertebral. Había un narrador que no usa redoble de tambores, otorgando así a los hechos el protagonismo que estos merecen en todo buen relato.
Debo confesar que también me sorprendió. Ustedes dirán, ahora, desde sus butacas del Festival de Novela Policial Santiago Negro, ah, claro, una novela policial, pues esta tiene ya un estatus, cierto nivel, se trata de una rareza con algún pedigrí. Pero hace cuarenta años, y salvo para los entendidos en el género, capaces de mencionar a Chandler, por supuesto, Fonseca, Highsmith (esta última en otro registro) o Vásquez Montalbán, la gran masa de lectores, incluyendo a los colegas escritores, apurados podían citar los nombres de Agatha Christie, Conan Doyle y Poe, los eruditos. La gente y especialmente los jóvenes de entonces escribían, escribíamos sobre el desgarro de la dictadura, el exilio, el intrañamiento en que resistíamos los rigores del régimen. Si un tema recurrente era la dictadura, se trabajaba desde la condición de víctima y, como no, de la derrota y el miedo, pues el acto inaugural de ese régimen y los años que siguieron fueron muy persuasivo. Quedaban todavía reminiscencias de existencialismo, realismo mágico y algunas latinoamericanadas que resistían el embate de la industria editorial procedente del primer mundo
Pero ¿una novela policial?
Sí. Una novela policial en la que estaban presentes los elementos propios del género, algunos aspectos locales y una cuestión sobre la que he reflexionado mucho en estos días y que a falta de un mejor concepto quiero llamar posición, con lo que quiero referir el sitio y los ropajes de los escritores, todos los escritores, incluso aquellos que no toman partido hasta mancharse a la hora de decir “había una vez”.
Terminada mi lectura, me miró esperando que yo le saliera con alguna tontería de literata. Un reparo, tal vez. Algo así como: ¿escribiste una novela policial? Pero yo no soy literata y me crió una mujer que se despachaba las novelas de Stanley Gardner tendida en la arena mientras sus hijos éramos arrastrados por las olas en la playa de Cartagena, de manera que no tenía prejuicios para una historia de detectives en la que, además, la gente no se llamaba Philip, Mendy o Linda sino Heredia, Andrea y recorrían mi propia ciudad, los barrios que yo conocía en un presente tan terrible y dolorosamente mío. Y esto nos lleva a la posición del escritor. A la hora de responderse la pregunta de para qué escribir o qué hacer Ramón escogió una calle de su aldea y comenzó.
Me gusta, le dije, con parquedad.
Desde entonces han transcurrido 20 historias contenidas en novelas, la última de las cuales presentamos en esta ocasión.
Nuestro Heredia ha envejecido, pero muy lentamente. Nos advierte que no es inmune, como algunos personajes literarios, al paso del tiempo, a los dolores. Nos muestra su cansancio. Ha avanzado la ladera de su vida más o menos con las mismas preguntas que se hacía en La ciudad está triste, de ahí que, para mi gusto es El hombre que pregunta, el título que mejor representa a este personaje del que se ha dicho con recurrencia que es un antihéroe, un quijote, un tipo que sostiene sobre sí, como Atlas soporta el peso del mundo, el de una cierta ética, tan necesaria y fuerte como el mundo.
Les voy a decir qué pienso de él. Me parece que Heredia es, por encima de todo, un ser humano amable, de esas personas en las que uno puede confiar. Como las novelas tienen un narrador de primera no disponemos de él más descripción que los gruesos trazos de un individuo malo para hablar y peor para referirse a sí mismo. Si a mí me preguntaran, diría que Heredia es un tipo eternamente de mediana edad, un tímido áspero que solo deja el cascarón si lo cree indispensable, un borracho de rincón, un sujeto que habla más bien bajito y detesta por encima de cualquier cosa las estridencias de un mundo sin el cual no quiere vivir, aunque diga lo contrario.
Lo vemos avanzar tras de una pista a pie, en metro, en un viejo automóvil que estaciona en cualquier parte para regresar a su oficina en micro con el entusiasmo ante el caso a resolver. Diría que tiene de esas dulzuras difíciles, inescrutables de buenas a primeras y la hondura de un conversador al que acomoda mejor el papel de escuchador, de confesor, de receptor.
