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Repensar la emancipación

Fuentes: Viento sur

En un planeta finito no se puede escapar a la necesidad. La búsqueda de la libertad no consiste en subyugar o trascender el reino de la necesidad, sino en centrarse en desarrollar una visión de la libertad, la felicidad y la buena vida dentro de los límites de la necesidad, de la naturaleza. Llamamos a esta visión la perspectiva de la subsistencia, porque la pretensión de trascender la naturaleza ya no es justificable; por el contrario, tenemos que alimentar y conservar el potencial de subsistencia de la naturaleza en todas sus dimensiones y manifestaciones. La libertad dentro del reino de la necesidad puede universalizarse para todos; la libertad con respecto a la necesidad solo puede estar al alcance de unos pocos”. (Maria Mies y Vandana Shiva, Ecofeminismo (1993)

El desastre ecológico actual (calentamiento global, extinción de especies, agotamiento de los recursos, etc.) implica una profunda transformación de nuestra organización social y de nuestros modos de vida; más profunda, sin duda, de lo que sugiere el término transición. El objetivo es construir un mundo más sostenible o, en su defecto (y este es el callejón sin salida al que nos llevan los poderosos), adaptar nuestro mundo a un entorno degradado e impredecible. Salvo algunos negacionistas, todo el mundo está de acuerdo en esto, incluso la extrema derecha estadounidense encarnada por Elon Musk, para quien el desarrollo tecnológico debe acelerarse para que unos pocos elegidos puedan abandonar pronto la Tierra devastada para ir a colonizar Marte. 

Pero, como se desprende de esta última observación, todo el mundo no está de acuerdo sobre el contenido y el significado de esta transformación necesaria. En la izquierda, y en la propaganda de la Unión Europea, hay acuerdo en que la transformación social debe conducir también a un mundo más justo, dado el vínculo bien conocido entre las desigualdades sociales y la depredación del medio ambiente y, también, todo lo que sabemos sobre las injusticias medioambientales. Pero frente a ciertos escenarios que sólo contemplan el uso de medios de transformación social potencialmente totalitarios (no pienso tanto en la idea de planificación ecológica, aunque esta perspectiva de transformación desde arriba plantee muchos interrogantes, sino en el uso de tecnologías digitales para vigilar e influir en los comportamientos; por ejemplo, el crédito social), me parece esencial no abandonar una idea que ha estado durante mucho tiempo en el corazón de la izquierda: la idea de emancipación social y, por tanto, de libertad. 

Esto me parece tanto más necesario porque el hecho de que en las últimas décadas la izquierda se haya centrado en el término y la idea de justicia ha abierto un bulevar en el que la derecha (y ahora la extrema derecha) se han apresurado para apropiarse de la idea de libertad, un valor fundamental de nuestra cultura del que haríamos mal en dejarnos despojar. No olvidemos que la libertad fue originalmente la bandera de las fuerzas que luchaban contra la dominación social. Decir que la libertad es un valor de derechas (como a veces oímos) es reducir esta idea al individualismo liberal más estrecho de miras y validar una inversión orwelliana de su sentido, como en 1984 cuando el régimen del Big Brother proclama: “La libertad es esclavitud”. 

Afirmar que la transformación social que exige el desastre ecológico debe pensarse también en términos de emancipación social y, por tanto, de conquista de una forma de libertad más completa que la libertad individual alienada que nos ofrece la sociedad de consumo, significa también volver a conectar con las intuiciones centrales de la ecología política, si por tal entendemos no los partidos verdes, sino una tradición de pensamiento y una cultura política críticas con la sociedad industrial, tanto en su forma de capitalismo liberal como de comunismo autoritario. Los primeros movimientos y pensadores ecologistas (Charbonneau, Illich, Gorz, Bookchin, etc.) no sólo querían defender la naturaleza, sino también la libertad, por lo que eran muy críticos con los movimientos ecologistas. Defendían una idea de emancipación concreta: contra el totalitarismo industrial y la alienación de las y los consumidores.

