Aquella mañana llegué algo tarde a Río Frío y don Sabino ya estaba allí, en la mesa habitual donde nos sentábamos los sábados y con vistas a la plaza de Colón. Tenía un café delante, un vaso de agua, y ojeaba los periódicos del día. Nada más saludarnos me senté y casi sin mediar más […]
Aquella mañana llegué algo tarde a Río Frío y don Sabino ya estaba allí, en la mesa habitual donde nos sentábamos los sábados y con vistas a la plaza de Colón. Tenía un café delante, un vaso de agua, y ojeaba los periódicos del día. Nada más saludarnos me senté y casi sin mediar más palabras sacó unos folios doblados del bolsillo interior de su chaqueta y me dijo:
Ten, este es uno de los ‘Recuerdos’ que estoy escribiendo. Lo escribí anoche casi de un tirón. Quiero que lo leas aquí y ahora y me des tu opinión.
Yo cogí aquellos folios y me puse a leer con verdadero interés. Reproduzco aquí las notas que allí mismo tomé a vuelapluma y cuando él me lo autorizó, pues no quiso dejármelos ni para sacar fotocopias. Los folios estaban escritos de su puño y letra. Y recordaré siempre su bella letra.
«Aquella tarde, la tarde del 23 de febrero de 1981, yo estaba en mi despacho revisando papeles, como casi todas las tardes, cuando de pronto irrumpió sin ni siquiera llamar a la puerta Fernando Gutiérrez y casi gritando me dijo:
— ¡Sabino, rápido, conecta la radio!
Inmediatamente conecté la radio y ambos escuchamos con asombro lo que todos los españoles: los gritos de Tejero y los tiros… y sentí como un latigazo en todo mi cuerpo. Debí ponerme blanco en segundos y sin pensarlo di un salto y me fui directo al despacho del Rey.
Cuando entré tampoco yo llamé a la puerta, vi que el Rey y la Reina ya estaban pegados a la radio y escuchando atentamente. Eso sí, tranquilos.
— ¡Señor!, ¿qué está pasando en el Congreso?
— Sabino, por favor, no te alteres. ¡Estás pálido!
— ¡Señor, si ha habido tiros!
— Lo sé, yo también lo he oído.
— Majestad, esto es muy grave. ¡Puede haber muertos!
— Tranquilo, hombre, tranquilo. No hay que perder la calma en situaciones difíciles. Ponte en contacto rápido con Seguridad y entérate de lo que está pasando.
— Señor, por si acaso voy a dar instrucciones para reforzar la seguridad del Palacio.
— Sí, me parece bien. ¡Hazlo!
La Reina no había dicho nada, aunque su cara era un poema. Pero, cuando fui a salir sonó el teléfono y el Rey, mientras lo cogía, me pidió que esperase. Entonces Su Majestad, ya al teléfono, dijo muy alterado:
— ¡Alfonso!, ¿qué pasa? ¿Qué han sido esos tiros?
— …
Naturalmente yo no escuché bien las palabras del otro lado del teléfono ni me enteraría salvo por las respuestas del Rey.
— ¡Qué coño es eso de intimidación! ¡Eso no estaba previsto! ¡Quiero saber urgentemente lo que está pasando ahora mismo allí.
— …
— Sí, entérate de todo y te vienes urgente a la Zarzuela.
— …
En ese momento y con señas le hice saber al Rey que pospusiese su respuesta. Entonces Su Majestad dijo:
— Alfonso, déjame unos minutos y me llamas después.
Y colgó el teléfono.
— ¿Qué pasa, Sabino?
— Señor, no sé lo que pasa, pero pienso que el general Armada debe quedarse en su puesto.
— ¿Por qué?
— Señor, en plena batalla un jefe no puede abandonar su puesto. Sería un disparate.
— Pero es que necesito saber lo que ha pasado. Los tiros no estaban previstos.
— Señor, no lo entiendo.
— Sí, Sabino, perdona (y el Rey volvió a su control habitual). Después te lo explicaré. Bueno, tal vez tengas razón. Le diré ahora que se quede en su puesto.
