Seguramente ningún otro filósofo ha representado mejor que Jean-Paul Sartre los anhelos y esperanzas del intelectual europeo del siglo XX comprometido con la causa de la libertad. Él no fue un político profesional ni un politólogo. Tampoco fue, hablando con propiedad, un analista de la política en el sentido en que eso se entiende hoy, […]
Seguramente ningún otro filósofo ha representado mejor que Jean-Paul Sartre los anhelos y esperanzas del intelectual europeo del siglo XX comprometido con la causa de la libertad. Él no fue un político profesional ni un politólogo. Tampoco fue, hablando con propiedad, un analista de la política en el sentido en que eso se entiende hoy, aunque en los diez tomos de Situations hay mucho material interesantísimo para el análisis de las ideas políticas en el siglo XX. Más allá de sus equivocaciones en tal o cual situación, de su fracaso político o de sus excesos en tal o cual polémica particular con otros grandes de la época, su pasión por la libertad no fue una pasión inútil. Sartre fue un escritor y filósofo que pasó la mayor parte de su vida dividido entre la ética de las convicciones fuertes (a las que no quería llamar verdades) y la ética de la responsabilidad en la cosa pública, responsabilidad que no consideraba exclusiva de los políticos. Cargó con esa cruz, reflexionó sobre ella, rechazó cireneos (aunque estos, a veces, eran amigos), hizo a los demás mirarse en el espejo en que él se miraba y obligó a algunos de los políticos contemporáneos a cargar con otra cruz: la de los límites morales de la política que se atiene exclusivamente a lo que cree posible aquí y ahora con olvido de los fines.
Antes de la segunda guerra mundial el filósofo y escritor no había manifestado un interés particular por la política. Es verdad que intervino frente al antisemitismo rampante, antes y después del Holocausto, pero lo hizo más bien desde el desprecio de la política. La segunda guerra mundial le cambió en esto. Y fue en los años que siguieron, durante la primera guerra fría, cuando, tras el fracaso en la construcción de una ética, Sartre daría concreción a su moral de la ambigüedad. Lo hizo a través de un largo diálogo con el marxismo y con el movimiento comunista. Al hilo de ese diálogo fue perfilando su posición política. Mientras tanto, había perdido en el camino la motivación para escribir una ética. Con los años, lo justificaría así: «La actitud moral aparece cuando las condiciones técnicas y sociales hacen imposibles las conductas positivas. La moral es son un conjunto de trucos idealistas para ayudarnos a soportar lo que la penuria de recursos y la carencia de técnicas nos imponen».
En 1945-1946 Sartre había fundado con Merleau-Ponty la revista Les Temps Modernes. No era una revista sólo política, pero en ella iniciaría el filósofo y escritor sus batallas políticas. Al principio el «político» de la revista, por decirlo así, era Merleau-Monty. Él era quien firmaba los editoriales y algunas notas de la redacción a las que Sartre añadió su firma. La primera, y seguramente la más persistente, batalla política que dio Sartre fue en favor de los colonizados y contra los colonizadores, con motivo de la intervención francesa en Indochina. Sartre fue entonces uno de los primeros europeos en exigir la independencia inmediata, y sin contrapartidas, de los pueblos colonizados. Esto se tiene que valorar teniendo en cuenta los titubeos de la izquierda francesa y europea del momento acerca de la cuestión colonial, sobre todo cuando entraban en juego los propios intereses nacionales. Les Temps Modernes fue una revista precursora en este punto.
La segunda batalla de Sartre, ya desde 1946 pero sobre todo con el cambio de década, tuvo repercusiones incluso en la redacción de la revista. Al comenzar la guerra fría afirmaba, también de acuerdo en eso con Merleau Ponty, que, en caso de conflicto, habría que alinearse con la Unión Soviética frente a los Estados Unidos de América. Esto dejó fuera de la redacción a otro de los fundadores de Les Temps Modernes: Raymond Aron. Para Sartre se trataba de una apuesta hecha con la muerte en el alma, pues él estaba por la paz y contra la guerra, pero pensaba, sobre todo a partir de la guerra de Corea, que el principal peligro bélico procedía entonces de los Estados Unidos. Había viajado allí y, ya de vuelta en Francia, se había ido convenciendo de las limitaciones de aquella democracia demediada por el macartismo. Para Sartre lo que existía realmente en EE.UU. era un régimen pre-fascista veteado de racismo.