Ahora bien, si queremos volver a situar las nociones de emancipación y libertad en el centro de la transformación social que la catástrofe socioecológica hace indispensable, debemos repensarlas. Sabemos muy bien que los proyectos de emancipación social propugnados por la izquierda también han contribuido al actual callejón sin salida ecológico en el que nos encontramos: la idea de libertad se ha asociado al proyecto de luchar contra la naturaleza para dominarla y liberarnos de los límites que impone a nuestra capacidad de acción. En lugar de abandonar la idea de libertad a nuestros enemigos, cuya única agenda es perseguir la acumulación de capital, aunque ello suponga mutilar la naturaleza y la libertad, necesitamos repensarla de arriba abajo. Intenté hacerlo en Autonomía y subsistencia (Virus, 2024).

Emanciparnos de la idea aristócrata e industrialista de liberación

Para ello me sumergí en una larga investigación sobre el sentido de la libertad, valiéndome en de todo tipo de lecturas: filosóficas, políticas, históricas, etc. Y, progresivamente, me fui percatando de que existía un punto ciego en las aproximaciones más habituales a la cuestión. Casi todas las reflexiones sobre la libertad ponen el foco en las instituciones jurídico-políticas. Eso conduce a que se suelan oponer dos modelos: por un lado, el de la Grecia antigua, en el que la libertad se identifica con la democracia directa y supone la distribución del poder; por el otro, el de la democracia moderna, en el que la libertad es sinónimo de gozar de una serie de derechos (libertad de movimiento, de conciencia, de expresión, etc.) que definen la esfera privada como inviolable (esta es la noción liberal de la que hablábamos, que normalmente viene acompañada de la democracia representativa). En síntesis, la libertad sería así: o la participación en el poder o la protección de la esfera privada. 

No obstante, si examinamos la cuestión con mayor detenimiento, nos percataremos que la libertad también se juega en el plano de la vida cotidiana. Llevar una vida libre implica liberarse de las necesidades de la vida, es decir, de las tareas ligadas a la subsistencia, que suelen juzgarse como pesadas y aburridas: producir nuestra comida, obtener combustible para calentarnos, limpiar los platos y la ropa, cuidar a las personas dependientes, construir y mantener nuestra casa, etc. No se es verdaderamente libre hasta que uno se libera de sus necesidades, en el sentido de las tareas, hasta tal punto imprescindibles para nuestro modo de vida que no seríamos capaces de imaginar cómo vivir sin realizarlas.

En el despliegue progresivo de mi investigación me di cuenta de que esta idea está en el corazón de la mayor parte de los conceptos de libertad. Empero, mientras que en la antigüedad ésta se hacía explícita, poco a poco fue desapareciendo de los discursos de las y los pensadores modernos, sin por ello dejar de estar implícitamente presupuesta en la mayor parte de las teorías liberales. Uno de los pocos pensadores modernos que la reivindicaron de forma explícita fue Karl Marx. Para él, el comunismo debía ser el resultado de un proceso de emancipación de la humanidad. Pero quien dice emancipación, dice libertad. No obstante, en muy pocas ocasiones Marx trató de definir su concepto de libertad, y las raras veces en las que lo hizo en El Capital fue para definirla como la superación del reino de la necesidad, hecha posible gracias a la dominación de la naturaleza. Esta superación se traduciría en una disminución del tiempo de trabajo necesario para satisfacer nuestras necesidades. La cosa es clara: ser libre implica tener tiempo libre para realizar actividades que no sean aquellas ligadas a las necesidades de la vida; actividades, por tanto, deseables en sí mismas.

Seamos sinceros: este fantasma de la liberación nos atraviesa a todas y a todos. Sin embargo, esta aspiración tan habitual implica una gran cantidad de problemas. Al fin y al cabo, para liberarnos de las necesidades cotidianas no tenemos un millón de opciones, tan solo dos: o mandamos hacer a otras personas las tareas que nos corresponderían; o se las mandamos hacer a máquinas o robots. Ahora bien, ambas opciones tienen gravosas consecuencias sociopolíticas y ecológicas.