— Tiene razón Sabino –dijo la Reina.
Y entonces, no habían transcurrido ni tres minutos, volvió a sonar el teléfono y otra vez era el general Armada.
— Mira, Alfonso, hemos decidido que sigas ahí y no te muevas hasta nueva orden.
— …
— Sí, ya lo sé, Alfonso, ya sé que la situación es difícil y complicada. Pero, insisto, quédate ahí, más tarde volveremos a hablar.
— Señor, me voy a mi despacho –dije entonces, asombrado como estaba. Voy a recabar información y a dar instrucciones a Seguridad.
— Vale, está bien.
Y me volví a mi despacho, donde esperaba angustiado Fernando Gutiérrez.
— Fernando, tienes que llamar urgentemente a la televisión, a las radios y a los periódicos, para enterarte qué está pasando y qué noticias tienen ellos. Venga, rápido.
Al quedarme sólo me di cuenta que mi cabeza era un volcán y cien preguntas me surgieron como centellas. ¿Qué significaba lo de «no estaba previsto»? ¿Por qué el Rey aparentaba estar tranquilo conmigo y no con Armada? ¿Qué era aquello? ¿Era la acción individual del loco Tejero? ¿Era un golpe de Estado? ¿Era la cabeza de puente de otra cosa mucho más seria?… ¡Y las dudas inundaron mi cabeza! ¡Dios, la situación apenas si me dejaba pensar!. Así que cogí el teléfono y llamé al teléfono especial que tenía del Congreso para hablar con la persona de la Casa que habíamos destacado aquella tarde para tener información directa. Pregunté, al descolgarlo alguien al otro lado, por el hombre de confianza que tenía allí destacado porque no estaba. Pero la persona que lo cogió me adelantó, muy nerviosa, lo que había pasado y lo que estaba pasando, y una cosa me produjo tal impacto que casi me tumba. Que Tejero había dicho que aquello lo hacía ¡¡en nombre del Rey!! Eso me nubló hasta la vista y hasta mi corazón empezó a latir peligrosamente. ¿En nombre del Rey? ¿Qué está pasando aquí? Entonces llamé también a mi amigo Lacacci, el capitán general de Madrid, y comprobé que estaba tan desorientado y desconcertado como yo. El hombre estaba intentando saber con exactitud lo que estaba pasando en la Brunete. Quedamos en hablarnos después y estar en permanente contacto, porque era fundamental saber lo que iba a hacer la Acorazada.
Y otra vez me fui a ver al Rey. Entré en el despacho y Su Majestad estaba hablando por teléfono y a su interlocutor, que no era otro que el general Armada, le decía:
— Alfonso, si es verdad que ese loco ha entrado en el Congreso en nombre del Rey hay que desmentirlo urgentemente y quiero saber con urgencia –y el Rey casi gritó– por qué ha dicho Tejero semejante cosa.
— Y sin más colgó el teléfono. Yo me acerqué y sin sentarme, de pie (allí sentada seguía la Reina).
— Señor, veo que ya lo sabe. Eso es muy grave.
— Sí, Sabino, la cosa es grave. Creo que debemos autorizar a Armada a que venga a la Zarzuela y nos explique detalladamente lo que está pasando, porque creo que aquí están pasando cosas que no estaban previstas.
— ¿Cosas que no estaban previstas? ¿A qué se refiere Su Majestad?
— Bueno, es un decir (pero, por primera vez noté cierto nerviosismo en el Rey, como si quisiera ocultarme algo)
— Pues, Señor, sigo pensando que el general Armada debe quedarse en su puesto. Señor, creo que es urgente que Su Majestad hable directamente con los capitanes generales para saber qué opinan ellos y que está pasando en sus respectivas regiones. También pienso que es urgente que Su Majestad desmienta públicamente lo que está diciendo Tejero en el Congreso. Creo que debería dirigirse a los españoles por Televisión Española.