En 1948 hizo un intento de intervención directa en la vida política francesa: dio vida, con David Rousset, Jean Rous, Gérard Rosenthal y algunos más, a un partido nuevo, el Rassemblement Démocratique Révolutionnaire, que compartía con los marxistas la inspiración revolucionaria pero se alejaba de la orientación clasista del partido comunista y pretendía, además, recuperar las tradiciones del socialismo democrático. En ese contexto, y en polémica también con algunos de los dirigentes del RDR, Sartre se manifestó contra el Pacto Atlántico y a favor de la neutralidad de Europa. El RDR, criticado a la vez por gaullistas, socialistas y comunistas e internamente dividido, naufragó. Fue el primer fracaso político de Jean-Paul Sartre. Presentó la dimisión del RDR durante el otoño de 1949. Por entonces tirios y troyanos denunciaban alternativamente su amoralismo y su individualismo decadente pequeño-burgués. Sartre asumió el fracaso, sacó conclusiones pesimistas sobre la esperanza, calló durante algunos meses pero no se amilanó. Aquella experiencia y esta reflexión pesimista impregnarían su diálogo con el partido comunista en la década de los cincuenta.
Sartre habría querido transplantar el humanismo existencialista al cuerpo proletario del partido comunista, que consideraba inválido. Entre 1950 y 1968 lo intentó varias veces, sin éxito, en un diálogo que oscilaría entre la lealtad a su concepto de proletariado, el tormento que le producía el que su idea de la autoconciencia no coincidiera con la realidad y la náusea que le provocaba el burocratismo disfrazado de teoría.
Empezó declarando que los valores que él defendía eran los mismos que los del comunismo, pero no dejó de poner su firma al lado de la de Merleau-Ponty al denunciar, en 1950, los campos de deportación soviéticos. Al hacer esto, denunciaba al mismo tiempo las dictaduras franquista, salazarista y griega, el macartismo y el imperialismo norteamericano; se negaba a poner en el mismo plano el terror fascista y el comunista. Desde 1952 colaboró abiertamente con el partido comunista francés y se unió a los delegados comunistas en el Congreso Mundial de la Paz que se celebró en Viena. Parecía haber llegado a la conclusión de que podía aceptar la disciplina colectiva sin renunciar a la libertad. Al menos eso es lo que dice Simone de Beauvoir. Es la época de su enfrentamiento con Albert Camus. Y también de sus artículos, en Les Temps modernes, sobre Los comunistas y la paz. Sartre argumentaba aquella opción suya aduciendo escándalos contemporáneos como el asunto Henri Martin, el asesinato legal de los Rosenberg, el papel de los Estados Unidos en la guerra de Corea y el trato que la derecha estaba dando a los comunistas en Francia.
Hasta 1956 Sartre defendió desde Les temps modernes la política del PCF contra los ataques de otros intelectuales (Camus, Lefort, Hervé, el mismo Merleau-Ponty, etc.). En 1954 dio un paso más: aceptó la vicepresidencia de la Asociación Francia-URSS. De todas formas, mientras vivió Stalin, Sartre declaró su aprecio por el comunismo disidente de Tito. Muerto Stalin, viajó a la URSS, dijo haber encontrado allí al hombre nuevo y aplaudió el deshielo, o sea, la desestalinización relativa. Declaró entonces que la libertad de crítica era allí total y hasta se permitió una profecía. Dijo a la prensa que, en seis o diez años, el nivel medio de vida en la URSS sería un 30 o un 40% superior al de Francia. Veinte años después se arrepentiría de eso. Escribió (en Situations X): «Después de mi primera visita a la URSS en 1954 he mentido. He dicho cosas amables sobre la URSS que no pensaba».