Si descargamos las necesidades de la vida cotidiana sobre otra persona para poder dedicar nuestro tiempo a actividades que juzgamos más interesantes (el arte, la política, etc.), entonces nuestra libertad se sustentará, de hecho, sobre la dominación. Al fin y al cabo, lo primero que tenemos que conseguir es mandar hacer las tareas que nos son imprescindibles, pero de las que no queremos encargarnos nosotros mismos. De hecho, cabe preguntarse si mandar hacer no es, en sí mismo, la fórmula de la dominación social. En cualquier caso, ¿no es la precondición de la separación entre las y los ejecutantes que hacen y las y los dirigentes que dicen a los primeros lo que deben hacer o, dicho de otro modo, que les obligan a hacer cosas para ellos? Es más, la historia muestra que, en mayor o menor medida, las minorías dominantes siempre se han desentendido de las tareas ligadas a la subsistencia y se las han impuesto a los grupos que dominaban, sin importar si se trataba de mujeres, de esclavos, de siervos o de obreros.

A los griegos antiguos algo así no les parecía en absoluto problemático, ya que no consideraban que las personas fueran todas libres e iguales por naturaleza. La esclavitud era el requisito previo para la libertad, en el sentido de liberación, y no tenían problema en reconocerlo explícitamente. En contraposición, en el Occidente moderno la aspiración a la liberación choca frontalmente con la promesa de una libertad universal. Como la burguesía moderna no quiso renunciar a dicha promesa, no tuvo más remedio que reprimirla, enmascarando su dominación social tras la apariencia de libertad e igualdad de las relaciones mercantiles. El mercado no es más que eso, una máscara, ya que en las condiciones modernas se convierte en un instrumento formidable de liberación: permite a la gente rica mandar hacer a la gente pobre lo que no quiere hacer ella misma. Es decir, vivir como gente aristócrata, liberada de las necesidades de la vida cotidiana.

La contradicción entre una aspiración a la liberación y una exigencia de libertad universal explica también la fascinación que ha ejercido el progreso tecnocientífico moderno. Llegamos, así, al desastre ecológico. Al fin y al cabo, resultaba tentador ver en la dominación de las fuerzas de la naturaleza la resolución definitiva de la contradicción anterior. Si los esclavos que hacen posible nuestra liberación no son otros que las fuerzas de la naturaleza y las máquinas que éstas accionan, entonces la dominación tecnocientífica de la naturaleza inaugura la perspectiva fantasmal de una liberación integral y universal. De ahí proviene la famosa idea de Descartes, que nos proponía convertirnos en “dueños y señores de la naturaleza” para mandar hacer a lo que llamaba “artificios” (es decir, mecanismos, máquinas, robots) aquello que los ricos mandaban hacer a los “artesanos”, garantizando así el “bien general de todos los hombres”.

Una hermosa promesa teórica. La misma que Marx retoma con su idea de superar el reino de la necesidad. Empero, en la práctica plantea problemas diversos. Por un lado, no ha existido jamás una explotación de la naturaleza que no implique la explotación de una cierta cantidad de seres humanos que se encuentran en la primera línea de minas, fábricas y plantaciones. De ahí que, después de varios siglos de desarrollo tecnocientífico increíble, la liberación derivada de la dominación industrial de la naturaleza siga siendo el privilegio de una minoría. Por otro lado, incluso si resolviéramos este primer problema, persistiría otro: para construir y alimentar todas las máquinas que nos liberan de los pesares del trabajo, es imprescindible contar con cantidades colosales de metales y energía. Y éstos son relativamente escasos. De hecho, la explotación tecnocientífica de la naturaleza se topa con límites ecológicos: en términos de recursos, pero también de la capacidad de absorción de los ecosistemas de la contaminación ligada al uso de esos recursos, por ejemplo, el CO2. Así, la única forma de garantizar una liberación universalizable es saquear la tierra todavía más rápido de lo que hoy lo hacemos.

Un último argumento debería hacernos desconfiar de esta promesa de liberación. Cuando ciertas expresiones de liberación se han masificado en los países ricos durante la segunda mitad del siglo XX, esta liberación ha cambiado su sentido político. Si en su momento era un epítome de la dominación social, hoy no es más que el espejo de la impotencia política de las masas consumidoras. Al fin y cabo, ¿cómo puede rebelarse uno contra un sistema del que depende la garantía de su subsistencia? 

