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Lideresas perseguidas por el ejército y grupos paramilitares relatan su experiencia desde España

Refugiadas colombianas, memoria del horror y la resistencia

Fuentes: Rebelión

Leonora Castaño, de 59 años, vive en Alicante desde diciembre de 2003 y cuenta con el Estatuto de Refugiada colombiana en España. Hasta su salida de Colombia fue, durante dos décadas, una de las presidentas y lideresas de la Asociación de Mujeres Indígenas, Negras y Campesinas (ANMUCIC). Cuenta que a partir de 1996 se produjo […]

Leonora Castaño, de 59 años, vive en Alicante desde diciembre de 2003 y cuenta con el Estatuto de Refugiada colombiana en España. Hasta su salida de Colombia fue, durante dos décadas, una de las presidentas y lideresas de la Asociación de Mujeres Indígenas, Negras y Campesinas (ANMUCIC). Cuenta que a partir de 1996 se produjo un incremento del paramilitarismo en el país, «y nos convertimos en objetivo». Esto se tradujo en mujeres asesinadas, desplazadas, sometidas a esclavitud sexual, jóvenes y adolescentes conducidas los fines de semana a campamentos paramilitares…. En 2000 crearon el Departamento de Protección y Derechos Humanos de ANMUCIC, con el apoyo de la Comisión Colaboradora de Juristas. Realizaron un trabajo muy visible de denuncia. Un año después Leonora vivía en una sede de la organización de mujeres en La Soledad, un barrio céntrico de Bogotá. «Sufrí amenazas y seguimientos por parte de paramilitares, también vi a compañeras cuyos familiares fueron asesinados».

En otra sede de la asociación, acogían a hijos de desaparecidas. Leonora Castaño, que ya contaba con protección de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, se decidió a abandonar Colombia cuando resultaron amenazados su pareja e hijos, de 5 y 8 años. «Muertes a padres o a hijos», fue el pasquín que recibió firmado por las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). La activista forma parte hoy de la «Mesa de Apoyo a la Defensa de los Derechos Humanos de las Mujeres y la Paz en Colombia», plataforma constituida en 2007 y que agrupa a 24 organizaciones de mujeres y derechos humanos, tanto de España como de Colombia. La Mesa y la ONG Atelier han producido el documental «Voces de refugiadas. Relatos y propuestas por la paz en Colombia», dirigido por el periodista Sergi Tarín, y presentado en el Centre Octubre de Valencia. Leonora ha participado en la presentación y aporta uno de los testimonios que figuran en el documental.

Hoy Alba Teresa Higuera Buitrago participa en el Grupo de Acción y Desarrollo Solidario (GADES), con sedes en Albacete y Alicante y es coordinadora de la Colectiva de Mujeres Refugiadas, Exiliadas y Migradas en España, pero en 1998 trabajaba en Colombia con desplazados internos. Lo hacía en Bucaramanga, capital del departamento de Santander, en la corporación Redes. El objetivo era fomentar el asociacionismo entre la población desplazada, sobre todo mujeres, en el área metropolitana de Bucaramanga. Alba Teresa vivió entonces las persecuciones por parte del ejército colombiano y los allanamientos «selectivos» en la sede de Redes. «Los militares detuvieron a cuatro compañeras cuando hacíamos tareas de acompañamiento», recuerda. Ella misma recibió amenazas y seguimientos, lo que le obligó a trasladarse a Bogotá, donde se enroló en un proyecto que agrupaba a todas las organizaciones de derechos humanos de Colombia. Alba Teresa Higuera Buitrago era la secretaria técnica, encargada de remitir información a Europa y Estados Unidos.