En su diálogo con las direcciones de los partidos comunistas de la época, Sartre, siendo como era uno de los máximos exponentes del pensamiento francés del momento, estuvo siempre mucho más cerca del PCI que del PCF. Cuestión de talante o de carácter. Pues esta aproximación al PCI no se debe a lo que se llamaba en la época, pensando en él, «el decadentismo burgués atormentado», sino al aprecio del filósofo por la apertura de miras de Togliatti, que en su análisis de lo que había sido el estalinismo fue mucho más allá del lugar al que habían ido los demás dirigentes de los partidos comunistas. Sartre, que trató a menudo a Togliatti durante sus frecuentes estancias en Italia desde 1946, apreciaba además la actitud del PCI respecto de los intelectuales, su política cultural. A Togliatti dedicaría, en 1964, uno de sus célebres elogios fúnebres.
El diálogo atormentado de Sartre con el comunismo prosiguió en los años siguientes. Viajó a Pekín y se vio con Mao en 1955. Pero inmediatamente después, en 1956-1957, se manifestó contra la represión soviética en Budapest. Esto fue el final del trato cordial con el PCF. Hay que subrayar que, más allá de sus polémicas en el mundo político-intelectual francés, al empezar la década de los sesenta Sartre era apreciado en el mundo sobre todo por su tercermundismo, por sus tomas de posición a favor de la descolonización y de los movimientos de liberación. Y se comprende que esto haya sido así. Pues no todos sabían, en esos años, de las controversias domésticas del filósofo; fuera de Francia, en cambio, casi todos veían en él una especie de contra-embajador universal que combinaba las declaraciones a favor del marxismo y del socialismo con el apoyo a la causa de la liberación. Así en Cuba, adonde viajó en 1960 para apoyar la revolución. De esa visita ha quedado una fotografía célebre, de Korda, en la que se le ve con Guevara. En Brasil, donde estuvo durante tres meses, aquel mismo año, de la mano de Jorge Amado; o en Yugoslavia, donde fue recibido por Tito y alabó la autogestión.
Para muchos de los jóvenes (y no tan jóvenes) rebeldes y revolucionarios de aquellos años Jean-Paul Sartre fue el iniciador de un marxismo renovado, de un marxismo existencial que prestaba atención a la antropología y al papel de la subjetividad en la historia; y fue visto al mismo tiempo como uno de los exponentes principales de lo que pudo haber sido (y entonces parecía que podía llegar a ser) otra política internacional, atenta a la liberación y autodeterminación de los pueblos que se estaban librando del yugo colonial; una política internacional neutralista y de paz, independiente de los intereses de las dos grandes superpotencias del momento. Esta percepción de la actividad de Sartre que los más tenían parecía confirmada por el primer volumen de Critique de la raison dialectique (1960) y por el apoyo que él estaba prestando al Frente Nacional de Liberación en Argelia.
Efectivamente: en la Critique de la raison dialectique, y sobre todo en la parte dedicada a la cuestión de método que la precedía, Sartre había escrito varios ditirambos del marxismo que podían sorprender a los lectores de El ser y la nada e incluso a los lectores de El existencialismo es un humanismo. Decía allí, varias veces, que el marxismo era el horizonte insuperable del saber o de la filosofía la época y que el existencialismo, como ideología, tendría que acabar diluyéndose en un marxismo renovado. Pero también, y para que esa fusión se produjera, rechazaba de la forma más explícita varias de las tesis del marxismo que la mayoría de los marxistas de entonces (y sobre todo de los marxistas franceses) consideraban intocables: el determinismo económico, la dialéctica de la naturaleza, la falta de atención a las totalidades y a las situaciones concretas.
Casi al mismo tiempo en que leían esto, y en que tendían a verlo como el esbozo de otro marxismo, el rebelde o el revolucionario de entonces escuchaban la noticia de la batalla de Sartre a favor del FLN argelino, del Manifiesto de los 121, de su llamada a favor de la insumisión en nombre de la descolonización, del derecho a la resistencia y del derecho a la autodeterminación de los pueblos: » Déclaration sur le droit à l’insoumission dans la guerre d’Algérie». O conocían, en septiembre de 1961, su apoyo inequívoco y generoso a Frantz Fanon. Al prologar Los condenados de la tierra, de Fanon, Sartre denunciaba la recurrente práctica a la tortura, la humillación de los colonizados, la «bestialidad» de los colonizadores que rebajaban a «subhombres» a los colonizados. El filósofo hablaba ahí alto y en un lenguaje claro e inequívoco para soltar ese tipo de verdades que el pueblo compara con los puños, verdades de las que duelen a los poderosos y remueven la conciencia de los tibios. Por eso el rebelde o el revolucionario de comienzos de la década de los sesenta pudo escuchar también, en las calles de París, frases que sólo excepcionalmente la reacción dedica a los filósofos comprometidos: «Fusilad a Sartre», «Encarcelad a Sartre».
