La ciudadanía española no puede votar a su jefa o jefe de Estado; en su Constitución, la palabra «Rey» aparece en 37 ocasiones; y se ven obligados a aceptar para siempre, lo que les hicieron votar hace treinta años, tras cuatro décadas de miedo y tergiversación. En este panorama, la plena libertad no existe, y […]
La ciudadanía española no puede votar a su jefa o jefe de Estado; en su Constitución, la palabra «Rey» aparece en 37 ocasiones; y se ven obligados a aceptar para siempre, lo que les hicieron votar hace treinta años, tras cuatro décadas de miedo y tergiversación. En este panorama, la plena libertad no existe, y el ejército sigue teniendo una importancia capaz de condicionar el silencio de gran parte de la clase política, que parece haberse resignado a pensar.
A los efectos de análisis, supondremos que el Partido Socialista Obrero Español es un partido republicano, si bien, el rigor impuesto por el pragmatismo y las responsabilidades de gobierno le han obligado a adoptar un discurso a mitad de camino entre el silencio y la contradicción. Sinceramente, si el fundador -Pablo Iglesias-, levantara la cabeza, y tuviera ocasión de oir decir al compañero Presidente del Gobierno, decir que el monarca es «bastante republicano»… la verdad, no sé lo que pasaría.
No faltarán quienes afirmen que esto es una incorrección política, un exabrupto o un desatino, pero estimo que la única razón por la que el PSOE no es más claro en este asunto, es el miedo.
¿Miedo a qué? Miedo a unas fuerzas armadas, cuya lealtad democrática, el gobierno -en pleno 2004-, no se arriesga a comprobar. Miedo a una nueva reacción de la Derecha tradicional, católica y ultranacionalista española, cuyos pequeños temblores de aviso podemos sentir a diario a través de las declaraciones de determinados líderes políticos, en el nivel de crispación existente en algunos medios de comunicación y por las amenazas vertidas por cada vez más numerosos y destacados miembros del ejército. Y no: adelantar dos meses un pase a reserva ya programado no significa poner a prueba la lealtad democrática de las fuerzas armadas… lo que de verdad supondría una prueba de fuego de la obediencia del poder militar al poder civil sería que éste -por mandato de la ciudadanía, expresado en las urnas-, resolviera emprender alguna de las reformas que el país necesita y que el estamento militar siempre ha considerado «extremadamente delicadas», verbi gratia: abolir la monarquía; celebrar un referéndum de autodeterminación en alguna parte del territorio; abandonar la OTAN; reorganizar la cúpula militar, racionalizando el número y la proporción de mandos, y adecuándolos a las necesidades reales de la seguridad nacional; reducir drásticamente el presupuesto de Defensa y destinándolo a otras partidas presupuestarias más útiles para el conjunto de la sociedad, como sanidad, cultura, educación… entonces veríamos hasta qué punto son demócratas, aquellos quienes basan su poder en la amenaza del uso de la fuerza.
Sea como fuere, considerando pues, que el PSOE es un partido republicano (aunque no se atreva a confesarlo en público), a la vista de los resultados electorales obtenidos en marzo de 2004, podemos concluir que en el actual panorama, la proclamación de la República no es aún viable. ¿Por qué? Muy fácil: si nos atenemos al texto de la actual Constitución Española (la de 1978), y contando por adelantado con la negativa en redondo del Partido Popular, vemos que todavía estamos muy alejados de los porcentajes requeridos para emprender una reforma constitucional de estas características. Además, el sentido común nos dice que no es recomendable la aprobación de un Texto Base sin partir del consenso de las mayores fuerzas del país, dado que ello abriría la puerta a períodos de inestabilidad política, cuyas consecuencias -desgraciadamente-, hemos tenido que conocer en diversas ocasiones, los últimos dos siglos.
En la actualidad, los 148 escaños del Partido Popular en la Cámara Baja, aunque aislado en la cerrazón de sus posicionamientos políticos, suponen una representatividad de algo más del 42%, y su decidida apuesta por una oposición destructiva, hace inabordable cualquier propuesta de mejora del marco político existente.