Por tanto, podemos concluir dos cosas. Primero, ¿por qué nos sentimos tan impotentes a la hora de modificar nuestra trayectoria socioecológica suicida, y ello pese a que sabemos bien que cortamos la rama sobre la que estamos sentados? Porque nos hemos vuelto vitalmente dependientes de un sistema que moldea las condiciones de vida de la mayor parte de los seres vivos. De ahí que sea fácil ver, segunda conclusión, que la cuestión social y la cuestión ecológica, lejos de ser opuestas, se imbrican: son dos expresiones de un mismo problema de base, una noción de libertad que descansa sobre la explotación de las y los humanos y del planeta. 

La libertad como autonomía: tomar el control de nuestras condiciones de vida

Es indudable que la noción de libertad como liberación se ha convertido en hegemónica en el mundo occidental moderno. Eso, no obstante, no la convierte en la única, tampoco en el propio Occidente moderno. Es más, esta noción propia de las y los privilegiados se impuso en contra de las aspiraciones de las clases populares. Se impuso, además, porque la y los intelectuales (de los que formo parte) tienen tendencia a naturalizar la aspiración a la liberación. Al fin y al cabo, es la condición necesaria para su trabajo: para leer, reflexionar y escribir uno tiene que desembarazarse de las necesidades. Ahora bien, si uno se vuelca sobre las formas de vida y de lucha de las clases populares, lo que se encuentra es que éstas defendían una idea de libertad muy diferente. En general, podríamos decir que no lucharon por desembarazarse de las necesidades de la vida, sino más bien por acceder a los recursos, sobre todo la tierra, que les permitieran hacerse cargo de ellas.

Al fin y al cabo, si uno no tiene tierra se hace dependiente de la gente rica para asegurar su subsistencia, lo que implica quedar sometido a ella. Frente al fantasma de la liberación siempre existió una noción popular y campesina de la libertad para la que el acceso a la tierra es el requisito previo de la libertad. Las luchas populares por el acceso a los recursos y en defensa de los bienes comunes, por tanto, revisten una gran relevancia filosófica y política: emanciparse no significa quedar exento de las necesidades cotidianas, sino asumirlas con el fin de abolir las relaciones de dominación que se basan en la dependencia material. Contra el ideal de la liberación, las clases populares exigían autonomía y acceso a los recursos locales que ésta requiere. 

Las y los ecologistas que hoy aspiran a alcanzar mayores cotas de autonomía material reconectan, al menos en parte, con esta noción de libertad. No obstante, les acecha un peligro: abrazar una concepción individualista de la autonomía que corre el riesgo de convertirse en despolitizadora y potencialmente agotadora. Un individuo o un pequeño grupo no puede cubrir de manera aislada sus necesidades sin correr el riesgo de quemarse o de quedar aislado de toda vida política.

Si ser autónomo implica (al menos parcialmente) ser capaz de garantizar la subsistencia propia, entonces esta libertad no puede ser exclusivamente individual, ya que uno mismo no es capaz de garantizar su subsistencia. La autonomía no puede ser independencia material, porque ésta es un mito: nadie es independiente en sentido estricto. En la tierra, todo es interdependiente. En realidad, la autonomía, sea cual sea el nivel en la que la pensemos, consiste en el rechazo de las dependencias asimétricas, aquellas que nos dejan a merced de las y los poderosos. Un ejemplo de ello son las dependencias impersonales que nos ligan a las grandes organizaciones industriales, públicas o privadas, sobre las que no tenemos capacidad de incidencia alguna. Aflojar la presión que éstas ejercen sobre nosotras implica reconstruir interdependencias personales y locales. Eso sí, sobre la base de un modelo completamente diferente al que fue propio del mundo preindustrial. El proyecto de autonomía, por tanto, implica reinventar la subsistencia prescindiendo de las relaciones tradicionales de dominación personal.