Cierto: Sartre vinculaba entonces la autodeterminación de los pueblos que habían estado sometidos al yugo colonial con el movimiento hacia el socialismo. «Socialismo» era entonces una palabra en boca de muchos. Así que también en esto hay que precisar. El socialismo era, para él, ante todo, el movimiento de los hombres hacia su liberación, afirmación individual y colectiva de la libertad del hombre frente a un mundo de explotación y alineación. A pesar de sus elogios anteriores a la Unión Soviética y a Yugoslavia, en la década de los sesenta Sartre no creía que, hablando con propiedad, el socialismo existiera en parte alguna. Más bien creía que, en ese camino, había países más adelantados que otros, en la medida en que habían socializado sus medios de producción. Según Sartre, el socialismo sólo puede existir en condiciones de abundancia. Pensaba que igualdad y libertad son, en el fondo, la misma cosa. Pero no creía, en cambio, que el socialismo fuera a ser el fin de la historia de la humanidad, ni un Edén, ni que hubiera de conllevar la felicidad para el hombre. Veía el socialismo como un proceso indefinido, como la condición de posibilidad para que el ser humano pudiera llegar a plantearse, sin disfraces ideológicos, no sólo los verdaderos problemas económicos y sociales sino también los auténticos problemas filosóficos y metafísicos.
Todo eso, pero también la pasión polémica con que lo exponía, y el individualismo irreductible de su estar ahí, entre los abajo firmantes de manifiestos a favor de tantas y tantas causas distintas, hicieron imposible, a pesar de los cuatro años de colaboración, su entrada en el PCF. Sartre quedó a la puerta, llamando, invitando a un diálogo para el que nunca halló el tono apropiado ni los interlocutores propicios, al menos en Francia. Mientras en Francia se peleaba con Kanapa, con Garaudy o (más aducadamente) con Althusser, los comunistas italianos del Instituto Gramsci de Roma le invitaban a hablar en un congreso sobre moral y sociedad. Tal vez porque algunas de las cosas que Sartre había escrito en el primer volumen de la Critique de la raison dialectique estaban más cerca de Gramsci (por su visión de la historia y por su reivindicación del papel de la subjetividad en ella) que de las orientaciones entonces dominantes en el PCF.
Pero tampoco se dejó querer por la otra parte, ni siquiera después de que la declaración solemne de De Gaulle -«No se encarcela Voltaire!»- le elevara a las alturas del Parnaso. En 1965 rechazó el premio Nobel de literatura para afirmar así la absoluta independencia de su compromiso. Por entonces, en una conversación que mantuvo con Jorge Semprún, en Cuadernos del Ruedo Ibérico, se explayó acerca de las razones que él llamaba subjetivas y objetivas de este rechazo. Manifestó, por una parte, que el premio Nobel de literatura era una especie de ministerio de la cultura occidental, ignorante o despreciador de las otras culturas; y, por otra, que con aquella concesión, en las circunstancias de entonces y aún salvando la buena intención de quienes le propusieron, se pretendía instrumentalizar políticamente su compromiso. En la conversación con Semprún todavía añadía que si el premio le hubiera sido concedido en los días de la lucha por la independencia de Argelia, cuando la derecha política exigía su cabeza o pretendía mandarle a la cárcel, lo habría aceptado.