«Los paramilitares nos tenían localizados por los teléfonos, sabían dónde vivíamos y trabajábamos; nos seguían día y noche; en la oficina teníamos la puerta blindada, cristales antiesquirla y telefonillos y televisor para saber quién entraba», relata. A pesar de las cautelas, «aquello resultó un hostigamiento diario». Se trasladaban de un punto a otro de Bogotá, buscando escondite. En 2003 recibió una amenaza telefónica de parte de grupos paramilitares, a Alba Teresa y a su marido, pero que se hacía extensible a sus dos hijos (uno de seis años y otro de dos meses). «Nos dijeron que cuando fuéramos a por nuestros hijos al colegio, no los íbamos a encontrar; se los llevarían y harían desaparecer». Ese mismo año se desplazaron al estado español, a Albacete, y se acogieron al programa de Amnistía Internacional con vigencia de un año para personas amenazadas.

La memoria histórica de las refugiadas colombianas en España incluye relatos estremecedores. Una mujer de 45 años, que decide mantener el anonimato, llegó al estado español en 2012. Nació en el municipio de San Antonio (Tolima), y su vida empezó a complicarse ya de pequeña por la militancia de su padre: un líder campesino que fundó en San Antonio el movimiento de «Los Sin Partido Ni Tierra». «Fue éste uno de los primeros grupos de civiles que se integró en la Unión Patriótica», detalla. De pequeña su padre le llevaba a reuniones políticas debajo de los «palos» de café, ella ya leía libros y apuntaban las primeras inquietudes, de manera que pronto empezó a preocuparse por los derechos de la mujer. Su padre defendía la igualdad entre hombres y mujeres, en unos tiempos en que, también en la militancia, se daba una fuerte componente machista. «Me di cuenta de que el estado nos robaba, el dinero no llegaba al pueblo». Y había que luchar. Recuerda que a finales de los 80 se convocó un paro cívico en el puente del río Saldaña (Tolima). «Me llamaron unos líderes de la zona sur del departamento para que participara y llevara a gente de San Antonio».

El paro agrario se prolongó durante cuatro días. Se reivindicaban facilidades para comercializar los productos y sobre todo, mejorar las vías de acceso a los municipios. Desde que terminó el paro, empezaron a escucharse rumores sobre su pertenencia a la «guerrilla». Allí empezó la persecución, que continuaría durante décadas. La guerrilla tomó el pueblo de San Antonio, donde su familia tenía un restaurante que fue destruido. «A nosotros no nos ocurrió nada». Pero a los tres días les llegó una orden firmada por el Frente 21 de las FARC, en el que se le concedían seis horas para que abandonara el municipio. Entonces tomó la iniciativa de huir a Bogotá con su madre y dos hijos. El primer punto en la huida fue El Chaparral, a dos horas de San Antonio, en un camión que cargaba plátanos. Allí vieron a dos de las personas que le «señalaban» en su pueblo natal. En Bogotá pasó con su familia tres noches en un parque, hasta que se les acercó un líder comunal que les acompañó a la Defensoría del Pueblo. «Declaré por miedo sólo una parte de lo que me había sucedido».

Ya en la capital de Colombia, forma parte de la asociación de desplazados ADESCOP (empezó como vocal y acabó siendo presidenta y representante legal). Con el tiempo se convirtió en una lideresa muy conocida en la lucha por las víctimas de los desplazamientos. Por votación popular, fue elegida representante en el Consejo Consultivo de Mujeres en el Distrito Capital. Subraya asimismo que a raíz de las amenazas a las lideresas, se llegaron a convocar tres Consejos de Seguridad. En el contexto de la guerra, esta mujer actualmente refugiada en España se tuvo que desplazar de nuevo, esta vez a Trujillo (Valle del Cauca), donde el líder de una cooperativa les pidió ayuda para organizar el movimiento campesino de cultivadores de la mora. Las reuniones tenían lugar en la vereda de «la sonora». De vuelta a Trujillo, donde trabajaba en una frutería, el conductor del «campero» (furgoneta) le previno: «Tenga mucho cuidado que éste es el pueblo del diablo y se están averiguando cosas sobre usted». Ella después averiguó a qué se referían las advertencias: «Paramilitares de Tolima se trasladaron a Trujillo para indagar en qué andaba metida».