En el Parlamento español, la mayoría absoluta la concede el número mágico de 176 escaños, la mitad más uno de los 350 de los que se compone. Contando con una mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, el gobierno de turno puede estar seguro de superar sin problemas cualquier moción de censura, cuestión de confianza, aprobación de presupuestos, debate sobre el estado de la nación, convalidación de Reales Decretos -facultad excepcional, que permite legislar al Ejecutivo-, y en general, cualquier otra eventualidad que de otro modo pudiera encontrarse a lo largo de los cuatro años de legislatura. Eso, unido a la ausencia de una jefatura de Estado democrática y a una virtual fusión de poderes, supone el ejercicio de un poder que a efectos prácticos, podríamos calificar de absoluto.
Y no es una cuestión baladí, puesto que en la práctica, esa mayoría absoluta, unida a la total ausencia de mecanismos de control democrático, fue lo que hizo posible que España se viera inmersa en una guerra de agresión, contra el mandato de las Naciones Unidas, basada en falsedades, que supuso la pérdida de centenares de miles de vidas humanas, la total destrucción de las infraestructuras públicas y la desvertebración del delicado equilibrio de fuerzas que permitían la convicencia cívica en Iraq. En efecto, el gobierno de José María Aznar, se valió de la mayoría absoluta conseguida en las elecciones del año 2000, para esquivar la acción del control parlamentario, nombrar a persoans de confianza en las más altas instituciones del poder judicial y así tener vía libre para eludir todo tipo de responsabilidades causadas por su acción de gobierno, como la pésima gestión de las catástrofes medioambientales, el inicio de desproporcionadas obras para la gestión de los recursos hídricos del país, estimular la confrontación civil entre los habitantes de diferentes territorios del estado, y, como guinda máxima, una ignominiosa gestión informativa ante los trágicos hechos del 11 de marzo de 2004, cuando un comando de Al Qaeda atentó de modo indiscriminado contra la población más desfavorecida de Madrid (aproximadamente 1.200 víctimas mortales, entre quienes a primera hora de la mañana, hacían uso de los medios de transporte público para desplazarse desde los suburbios del extrarradio a trabajar a la capital).
No cabe duda de que, si en tan desafortunada cadena de acontecimientos, España hubiera dispuesto de la figura de una Presidencia de la República, ésta habría hecho uso de sus capacidades de veto y control, para impedir o minimizar el impacto de una acción de gobierno que bien podría calificarse de despótica. En efecto, sea un miembro del própio partido de gobierno o del de la oposición, el equilibrio de poderes que proviene de la contraposición de las figuras públicas en un sistema de República, reduciría el margen de discrecionalidad del que muchas veces abusan los gobernantes al disponer de mayoría absoluta.
En la España de nuestros días, esta función correspondería al Rey, pero, éste se encuentra con las manos atadas, por un lado, porque su ambición personal le impide dar ningún paso que entrañe algún peligro para la continuidad de su privilegiado status real, y por otro, porque en la mente de toda la ciudadanía se encuentra bien fresco el recuerdo de su connivencia con el régimen del dictador Franco, con quien compartió tareas de gobierno ilegítimo, y quien, en pago a los servicios prestados, finalmente le nombró sucesor. Por tanto, por sentido común, alguien con semejante pasado carece de la más elemental legitimidad para inmiscuirse en los asuntos públicos, aún cuando fuera preciso, por el momento político y por la idoneidad de su cargo para tal función.
Una Presidenta de la República no habría dudado en destituir al Primer Ministro Aznar, cuando éste decidió invadir Iraq, pero el Rey, que es quien debería haberlo hecho, no tenía agallas, tanto por falta de autoridad moral, como por miedo a perder su paraíso vitalicio y hereditario.
Por lo demás, en cuanto a los resultados electorales de 2000, con 183 escaños en manos del partido fundado por un ministro de los gobiernos del dictador Franco… poco se podía hacer para abordar la necesidad de convertir la monarquía en democracia.