Sartre fue luego uno de los principales promotores del Tribunal Russell contra los crímenes de guerra en Vietnam. Coincidió ahí con otro de los grandes librepensadores europeos. Quiso, además, hacer de mediador en el conflicto palestino-israelí y viajó a El Cairo, Gaza y Tel-Aviv en 1967. Él, que había escrito sobre la cuestión judía y que había criticado con acritud la persistencia del antisemitismo, tuvo que hacer frente a preguntas delicadas durante el viaje. Probablemente, al contestar a esas preguntas delicadas sobre el conflicto palestino-israelí, es la única vez en que Jean-Paul Sartre se ha mostrado diplomático. En cambio, en la denuncia de los crímenes de guerra norteamericanos en Vietnam fue muy taxativo. Con el Tribunal Russell contribuyó decisivamente a que la opinión pública mundial conociera lo que de verdad estaba pasando en Vietnam. Para muchos eso ha sido el principal antecedente de lo que querrían que fuera un tribunal penal internacional contra los crímenes de guerra.
Aunque en 1968 Sartre estaba casi enteramente dedicado al estudio de Flaubert y aunque los acontecimientos de mayo le cogieron por sorpresa, como a tantos otros intelectuales, colaboró con los estudiantes rebeldes y salió a la calle con ellos durante las manifestaciones de aquellas semanas. A pesar de eso y de los dardos envenenados que seguía lanzándole la derecha política francesa, el cambio generacional y de talante era ya evidente y Sartre, con sesenta y tres años, y considerado por muchos como una institución más, fue criticado por la mayoría de las tendencias que componían entonces el movimiento estudiantil, desde los situacionistas hasta los maoístas pasando por los enragées. Luego diría: «No entendí lo que estaba pasando en mayo. Sólo empecé a entender después, cuando establecí relaciones estrechas con algunos de los estudiantes». Con la misma pasión denunció la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia aquel mismo verano.
Se puede decir que 1968 significó para Sartre la ruptura definitiva con el partido comunista francés. Después de la derrota, se alineó con la extrema izquierda maoísta, en un momento en que ésta estaba siendo criminalizada. Para apoyar a los perseguidos, entre ellos Geismar, uno de los dirigentes estudiantiles del 68, asumió la dirección de La Cause du peuple, periódico maoísta vinculado a la Gauche proletarienne. En 1970, aparcó su trabajo sobre Flaubert para apoyar La cause. En aquellos meses se pudo ver al viejo filósofo voceando el periódico maoísta por las calles de París. En cierto modo ahí hace su aparición otro Sartre, un Sartre que se empeña en comprender a los más jóvenes y que empieza a alejarse de los viejos amigos. Comentando esa situación escribió: «La dirección de La Cause du peuple me ha radicalizado. Ahora me considero disponible para todas las tareas políticamente justas que se me pidan. No he aceptado la dirección de La Cause du peuple como un liberal que quiere curarse en salud defendiendo la libertad de prensa, sino como un acto que me compromete con personas a las que quiero mucho aunque no comparta todas sus ideas».
Ciertamente en esos años Sartre no se consideraba maoísta ni aprobaba todas las actuaciones de la Gauche proletarienne, a pesar de lo cual se ofreció como escudo: declaró solemnemente que se solidarizaba con todos los artículos publicados en La Cause du peuple. No es una anécdota en la vida del hombre. A esta causa, y mientras publicaba los primeros volúmenes de L´idiot de la famille (1971-1972), dedicó dos años y pico. Quienes le conocían de cerca, extrañados, tendían a pensar que el filósofo y escritor había reencontrado la panda de la adolescencia. Sartre no tuvo hijos: solo una hija de adopción. En esos años luchó contra el juicio a Geismar, alentó a los obreros de Renault-Billancourt, se manifestó contra la situación existente en las cárceles, apoyó huelgas salvajes y contribuyó a crear la agencia de prensa Liberation, que pronto daría origen al periódico del mismo nombre.
En una de las últimas imágenes que han quedado de sus intervenciones públicas se ve a Sartre envejecido, plantado, protestando, dando testimonio, a unos metros de los muros de la prisión de Stammheim, cerca de Stuttgart, donde entonces estaba encarcelado Andreas Baader, miembro de la Fracción del Ejercito Rojo, acusado de terrorismo. Era el 4 de diciembre de 1974. El filósofo, ciego ya, fue allí para protestar contra la forma que estaba tomando la represión estatal en Alemania y contra el silencio de los más. En la cárcel de Stammheim, Sartre tuvo una entrevista de casi media hora con Baader, al parecer durísima. En el transcurso de la misma, Baader le reprochó el que hubiera criticado públicamente los métodos violentos de la Fracción del Ejercito Rojo. Pero Sartre aún hizo gestiones con Böll para un llamamiento contra el trato a los detenidos en las cárceles. Para algunos aquella foto de Stammheim es la imagen patética de un mundo que se acaba. Para otros, como Manuel Sacristán aquí, el ejemplo definitivo de la nobleza moral de Jean-Paul Sartre, ya en su vejez y en su soledad.