— Muy bien, haz tú las gestiones con televisión y en cuanto termines te vienes aquí y hablamos con los capitanes generales.
Así que volví a mi despacho, donde estaba supernervioso Fernando Gutiérrez, quien sin perder tiempo me dijo:
— Sabino, los militares han tomado Televisión Española y Radio Nacional.
— ¿Cómo? ¿Qué me dices?
— Me lo acaba de confirmar el propio director general.
En ese momento sonó el teléfono. Era el general Juste que pedía hablar conmigo. Rápidamente me puse al habla.
— Juste, ¿qué pasa?
— Sabino (el general Juste y yo éramos muy amigos desde mi estancia en el Ministerio del Ejército), ¿está el general Armada en la Zarzuela?
— No, ¿por qué me lo preguntas?
— Porque me han dicho que a estas horas el general Armada tenía que estar en la Zarzuela.
— Y eso ¿por qué? ¿Quién te ha informado de ello?
— El comandante Pardo Zancada, que al parecer lo sabe de boca del general Milans.
— Pues, Juste, Armada no está en la Zarzuela, ni está ni se le espera.
— Gracias, Sabino, eso cambia las cosas. Gracias otra vez. Te llamaré después.
— Oye, oye, ¿por qué cambian las cosas? ¿qué cosas?
— Sabino, por favor, después te llamo.
Colgué el teléfono y mi cabeza era un hervidero. Por primera vez intuí algo sobre el general Armada, acaso por su insistencia en acudir a la Zarzuela. Mi instinto ya me puso en guardia. También que la noticia de Armada hubiese llegado a través de Milans del Bosch.
Y así, ya con «todas las moscas detrás de la oreja», me dirigí de nuevo al despacho de Su Majestad y cuando entré me llevé la sorpresa de la noche, qué digo, la sorpresa de mi vida. Porque allí se estaba brindando. Y eso me nubló la mente y me enfureció. Así que, y ya sin protocolos, me dirigí a Su Majestad y sin pensarlo le dije mirándole de frente:
— ¡Señor!… ¿Está usted loco? Estamos al borde del precipicio y usted brindando con champán –y casi grité– ¡Señor!, ¿no se da cuenta de que la Monarquía está en peligro? ¿No se da cuenta que puede ser el final de su reinado? ¡¡¡Recuerde lo que le pasó a su abuelo!!!
Entonces la cara del Rey cambió de color y vi como sus manos le empezaron a temblar y en voz casi inaudible mandó salir a los allí presentes, que de inmediato abandonaron el despacho. Todos, menos la Reina, que tenía cara de póquer.
Una vez solos Su Majestad se vino hacia mí, y tembloroso y casi llorando, me tomó de las manos y en tono suplicante me dijo:
— ¡Sabino, por favor sálvame! ¡Sálvame, salva a la Monarquía, ahora mismo no sé lo que hago ni qué decir!
— Majestad, vamos a tranquilizarnos todos. No es el momento de pesares. Usted mismo me decía antes que no había que perder la calma en los momentos difíciles. Lo que hay que hacer es tratar de controlar la situación y para ello es fundamental hablar con los capitanes generales. Le advierto que la Brunete ha tomado ya Televisión Española y Radio Nacional.
— ¡Lo sabía, lo sabía! ¡Yo lo sabía!
— ¿Qué sabía, Señor?
— Lo que iba a pasar.
En ese momento la Reina se levantó y sin decir nada salió del despacho. Y yo me derrumbé. Me temblaban las piernas.
Entonces el Rey se sentó en su mesa y apoyó su cabeza entre las manos. Yo me senté enfrente y esperé unos segundos antes de hablar.
— Señor, no sé lo que Su Majestad sabía, pero fuere lo que fuere, ahora lo que hay que hacer es parar esta locura. Si triunfa «eso» la Monarquía caerá como cayó la de su abuelo.
— Sí, sí, tienes razón. Por favor, habla tú con los capitanes generales y haz lo que puedas.