Durante estos casi cuarenta años ha hecho recorrer las páginas de estas novelas al quiosquero Anselmo, al gato Simenon, a sus novias Griseta, Fernanda, Doris Faba, al inolvidable Dagoberto Solís y otros, al mismo tiempo que a sus poetas, sus amigos, su música y la ciudad, de la que es representativa, aunque no necesariamente Santiago, por donde Heredia “flanerea” si cabe el verbo con la paciencia y la dedicación con que los vagabundos recorren las ciudades amadas en las que se disponen a morir.
Pero, y además, en estas novelas está el registro de un país que ha hecho el enorme esfuerzo por superar el espanto y en el que los poderosos han renunciado hasta ahora al uso de las armas, pero jamás a sus malas costumbres. Y si en los ochenta era tan fácil saber dónde estaban los malos hoy por hoy, ya sabemos, en el mismo lodo, como dice Discépolo. De alguna manera escribir ese país es una manera de resistir. Ahí están los traficantes, los abusadores, los ladrones de cuello y corbata que se valen de matones y, entre todas esas investigaciones que alimentan las 20 novelas, ahí está Heredia tras de ellos.
Pero estamos aquí para hablar de Dejaré de pensar en el mañana. Una mujer busca la ayuda de Heredia en los días del Covid. Ese es el punto de partida. Lo que sigue es la descripción del mundo medio apocalíptico que vivimos cuando vivimos el peligro de la pandemia. Calles semivacías, amigos ausentes. Tengo la sensación, pero esta es una idea en construcción de que el periodo que sigue al del estallido social y convive con el intento de construir una nueva institucionalidad es una vuelta sin retorno para el país, de que algo se ha cerrado tras nosotros. Pero Heredia, aunque lo sabe, lo huele, tiene que hacer su trabajo antes de que los muertos sigan acumulándose. De hecho, la transformación de la ciudad, la pérdida de las antiguas esquinas y los boliches de antes son una representación de esa transformación.
Quiero compartir una reflexión. Me gusta imaginar que las cosas que ocurren en las novelas existen en alguna dimensión y así como yo me levanto y asomo a la ventana, Ana Karenina baja de un tren en San Petersburgo u Oliveira sale a buscar a la Maga por las calles de París. No es una idea tan descabellada porque, desde luego, cada vez que alguien lee Crimen y Castigo, Raskolnikov vuelve a matar a la vieja usurera.
Si esto es así, Heredia toma el ascensor del edificio donde vive en la calle Aillavillú, baja, saluda al conserje y se dirige, poniéndose la mascarilla al encuentro de una mujer que ha buscado su ayuda. El asunto se va a complicar. Las cosas nunca son como parecen. Nunca la soledad es tan soledad como cuando no tienes nada de qué hablar contigo mismo. Pero ese no es el problema de Heredia porque él sabe hablar consigo, lo que ocurre es que extraña y necesita a los suyos. Ellos no están y el Covid ahí afuera.
Para qué les voy a hacer un espóiler. Sé de qué va la novela. Sé el final. El primer final. El segundo final. El final, necesariamente. Solo que esta vez van, vamos con mascarillas y, como en el mundo real, por encima de nosotros, deambulan las nuevas amenazas y las de siempre, ya saben, la primera de todas, la madre de todas las violencias que es la codicia. Porque, aunque cambiamos el siglo y tal vez un ciclo nada cambia, en definitiva. Y todo es lo mismo. Pero eso es algo que Heredia sabe mejor que nadie. Y nosotros queremos tanto a Heredia.
Sonia González Valdenegro nació en Santiago de 1958. Estudió Derecho en la Universidad de Chile, titulándose en 1987. Aunque el mayor reconocimiento de su carrera lo ha tenido como autora de cuentos, género en el que ha publicado los volúmenes “Tejer historias” y “Matar al marido es la consigna”, la autora chilena confirma su “doble militancia” en el cuento y la novela. Está casada con el autor chileno Ramón Díaz Eterovic.