Muy disminuido ya, ciego y envejecido, Jean-Paul Sartre todavía siguió trabajando y dando testimonio en los últimos cuatro años de su vida, casi siempre acompañado por el que fue su último secretario, Pierre Victor, pseudónimo de Benny Lévi, al que había conocido, a través de Geismar, en La Cause du peuple. En 1974 viajó a Atenas para apoyar con su voz y su persona a la democracia que estaba saliendo de la dictadura militar; y en abril de 1975 fue a Portugal, para saludar la revolución de los claveles. Aún tuvo tiempo para protestar, en 1979, por el caso Sajarov en la Unión Soviética y para estar, ese mismo año, en una tentativa de diálogo, en París, entre intelectuales palestinos e israelíes. Ya no era la leyenda que fue: en sus memorias, Edward Said ha dejado un testimonio sombrío y decepcionado sobre la participación de Sartre en aquella reunión de marzo de 1979, en casa de Michel Foucault.
Sartre se despidió del mundo dejando un testamento intelectual cuya autoría hizo correr ríos de tinta: por el momento en que apareció (mientras el filósofo se moría), por el disgusto que el texto le produjo a Simone de Beauvoir y por las varias tentativas de la redacción de Les temps modernes para que no se publicase. Annie Cohen-Solal ha mostrado, en su excelente biografía de Sartre, que éste intervino personalmente para que la conversación con Lévy viera la luz, sabiendo el disgusto de Simone de Beauvoir y conociendo la oposición de la redacción de su revista. Se trata, en suma, de una larga conversación con Benny Lévi que apareció en tres números seguidos de Le Nouvel Observateur, en marzo de 1980 (Sartre murió en abril) con el título de L´espoir maintenant.
En esta conversación Sartre revista a lo que fue su vida como filósofo y como hombre. Para entonces, en 1980, el mundo había cambiado tanto, de la mano de Thatcher y de Reagan, que entre los intelectuales el compromiso a favor de la liberación de los de abajo había empezado a ser sustituido por la defensa integral de la libertad de mercado. En esas circunstancias vuelve Sartre a los lugares del fracaso para dejar un mensaje final de esperanza: esperanza de los desesperanzados. Parece escuchase ahí el eco de Hölderlin, de Bloch y de Benjamin, tal propiciado por el judaísmo de Benny Levi. Desde aquel final, Sartre reconstruye y reinterpreta lo que fue sido su vida. El filósofo de la angustia, de la náusea y del absurdo acaba diciendo, paradójicamente, que desde 1945 él siempre había tenido esperanza: «Jamás he estado desesperado; nunca he visto la desesperación como una cualidad que tuviera que ver conmigo». Sartre vuelve ahí a la paradoja: «La desesperación no es lo contrario de la esperanza». Peter Weis, que había llevado al teatro a Hölderlin, donde agudamente le hizo dialogar con el joven Marx, aplaudió el oxímoron.
Y seguramente tenía razón: lo que Sartre dice en 1980 no se deduce de su filosofía, pero se sigue de su práctica, de lo que fue su manera de estar en el mundo. Hay un personaje al que Shakespeare hace decir en escena: «Empiezo ahora una larga lucha contra mí mismo». En cierto modo Jean-Paul Sartre es la representación viviente de ese personaje (y de otros que él mismo creó literariamente). Lo confirma lo que había escrito ya en Les Mots: «He llegado a pensar sistemáticamente contra mí mismo hasta el punto de medir la evidencia de una idea por el displacer que me causaba». De gentes así, tan de otra época pero tan de la nuestra, se puede decir, incluso ahora: por sus contradicciones los reconoceréis.
Primera parte del artículo:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=15936
NOTA BIBLIOGRÁFICA
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