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Reivindicación de la Primera República

Fuentes: Ctxt [Imagen: Alegoría de La Niña Bonita sobre la I República española (La Flaca)]

La vocación igualitaria, libertaria, fraternal, de esta etapa, ofendió a los mismos que hoy defienden sus privilegios parapetados tras el trono, la espada, la bolsa y la cruz

Una losa pesada cubre la memoria de la Primera República española, proclamada un 11 de febrero de 1873. “Un fracaso sonado”. “Una experiencia caótica, olvidable”. Ninguno de estos epítetos lanzados contra ella es inocente. Tienen una finalidad. Sepultar los anhelos que despertó. Borrar las luchas populares que la hicieron posible. Ridiculizar y simplificar las contradicciones que la atravesaron. Blindar en el presente los privilegios que su llegada cuestionó en el pasado. Y cerrar, entre nosotros y entre las jóvenes generaciones que piden paso, los horizontes de cambio que aquella gesta republicana abrió en su tiempo. Solo por eso, vale la pena volver sobre ella. Sin negar sus límites. Pero recuperando para los tiempos actuales el formidable potencial democratizador que puso en marcha.    

1- El proceso destituyente de una monarquía corrompida 

Una de las pesadillas que la Primera República evoca en sus detractores conservadores es que instala la posibilidad de vivir sin monarquía. No solo sin reyes. Sin la monarquía y todo lo que la rodea. La nefasta cultura cortesana. La corrupción derivada de la patrimonialización de lo público. El centralismo asfixiante. El militarismo represivo. La Iglesia como poder de Estado. El atraso industrial. El brutal partido agrario (los predecesores de los que asaltaron Lorca hace días). La sumisión al capital extranjero extractivista.   

La llegada de la Primera República supuso concretar los anhelos democráticos que miles de mujeres y hombres de condición humilde abrigaron durante décadas. Una mayor participación ciudadana en los asuntos de todos. Una mejor tutela de los bienes comunes. Más ejemplaridad y honradez en el ejercicio de la función pública. Conseguir en la península lo que la Revolución francesa había conseguido en agosto de 1792. O lo que las jóvenes repúblicas americanas conquistaron durante el Trienio Liberal, mientras Riego y Torrijos intentaban mantener a raya al nefando Fernando VII.  

Costó, pero ocurrió. La República llegó, pero antes hubo que hacer saltar, militarmente y en las calles, la coraza que protegía a la degradada monarquía isabelina. Sin eso, no se hubiera llegado a un proceso constituyente republicano. Hizo falta un Joan Prim, militar revolucionario. Y junto a él, el apoyo de la burguesía más modernizante, menos rentista, y de las multitudes que se levantaron en Sevilla, en Cádiz, en Alcoy o en Barcelona.

La revolución de 1868 fue una revuelta indignada contra un régimen liberal-conservador oligárquico y excluyente. Y fue también una revuelta contra un régimen corrupto, “sin honra”, que tuvo en la monarquía borbónica, en Isabel II y en su madre, María Cristina, una de sus expresiones más acabadas. Sin la erosión de su legitimidad, producto de sus propias fechorías, y sin la existencia de una gran movilización ciudadana acompañada de la fuerza militar, la monarquía no habría caído.

Como revolucionario, Prim fue un acérrimo y consecuente enemigo de la Casa Borbón. Como hombre de orden, receló de la República y de la participación popular en los asuntos públicos. A resultas de ello, entre la Constitución de 1869 y la proclamación de la Primera República en 1873, España tuvo una singular monarquía electiva. El elegido para el trono fue Amadeo I, de la dinastía Saboya. Duró poco. Los partidarios de un regreso de los Borbones, y el creciente impulso republicano popular, forzaron su abdicación. 

Al igual que había ocurrido con Isabel II, la renuncia de Amadeo de Saboya desencadenó por sí sola un nuevo proceso constituyente. Decenas de concentraciones republicanas llenaron las calles de Barcelona, Madrid y otras ciudades. Ninguna nacía de la nada. Eran el resultado de décadas de movilización, de autoorganización y de enfrentarse a una represión durísima. En ese proceso lento y persistente de oposición a la monarquía y sus aliados, florecieron instituciones republicanas de todo tipo: cooperativas, bibliotecas, centros obreros de ayuda mutua, corales, diarios, ateneos y escuelas populares. Surgieron corrientes republicanas, plurales, en diferentes rincones de la península. Se gestaron pactos federales y confederales en Tortosa, Córdoba, Valladolid, Éibar y La Coruña. Fue ese tenaz republicanismo del día a día, que implicó a cientos de miles de mujeres y de hombres, el que forzó la proclamación de una República que llegó por sorpresa. 

