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Recordando a Azaña con la mirada puesta en Rajoy

Fuentes: Rebelión

  A Jean Pierre Amalric y a quienes siguen guardando nuestra memoria en tierras francesas. El 3 de noviembre de 1940, expulsado de su país por los bárbaros, moría en Montauban Manuel Azaña, un hombre bueno, un intelectual irrepetible y un político que quiso, desde la razón, convertir a España en un país educado, moderno, […]

  A Jean Pierre Amalric y a quienes siguen guardando nuestra memoria en tierras francesas.

El 3 de noviembre de 1940, expulsado de su país por los bárbaros, moría en Montauban Manuel Azaña, un hombre bueno, un intelectual irrepetible y un político que quiso, desde la razón, convertir a España en un país educado, moderno, justo y libre. Azaña nunca fue el representante del proletariado, tampoco de la burguesía tradicional, fue solamente un demócrata ilustrado con una capacidad fabulosa para entender y poner en marcha las reformas necesarias para sacar a España del secular atraso en que la mantenían las oligarquías parasitarias. ¡Casi nada!

Su labor reformadora al frente del Gobierno -tan solo estuvo dos años en el poder- fue tan decidida como abrupta: Pensaba que educando al pueblo hasta hacerlo dueño de su destino y desarmando pacíficamente a las herrumbrosas oligarquías que tenían varado al país, la derecha del nuevo régimen democrático republicano sería él y su partido, o, como mucho, Alcalá Zamora y Miguel Maura. Lo otro, pensaba, eran vestigios patéticos del antiguo régimen.

Durante los primeros días de noviembre, invitado por la Asociación «Presence Manuel Azaña» al congreso internacional que todos los años recuerda al Presidente de la II República española, he recorrido las calles de Toulouse y Montauban, y he dormido en la habitación contigua a aquella en la que murió, defendido por el Gobierno mexicano y por los refugiados españoles de quienes desde España y Alemania querían su cabeza para exhibirla como gran trofeo, el hombre que emprendió la colosal tarea de regenerar de una vez por todas la vida política de su país. He visto con mis propios ojos los ojos hermosos, vivos y alegres de quienes, sin apenas armas, se jugaron la vida por nuestra libertad; he visto, con intensa emoción, como fuera de España, al otro lado de los Pirineos, en la región de Midi-Pyrénnées, un maravilloso y nutrido grupo de exiliados, sus hijos, sus nietos, acompañados por muchos franceses de corazón casi tan grande como su entendimiento, conservan viva, año tras año, la memoria del hombre más representativo de la II República española y la memoria de todos los que lucharon, por primera vez, contra el fascismo internacional.

Allí, en Montauban, la conservación y divulgación de la memoria y la obra de Azaña, de nuestra memoria robada, ocultada, silenciada, hormigonada, merece el esfuerzo improbo de investigadores, políticos y ciudadanos de todas las clases que cuidan con toda la delicadeza del mundo el legado, la herencia vital y el ejemplo ético que España no ha querido aprender. Allí, en Montauban, dónde los españoles siguieron combatiendo en primera fila al nazismo, no hay letreros que recuerden las «glorias» miserables de ningún fascista; en cualquier parte, en una iglesia -son del Estado-, en una esquina, en un portal, aparecen cientos de placas que reviven para la eternidad los nombres de los héroes de la Resistencia, del maquis, de esos hombres que en España siguen enterrados en las cunetas y en los descampados, de esos hombres a quienes los neofranquistas siguen llamando asesinos y en Francia, pese a «le petit Sarkozy», tienen la Legión de Honor y gozan del respeto y la admiración ciudadana. Y es que, aunque hayan intentado engañarnos tanto durante tanto tiempo, los héroes de la resistencia francesa se criaron en las trincheras del antifascismo español, el maquis francés y el maquis español fueron la misma cosa. Allí héroes, aquí villanos.

Paseando por las calles rosas de de Montauban, hablando con los organizadores de los Coloquios Manuel Azaña -que no reciben ni un solo euro del Estado español y se celebran gracias a la voluntad incansable de un grupo de personas presididas por un hombre extraordinario: Jean Pierre Amalric- tuve noticias de los últimos datos de la encuesta elaborada por el CIS, a pocos metros de la tumba donde yacen los restos de Manuel Azaña, esa encuesta que, como tantas otras, otorga una holgada mayoría absoluta al Partido Popular de España y Perejil, un partido dirigido por neofranquistas, por los herederos de aquellos ignorantes infames que obligaron a Manuel Azaña y a cientos de miles de españoles a morir lejos de la tierra que les vio nacer y a la que defendieron hasta la extenuación, o a vivir en ella castrado el pensamiento, anulada la voluntad, prohibida la libertad, por el terror. Después, sin sorpresa alguna, he leído que el político más valorado de España es una señora con la misma capacidad intelectual, humana y política que, por ejemplo, Manolo el del Bombo. Es lo que ocurre cuando un país entero se permite el lujo de maldecir a sus maestros, despreciar o ignorar a sus mejores hombres, a aquellos que sirven para modelar excelsamente el espíritu de un pueblo.

Luego, ante la tumba humilde del grande hombre, acompañado por los incansables custodios de su memoria y de cientos de personas sin nombre por el olvido impuesto, al lado del Comandante Robert, emocionado, con dolor en «los cojones del alma» ante la perspectiva que se abre para mi país con el más que posible regreso al pasado, pero, también, con la esperanza perenne en un porvenir mejor, pensando que somos capaces de construir un mundo mejor, sin explotadores ni explotados, sin financieros ni otro tipo de malvados, sin señores ni criados, sin mitos, sin leyendas, sin bramidos trogloditas, he pensado en un maravilloso discurso de Azaña que me permito, son su permiso, transcribir sucintamente:

«Una de mis angustias personales más profundas -decía Azaña en 1933- durante estos dos años y medio de gobierno, angustias recrudecidas y agravadas en los momentos de mayor dificultad, venía de ponerme a considerar si todo aquello que nosotros estábamos haciendo en cumplimiento de un deber, no por acción graciosa; si todo lo que el país español estaba realizando y esperando, si toda esa etapa de gobierno, no sería, al fin y al cabo, más que uno de tantos islotes como de vez en cuando han aparecido en la política de España y después han quedado rodeados por todo el oleaje de las bajas pasiones, de las miserias nacionales y de la decadencia pública, para quedar como un recuerdo en la historia española, al cual han vuelto los ojos con tristeza los sucesores de aquellos que iniciaron una regeneración… Esto me ha angustiado profundamente, y en días negros y de desesperación casi, me he preguntado si, ante el porvenir que se nos ofrecía, ante lo que veía más cerca de mí, ante el peligro que yo sentía latente bajo mis manos, no estaríamos representando una vez más este drama de la regeneración imposible de la vida política española».

Parece que no aprendemos y que los habitantes de la Pell de Brau, quieren devolver el poder a quienes siempre lo tuvieron. No basta la historia cuando no hay interés en conocerla, no basta lo que se ve cuando se mira para otro lado, no basta la experiencia cuando se detesta la memoria, no basta la razón cuando todo se espera de la superstición. Asistimos, pues, lobotomizado el pensamiento libre por los medios, los brutos, la superstición y la costumbre, al regreso al pasado. Nadie supo de Azaña, por eso hoy es posible que un hombre como Rajoy pueda llegar a gobernar contra el pueblo pero con los votos del pueblo. Todavía estamos a tiempo de evitarlo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.