En el municipio del Valle del Cauca le secuestraron durante cuatro días. Y comenzó el tormento. Le condujeron a una finca, ganadera y de recreo, de unos paramilitares. Era realmente un centro de tortura, donde había otras dos mujeres. En Trujillo operaban «Los Alacranes». «Viví los peores momentos de mi vida; nos drogaban, nos forzaban a tener sexo entre nosotras y grababan; también me pusieron un uniforme de camuflaje con el distintivo de la guerrilla; me tumbaron dos dientes, me pusieron la cabeza entre cubos de hielo…». Los torturadores le preguntaron dónde escondía dos «caletas» de la guerrilla con material bélico. Y de ese modo ató cabos. «Las amenazas en San Antonio fueron obra de grupos paramilitares, no de la guerrilla, a mí los guerrilleros nunca me hicieron daño». En la finca permaneció encadenada y le hicieron trabajar como «esclava» doméstica. También, a ella y a sus compañeras, les mandaron preparar sal, con ácido de baterías y limón, para una persona que traerían al centro. «Nos decían que por ahí pasaríamos nosotras». «El muchacho (de unos 40 años) gritaba, era horrible, lo partieron en dos con una motosierra; introdujeron cada mitad del cuerpo en sacos de arena, y los arrojaron al río Cauca».

Y uno de los terroristas dijo que había llegado la «hora cero». «Pensé que se refería a mí». Dado que tenía acceso a la cocina, consiguió añadir sal en la copa de licor de la persona que esa noche haría de centinela («mi padre me enseñó que esa mezcla producía somnolencia»). «Sabía que o escapaba o moría, me lo decía el corazón». Y así, poco a poco, fue agregándole sal al licor del carcelero. Pero no se trataba sólo de deshacerse del torturador: éste soltó a los perros y abandonó el lugar de vigilancia. La mujer permanecía atada con una cadena que llegaba hasta la cocina. «Empecé a tirar, aún sabiendo que podía perder la mano». Y consiguió escapar. Huyó por la orilla del río Cauca, «dispuesta a que me mataran las serpientes y los cocodrilos, pero yo no quería morir en la casa». Casi a hombros, como pudo, sacó de la casa a una de las compañeras. Salieron a Riofrío (Valle del Cauca). Escuchó música. Procedía de una casa de prostitución. «Yo iba todavía uniformada y con la mano muy hinchada». Le dijo a una de las chicas que terminaban de salir de la cárcel, para que les prestaran ropa. Y así lo hicieron. También colaboró la persona que en su camioneta les llevó a la estación de autobuses de Tuluá.

El siguiente punto en el itinerario de la evasión fue Armenia (Quindío), donde vivía una de sus tías. Se encontró con una magnífica sorpresa: allí estaban su madre y dos hijos. Emocionada, recuerda: «El señor conductor de autobús que me previno en Trujillo sacó a mi familia de este municipio cuando se enteró de mi secuestro, y se los llevó a Armenia». Al final, tras la fuga, «sentí tal odio y deseo de venganza que mi primera intención fue tomar las armas». Pero por su madre e hijos se decidió por los movimientos sociales y la vía civil, para exigir justicia y reparación. A su hermano le asesinaron grupos paramilitares en 2011, en la zona sur de Bogotá. Fue este crimen lo que precipitó la salida de su país, a iniciativa de la Comisión Colombiana de Juristas. Actualmente reside en el estado español, con su hija de 12 años y su madre de 85, que llegó por el mecanismo de reagrupación familiar. Los hechos relatados en este artículo son sólo una parte del calvario personal y familiar: siguieron muchos años de amenazas, hostigamiento y persecuciones. «Hay un gran número de desaparecidos en Colombia a quienes nunca van a encontrar», remata.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.