Esta, en todo caso, es una tarea de época que no tendremos más remedio que afrontar antes o después a la luz de la insostenibilidad del mundo industrial. No obstante, se trata de un desafío genuino, ya que la autonomía implica transformaciones muy profundas, incluso muy dolorosas, al menos en tres planos: el de las necesidades, el de las técnicas y el de la relación con el territorio donde se vive, particularmente en términos de acceso a los recursos. No me puedo detener en desarrollar esos tres aspectos en la construcción de autonomía, que para mí son centrales, por lo que voy a acabar con unas reflexiones de estrategia política para evitar confusiones en relación a lo que significa mi planteamiento en este plano. 

Politizar la subsistencia: Les Soulévements de la Terre

Repolitizar la subsistencia no significa decir que la multiplicación de prácticas de subsistencia, por ejemplo, de experiencias de vuelta al campo o de construcción de alternativas (individuales o colectivas), baste por sí misma para transformar la sociedad y doblegar nuestra trayectoria suicida, como una mancha de aceite que se extende hasta cambiarlo todo. Más bien todo lo contrario: todas las alternativas, por logradas que sean, están condenadas a ser aplastadas por el bulldozer del capitalismo industrial y de sus daños colaterales. Ningún nicho, por apartado que se encuentre, está protegido del caos climático, que hace las cosechas cada vez más aleatorias, ni de las diversas contaminaciones que afectan a los recursos básicos (el agua, el aire, etc.), ni de las epidemias ligadas a la ganadería industrial o a los escapes de laboratorio, etc. Aunque es absurdo imaginar una transformación social (en el sentido de un mundo más justo, más libre y más sostenible) que no pase por un movimiento masivo de reapropiación desde abajo de nuestras condiciones de vida, más lo sería aún imaginar que una transformación como esa puede tener éxito sin que medie un conflicto abierto contra el sistema hoy dominante. Tal y como explico en la conclusión de mi ensayo:

La búsqueda de autonomía a pequeña escala tiene poco sentido político si no se combina con intentos de organización a mayor escala para frenar o subvertir la dinámica del capitalismo, aunque solo sea porque esta vuelve ilusoria la creación de nichos (salvo cuando son fiscales). En la práctica, es incluso imposible sin enfrentarse a las lógicas industriales que atrapan constantemente a quienes querrían escapar de ellas. En otras palabras, no basta con la secesión que consiste en dejar de alimentar la megamáquina: también hay que sabotearla. Sin embargo, tampoco habrá transformación social sin deserción o reducción de nuestra dependencia del capitalismo, sin desenchufarnos de los macrosistemas tecnológicos y comerciales que nos atan a él. Hay que hacer las dos cosas: volver a formas de autonomía material a escala local al tiempo que participamos en la lucha global contra el sistema.

Repolitizar la subsistencia, tal y como nos invitan a hacer Les Soulévements de la Terre en Francia, implica de hecho “identificar los candados que bloquean el acceso a la tierra y a las prácticas de subsistencia”, y hacerlos volar por los aires. Esos candados son de dos tipos. En el plano simbólico y del imaginario, tenemos que liberarnos del desprecio plurisecular, y muy ligado al patriarcado y la dominación social, del que son objeto las prácticas de subsistencia. Solo así podremos emanciparnos de la noción de libertad como liberación que subyace a este repudio. Y, en el plano material, hace falta luchar contra las instituciones y los dispositivos que “organizan el acaparamiento de medios de subsistencia y prohíben su uso popular”, lo que pasa necesariamente por sublevaciones. La fuerza de Les Soulévements de la Terre, su impresionante capacidad de movilización, se sustenta en una decisión sencilla: para construir un movimiento hay que abandonar las guerras sectarias y, sobre todo, dejar de oponer la lucha contra lo existente y la construcción de nuevas formas de vida. No es posible construir otro mundo sin luchar contra el existente; no es concebible socavar los fundamentos de la dominación social sin desarrollar formas de vida menos dependientes de ella.

Aurélien Berlan es doctor en Filosofía, campesino, activista de Les Soulévements de la Terre en Francia y miembro del Grupo Marcuse.

Fuente: https://vientosur.info/repensar-la-emancipacion/