Sin una fórmula jurídica que lo previera, el 11 de febrero de 1873 el Congreso y el Senado se constituyeron en Asamblea Nacional. Acto seguido, proclamaron la República por 258 votos contra 32. El poder normativo de lo fáctico del que hablaba Jellinek se impuso a pesar de las resistencias. Se proclamó la República, a secas, y se dejó en manos de unas Cortes Constituyentes la organización concreta de la nueva forma de Gobierno.  

Tres días después, La Campana de Gracia, el gran periódico republicano barcelonés, publicaba en sus páginas, en catalán: “¡Ya la tenemos! ¡Ya la tenemos, ciudadanos! El trono ha caído para siempre en España. Ya no habrá otro rey que el pueblo, ni más forma de gobierno que la justa, santa y noble República federal” ¿Cómo no recuperar aquellas palabras, cuya fuerza aun hoy nos sacude? 

2- La Primer República y la apertura de un horizonte federal, social y democrático 

Como todo fenómeno constituyente democrático, la Primera República generó enormes expectativas. Depuesta la monarquía, se esperó que resolviera rápidamente los grandes retos que España arrastraba desde hace décadas, cuando no siglos. La ofensiva concentración de la tierra. La pobreza sangrante. El retraso industrial. La violencia arbitraria de una temible Guardia Civil. La confusión entre Iglesia y Estado. La batalla contra un centralismo cada vez más autoritario e ineficaz.   

El contexto internacional no ayudó. Ni la Primera ni la Segunda República españolas navegarían con el viento soplando a su favor. La explosión republicana peninsular parecía un eco tardío de las revoluciones de 1848. Pero Europa había cambiado. En 1873, la Primera República española tuvo que convivir con el imperial Otto von Bismarck y con Thiers, que dos años antes había mandado a fusilar a miles de comuneras y comuneros en París por haber intentado tomar “el cielo por asalto”. En medio de ese contexto, la joven República hispana tuvo que abrirse paso con el único reconocimiento de Suiza, Estados Unidos, Costa Rica y Guatemala.  

Con todo en contra, la Primera República consiguió cosas notables. Entre ellas, llevar a la presidencia a alguien como Francesc Pi i Margall, uno de los más lúcidos, creativos y honrados exponentes del republicanismo social, libertario y federal peninsular. Pi fue un humanista y un internacionalista convencido. Aún joven, criticó con coraje los abusos y desmanes cometidos durante la conquista contra los pueblos amerindios. Más tarde, defendió públicamente en las Cortes a los comuneros parisinos y pidió, frente al nacionalismo español más rabioso, la libre determinación de Cuba y Puerto Rico. 

Como ministro de Gobernación, como presidente de la Primera República, actuó movido por dos obsesiones. Una, que la nueva República aprobara cuanto antes una Constitución democrática, federal, que ordenara la vida del país y le permitiera respirar. Dos, que ese impulso constituyente viniera acompañado de cambios materiales, de raíz, que cuestionaran las injustas estructuras de poder existentes y elevaran, rápidamente también, las condiciones de vida de las clases jornaleras y de las mujeres y niños trabajadores.

Los “obstáculos tradicionales” que crecieron con la monarquía pero que sobrevivieron a ella le salieron al paso. El poderoso partido latifundista que tanto peso tenía en Castilla y Andalucía. La oposición de la Iglesia y de los sectores reaccionarios del ejército. La reacción carlista en el Norte. Al mismo tiempo, las resistencias al programa reformista de Pi generaron impaciencia entre los republicanos federales más intransigentes y entre buena parte de las clases trabajadoras, humilladas durante décadas y con urgencias impostergables. 

