Me percato de que escribir es repetirse, cosa que por lo demás, lo hace con insistencia la realidad rutinaria que nos envuelve como a la larva el capullo. Tan solo, y por el tiempo que les corresponde, cambian las estaciones del año, y mientras tanto nos vamos yendo, en proceso manso pero implacable, a buscar […]
Me percato de que escribir es repetirse, cosa que por lo demás, lo hace con insistencia la realidad rutinaria que nos envuelve como a la larva el capullo. Tan solo, y por el tiempo que les corresponde, cambian las estaciones del año, y mientras tanto nos vamos yendo, en proceso manso pero implacable, a buscar los fondeaderos de la nada de donde vinimos y a la que forzosamente vamos.
Los sucesos se reproducen con fiel mimetismo, la misma crueldad, igual sufrimiento, sólo que los interpretes del dolor y los escenarios cambian de geogra- fía, los motivos que las provocan casi los mismos, el dinero, las disputas religiosas que ensangrentaron los mapas, los nacionalismos, todos, ese monstruo incubado en el siglo XIX, y con él patria, objeto sagrado inventado que responde a la figuración de una bandera y un fusil, al que se rinde culto.
Los acontecimientos están ya escritos de antemano, las contiendas dirimidas no con fusiles Berdán cargados por la boca de los carlistas del 72, sino con mísiles Tamahawk de tiro fijo y preciso, con exactitud matemática. Y que, según esas organizaciones que pululan como hongos y lloran como cocodrilos, su importe supone un millón de dólares, con los que poder alimentar a un pequeño país del Africa, que sigue explorada, y explotada.
De los viejos periódicos podrían sacarse fotos de los ejércitos que entonces combatían, trucarlas y a los soldados aquellos que morían sin saber por qué ni por quién mataban, ponerles uniforme de lagarto o culebra, sombrero tejano de vuelo flexible, y los viejos carros de guerra ahora tanques, y pasarían por cualquier guerra de las de hoy. Los motivos, arengas y discursos, los mismos, lo único que cambió fue que aquellas fotos y noticias tardaban meses, años, en ser recibidas, y las traía un viajero llegado del lugar del suceso, o el corresponsal de periódico las daba por el «inalámbrico», eran de «buena tinta». Ahora, cada mediodía, la televisión las da en directo, convirtiendo la guerra en espectáculo no tan fascinante como el viejo cine, cuyas sombras movedizas nos reproducía guerras inventadas en un plató.
Al caer lejos el escenario de tan cruel teatro, no se nos hace dolorosa su contemplación, no tiene la inmediatez de lo ocurrido un poco más allá, el ruido de trueno precedido de vivo fulgor de relámpago retumba en la lejanía de un horizonte que no se desvela del todo, y los combatientes no son de los nuestros. Los cadáveres, tampoco. Como dijo un chiste de entonces sobre un accidente de ferro- carril: «afortunadamente los muertos eran de tercera». Afortunadamente, ahora, los tiroteados son moros, otro Dios, otras prácticas religiosas, su religión no es «la verdadera», los tiroteadores, otros cruzados a Tierra Santa.
Entonces y sigo, me pregunto para qué escribir si ya todo está escrito, qué contar si ya todo está contado, a no ser los nombres de quienes siguen reproduciendo la misma historia, o el lugar donde ocurre. El discurso agotado. Por ejemplo tiene precedente el polvoriento alboroto levantado por la confesión noticiada hecha por Günter Grass, de haber pertenecido a las SS alemanas, fuerzas de elite de Hitler, y lo mismo ha reconocido el Santo Padre Benedicto. De inmediato regreso a los tiempos en que mandaba el general, y encuentro casos si no los mismos, sí parecidos, de gentes que pertenecieron al Frente de Juventudes, o a la Guardia de Franco, que de repente, ni arrepentidos ni avergonzados, supieron cubrirse con el barniz de «nosotros los demócratas», nuevos conversos, seguir en sus «puestos de mando», y nadie preguntó, investigó, pues hay que olvidar. Ocupan cargos en la por ellos denostada «democracia inorgánica», se convirtieron a tiempo olvidando los cantos «Isabel y Fernando», «Montañas nevadas, banderas al viento», pláticas de formación del «espíritu nacional», presididas por el pater que celebraba misa al aire libre, y les prevenía en sus seremones del «liberalismo materialista o las perniciosas ideas del extranjero». Con encendido fervor alzaban y arriaban bandera, daban los gritos de rigor, «José Antonio Primo de Rivera, presente», «Franco, Franco, Franco, Arriba España». En los fuegos de campamento, se acompañaban de guitarrones, copiaron a los boy scouts jesuíticos, vestidos como la guar- dia montada del Canadá en las excursiones, que parecían el juego infantil del escondite, el gato y el ratón, por campos y bosques, en preparación castrense para ser «mitad monjes, mitad soldados», y soñaron «por el imperio hacia Dios». Vestían imitando a los balillas italianos o a las juventudes hitlerianas, camisa azul con hombrera de botón que recogía, plegada con vergüenza o desdén, la boina colorada de los carlistas que el general impuso al uniforme falangista, correaje militar, puñalito enfundado en vaina de cuero lustrado, calzas de lana toscamente tricotada a punto bobo, botazas de explorador, y el banderín con un cisne blanco, «ave majestuosa y a la vez brava y belicosa», al que rendían homenaje, como a reliquia de santo.
A esta camada, casta, de «peludos», pertenecieron quienes luego nos iban a mandar. Qué cosas, y nadie dijo nada, nadie se lo echó en cara. Eran los mismos perros con los mismos collares. Alguno de esos perteneció a la marcha a pie que traspasó el mapa de Navarra, (hoy Comunidad), de arriba abajo, aquel verano de los años 40, comenzada en Roncesvalles, donde a golpes de maza derribaron el monumento que erigió el doctor Juaristi (Victoriano) en memoria de los últimos defensores del Reino de Navarra. Iban hacia la Rioja, y por el camino además de asustar gallinas con sus cánticos imperiales y «prietas las filas, recias, marciales», amedrentaban a las gentes, como en expedición punitiva, que encontraban a su paso. Se dijo de un viejito que los veía pasar, tocado con la boina de veterano de la segunda guerra, que fue vejado y maltratado de palabra y obra y le querían hacer a cantar el «cara al sol con la camisa nueva». De haber recogido los nombres y apellidos de los «peludos» que marchaban provocando con sus canciones y aquello de «por la patria, el pan y la justicia», impacientes con «la revolución pendiente» que nunca llegó, sería alguno de los que cambió el uniforme de ópera bufa, casaca blanca decorada con medallas, galones en la bocamanga, gorra de plato, por el traje académico; ocuparían, sin sonrojo, sillones de copete. No pasó por ellos la criba ni el rasero, ocultan ese pasado ingrato que nadie investiga, ni ellos confiesan como, con sinceridad que les honra, lo hicieron Grass, o Benedicto XVI, compañeros del mismo campo de concentración americano.
Recuerdo a los reclutadores que nos buscaron para formar la centuria que iba a escoltar el féretro con los restos mortales de José Antonio, a secas, como exigía el ritual, desde Alicante al Escorial. Sólo había que recoger el pantalón corto, la camisa azul, las calzas, y las botas. Hijos de republicanos, acosados por el miedo las recogieron. No busquen mi nombre en aquellos roldes, no lo encontrarán, pero no sé, a mis años y según lo visto, si hice bien o mal, tal como van las cosas y cómo fueron las mías