Tras seis años de cautiverio, la política franco-colombiana Ingrid Betancourt fue liberada ayer junto con otras 14 personas -tres contratistas estadunidenses del Pentágono, siete miembros del ejército y cuatro de la policía colombiana- en un operativo militar que, según las autoridades del país andino, se logró gracias a una infiltración en el seno de las […]
Tras seis años de cautiverio, la política franco-colombiana Ingrid Betancourt fue liberada ayer junto con otras 14 personas -tres contratistas estadunidenses del Pentágono, siete miembros del ejército y cuatro de la policía colombiana- en un operativo militar que, según las autoridades del país andino, se logró gracias a una infiltración en el seno de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y que, a decir de la propia Betancourt, «fue absolutamente impecable, (en el que) no hubo violencia, no se disparó ni un solo tiro». En América Latina la noticia ha sido recibida con alivio por gobernantes de diversas posturas ideológicas, y ha sido festejada por los presidentes de Francia y Estados Unidos.
Ciertamente, la liberación con vida de estos 15 rehenes pone punto final a otras tantas historias de sufrimiento personal injustificado, como muchísimas otras que han tenido lugar en el contexto del añejo conflicto armado que se vive en Colombia, en el que la constante han sido las agresiones a civiles inocentes por parte de todos los bandos que lo componen. Es necesario reiterar que, provenga de donde provenga, el secuestro de civiles como forma de lucha, el tratarlos como «prisioneros de guerra» y su empleo como moneda de cambio son prácticas inadmisibles e injustificables que constituyen, además de un delito, un grave atropello a la dignidad humana.
Por lo demás, el episodio es un síntoma claro de debilidad organizativa, militar, logística, política y hasta moral de la guerrilla más antigua del continente. Tal proceso se percibía ya con los duros golpes a la estructura organizativa de las FARC, tras la caída de dos de sus dirigentes, Raúl Reyes e Iván Ríos, a manos del Ejército colombiano, y la muerte de su líder histórico, Manuel Marulanda, Tirofijo, ocurrida en marzo de este año. Además, la facilidad con la que el gobierno colombiano llevó a cabo la infiltración y el proceso de concentración de los rehenes en un solo punto es indicativa de la desarticulación y descoordinación en las filas de las FARC, para las cuales la política franco-colombiana y los asesores militares estadunidenses poseían un valor de cambio inestimable; todo ello, según la versión oficial, pues durante el día de ayer la organización insurgente no fue capaz de confirmarla o desmentirla, lo que constituye un indicio adicional de pérdida de control.
La descomposición que a todas luces experimenta el grupo guerrillero tendría que llevar a los remanentes de su dirigencia -y, por extensión, a las de otros grupos político-militares del continente- a replantearse métodos de lucha que a la postre suelen degenerar en mayores sufrimientos para los civiles y en procesos de degradación de la violencia política hacia prácticas meramente delictivas. En lo inmediato, la contundente victoria propagandística conseguida por el gobierno de Álvaro Uribe reduce casi a cero el margen de acción política que pudiera quedar a las FARC.
Pero, pese al optimismo internacional que provocó el suceso, éste no necesariamente se traducirá en una derrota terminante y automática para las FARC ni en una consolidación de las perspectivas de paz en Colombia. Para ello sería necesario atacar las causas originarias de la violencia -la miseria, la marginación y las desigualdades de siempre-, que se mantienen irresueltas. Por lo demás, los actores integrantes de los varios frentes que configuran la violencia en Colombia -guerrilla, ejército, grupos paramilitares y expresiones variadas de delincuencia común- siguen presentes, por más que la organización insurgente más antigua de América se encuentre en una circunstancia de aguda vulnerabilidad y, a lo que puede verse, de declive acelerado.