Inquieto por la lentitud de los cambios en Madrid, el republicano federal Baldomer Lostau promovió un efímero “Estado catalán dentro de la Federación Española” que incluía a las Islas Baleares, pero luego desistió. En el sur, la paralización del federalismo desde arriba dio lugar a la rebelión cantonal desde abajo. También sobre ellos, sobre los cantonales, pesa una leyenda infamante. La que los presenta como la encarnación del “caos” y de la “desmesura roja”. Lo cierto es que dieron voz a reclamos cuya justicia resulta incuestionable. La eliminación de ignominiosos impuestos al consumo. La secularización de la propiedad concentrada del clero. La recuperación de bienes comunales que “habían sido robados al pueblo”. El fin del odioso sistema de quintas y el reemplazo del viejo ejército represivo por milicias populares. El respeto por la democracia municipal. 

En Cádiz, bajo la presidencia de Fermín Salvochea, federalista afiliado a la I Internacional Obrera, se eliminaron tributos a los más pobres. También se limitaron los precios de bienes básicos para evitar abusos en tiempos de carestía, y se ordenó la exclaustración de todos los religiosos, al declararse abolida toda asociación que exigiera el celibato a sus integrantes por ser “contrario a la naturaleza”. Hubo cantones como el de Sanlúcar, presentado por la prensa conservadora como paradigma de la “comuna anarquista” que se limitaron a aplicar un moderado reformismo social. Se aumentaron salarios, se asistió a trabajadores en paro a cuenta de los presupuestos municipales, o como ocurrió en el cantón sevillano, se crearon jurados mixtos entre obreros y patronos para discutir las mejoras en las condiciones laborales. Ese fue, en muchos sitios, el razonable programa cantonalista.

Hubo otros, ciertamente, más incisivos en su afán transformador. El célebre cantón de Cartagena, con héroes populares al frente como Antonio Gálvez Arce –Antonete– fue uno de ellos. Entre otras cuestiones, planteó la necesidad de distinguir entre las propiedades adquiridas de manera justa y las concentradas de manera fraudulenta. Y mandó revisar el proceso desamortizador de tierras, para colectivizar a favor del cantón todas aquellas propiedades de dudoso origen.

Desbordado a derecha e izquierda, Pi acabó por dimitir, sin que la Constitución republicana y federal que defendía llegara a aprobarse. En lugar de persistir en sus reformas, sus sucesores cedieron a las presiones reaccionarias. La represión contra el cantonalismo fue feroz. Durante la presidencia de Castelar, que había sido un icono del republicanismo democrático, fuerzas de la Marina ahogaron en los caños de la Carraca, en Cádiz, a más de sesenta obreros, introduciéndolos en sacos y lanzándolos al agua con gruesos proyectiles atados a los pies.

Cuando la República condescendió a la represión de los movimientos populares, selló su propio fin. El intento de Pi de forzar un giro a la izquierda llegó tarde. El Golpe de Estado de Pavía acabó con algo más de un año de experiencia republicana y abrió paso a una nueva restauración borbónica. 

3- Cuando lo imposible se vuelve posible

Contemplada en su complejidad y su ambición, se entienden los esfuerzos conservadores por borrar de la memoria la experiencia de la Primera República. Porque eliminar la memoria de las tradiciones republicanas, o denigrarlas a través de la mentira, es una condición indispensable para que nada cambie en el presente. La Primera República fue un atisbo de esperanza en un país injusto, profundamente desigual, que la monarquía isabelina había hundido en la corrupción. Llegó de manera inesperada, pero no hubiera sido posible sin décadas de republicanismo persistente. En las instituciones, en las calles, en la prensa, en los centros de trabajo, en las escuelas y universidades. La vocación igualitaria, libertaria, fraternal, de la Primera República, ofendió a los mismos que hoy defienden sus privilegios parapetados tras el trono, la espada, la bolsa y la cruz. Por eso hay que reivindicarla y conmemorarla. Porque la Primera República, con sus errores y contradicciones, es la muestra de que lo que a veces parece imposible, se vuelve posible. Y de que la historia, como dejó escrito Benito Pérez Galdós, es un ser vivo. Que si durante décadas no destronó, un día destrona. Y si durante décadas durmió con reyes, un día, el menos pensado, despierta en la cama del pueblo.

Gerardo Pisarello es diputado de En Comú Podem. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.

Fuente: https://ctxt.es/es/20220201/Firmas/38740/Gerardo-Pisarello-Republica-Cadiz-federalismo-Francesc-Pi-i-Margall.htm