— No, Señor, con los capitanes generales tiene que hablar el jefe supremo de las Fuerzas Armadas, y ese honor le corresponde a Su Majestad.
— Sí, tienes razón… pero, no te vayas de aquí. Y allí permanecí mientras el Rey hablaba por este orden, con Jaime Milans del Bosch (III Región Militar), Guillermo Quintana Lacacci (I Región), Pedro Merry Gordon (II Región), Antonio Pascual Galmes (IV Región), Antonio Elícegui Prieto (V Región), Luis Polanco Mejorada (VI Región), Angel Capano López (VII Región), Manuel Fernández Posse (VIII Región), Antonio Delgado Álvarez (IX Región), Manuel de la Torre Pascual (Baleares), Jesús González de Yerro (Canarias) e Ignacio Alfaro Arregui, en ese momento presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor (Jujem) y Luis Arévalo Pelluz, almirante jefe del Estado Mayor de la Armada.
De lo que habló el Rey con los altos mandos del Ejército hablaré en la siguiente entrega».
— ¡¡Esto es una bomba, Sabino!!
— Ya lo sé.
— Esto lo cambia todo.
— Ya lo sé.
— Esto cambia la Historia.
— Ya lo sé… pero es la Verdad.
— ¿Sabes lo que puede suceder si esto se publica?
— No se publicará, al menos mientras yo viva.
— ¿Serán tus ‘Memorias’?
— No, ya sabes que yo no soy partidario de ‘Memorias’. Unas ‘Memorias’ son una cosa muy seria y muy detallada. Yo prefiero llamar a esto que escribo ‘Recuerdos’. Un ‘Recuerdo’ sólo te obliga a escribir lo que recuerdas.
— Pero, entiendo que esto es solo el comienzo de lo que pasó aquella tarde-noche.
— Así es, el sábado que viene te mostraré lo que escriba estos días, si tengo ganas, porque tengo mis dudas… A veces pienso que la Historia que se ha escrito de «aquello» ya es inamovible. Además, me estoy viendo como el Prometeo encadenado.
— ¿Y eso?
— Sí, me veo encadenado a mis propias palabras y a todo lo que he venido diciendo desde 1981. Yo ayudé a crear la versión que ha pasado a la Historia y desdecirme ahora seguro que me lo echarían en cara todos. Porque bien pueden pensar que si entonces mentía, ahora también lo puedo estar haciendo. Muchos me achacarían que hablo ahora con resentimiento, por la ‘patada en el culo’ que me dio Su Majestad el año pasado.
— No, Sabino, tu prestigio de hombre serio está fuera de toda duda y seguro que te creerán a pies juntillas. Muchos acontecimientos de la Historia han sufrido vaivenes y cambios importantes con el paso del tiempo. Lo que sí me preocupa es la postura que pueda adoptar el Monarca si tu versión de ahora se hiciera pública.
— Pues, te lo puedes imaginar.
— Es que podría ser hasta la caída de la Monarquía.
— No lo creo. Aunque muchos no lo crean España no tiene ahora mismo otra salida que la Monarquía. En eso tal vez Franco tenía razón y ¡todo estaba atado y bien atado!
— Sí, pero la imagen del Rey «salvador de la Democracia» se habrá terminado.
— Bueno, eso es verdad, pero entre la Historia, la Monarquía, el Rey o la Verdad, yo prefiero quedarme con la Verdad. Es mi conciencia. Voy a cumplir 77 años y ya estoy, como decía Baroja, en la última curva del camino. Además se lo debo a mi teniente Rubio, ya conoces la historia.
— Y ahí dejamos ese día la conversación. Fue entonces cuando me dijo que tomase las notas que quisiera, a sabiendas, como ya le había demostrado en muchas ocasiones que yo era una tumba.
Iñaki Anasagasti es Senador del PNV por Vizcaya. Su blog personal es: http://ianasagasti.blogs.com/mi_blog/
Fuente: http://www.elperiodico.com/es/noticias/opinion/recuerdos-23-f-sabino-fernandez-campo-2324669