Contarlo todo es una empeño ambicioso, muy ambicioso, y eso se agradece enormemente, más tratándose de una primera novela. Jeremías Gamboa (Lima, 1975) hace además gala de una seguridad narrativa admirable. Escribe con aplomo, con un estilo pulido, fluido, que pocas veces cae en deslices, sin alardes pero sin simplismo alguno. Resulta sorprendente que en […]
Contarlo todo es una empeño ambicioso, muy ambicioso, y eso se agradece enormemente, más tratándose de una primera novela. Jeremías Gamboa (Lima, 1975) hace además gala de una seguridad narrativa admirable. Escribe con aplomo, con un estilo pulido, fluido, que pocas veces cae en deslices, sin alardes pero sin simplismo alguno. Resulta sorprendente que en una novela de esta dimensión nunca tengamos la sensación de que el autor le pierde el ritmo a la narración, de que cae en la tentación de acelerar los episodios. Gamboa podría haberse ahorrado muchas páginas, es cierto, y concentrarse solo en pasajes esenciales, pero si algo demuestra su escritura es que nada de cuanto narra resulta superfluo: no hay palabrería, exhibicionismo, sino un relato prolijo, sí, porque crea una atmósfera, así sea interior, sin la cual no entenderíamos cabalmente la transformación que sufre su narrador en pos de su vocación -convertirse en escritor-, que va de la mano de su proceso de maduración vital.
Todo esto hace comprensible la enorme expectación que, aun antes de publicarse, despertó Contarlo todo. La aparición de la novela, de hecho, vino orquestada por una campaña tan llamativa como solo se puede permitir un monstruo editorial de la dimensión de Penguin Random House, con una obra que por si fuera poco llega de la Agencia de Carmen Balcells y apadrinada por Vargas Llosa, quien además leyó versiones previas del manuscrito. No creo que la novela decepcione, no creo que estemos ante un autor sobrevalorado. Ya se ha hablado mucho de este libro, de cuánto en él puede ser autobiográfico y cuánto no: la historia de Gabriel Lisboa parece, en efecto, basada en la del propio autor, pero sin duda la ha rellenado de un romanticismo no exento de ciertos tópicos y algunas situaciones repetidas muchas veces antes (el despertar de la vocación literaria entre los componentes de una pandilla de universitarios más o menos extravagantes, sin ir más lejos).
Me interesa aquí señalar algunas cuestiones que parecen pasar desapercibidas, o más bien que no se problematizan, sobre la última narrativa y que en esta novela también se dan. En primer lugar, como ha declarado su autor (y en una línea parecida tantos otros de su generación, entre ellos, por ejemplo, su colega Carlos Yushimito, la otra gran revelación de la literatura peruana): «Me preocupa entenderme. Me pregunto por qué he vivido lo que he vivido, por qué me paro donde me paro. Las preguntas que me hago son sobre mí mismo. Las preguntas ahora son personales. Las preocupaciones del «boom» son sociales. Las letras para comprender la realidad. A nosotros no nos interesa eso. Hemos retornado al universo familiar, doméstico, al amor, la amistad, la identidad personal y no colectiva» (http://www.larazon.es/detalle_hemeroteca/noticias/LA_RAZON_499861/3783-jeremias-gamboa-o-como-triunfar-antes-de-publicar#.UtPldM5hHVM).
En efecto, es un discurso reiterado últimamente entre autores más o menos jóvenes, casi siempre dueños de un bagaje más que cultural, académico, y en muchos casos bien dotados para la escritura. Lo llamativo de esos escritores -y no hablamos específicamente de Gamboa- es que su talento, sus lecturas literarias, sus maestrías y doctorados, suelen ir acompañados de una hiriente pobreza intelectual: dueños de una cultura las más de le veces canalizada por lo hegemónico, se diría que la han interiorizado de tal manera que no pueden ya romper con cualquier discurso preestablecido, las más de las veces, como mucho, polarizado en el binarismo -que se pretende político- izquierda/derecha, tan desprovisto de significado real en sus declaraciones que en el fondo no es otra cosa que distintas caras de una sola moneda.
Es cierto que la novela de Gamboa se centra casi obsesivamente en el proceso de cambio de su personaje principal, que apenas hay referencias políticas en sus más de quinientas páginas…, pero esto no es verdad. Gabriel Lisboa es un chico pobre de un país pobre que se esfuerza hasta la extenuación por entrar en un lugar que en principio no le correspondería: consigue estudiar en una universidad privada, codearse con la clase bonita de Lima, meterse como editor en la revista más prestigiosa del país y comenzar un relación de pareja con la hija de una familia bien que hace lo imposible por demostrarle cuánto le repudia debido a su origen. Todo ello desde el seno de un hogar humilde, adoptado por sus tíos, que viven apenas de un sueldo de camarero. Podemos afirmar, entonces, que en cierto sentido esta novela, pese a la intención de su autor, es mucho más social de lo que él mismo cree, que se sitúa de hecho muy cerca de las del boom y que, incluso, está influida por un marxismo cuasi ortodoxo, lo cual resulta chocante en una narración que se quiere de introspección personal. Y es que es imposible escribir, leer y entender una novela como esta -una gran novela, por añadidura- al margen de lo puramente social.
Así las cosas, y en segundo lugar, es fácil comprender otro de los grandes males que siguen aquejando a la literatura reciente: el sexismo empedernido. El narrador no se siente particularmente agradecido al sacrificio económico que su familia de acogida hace por él, sino únicamente a su tío, que es el asalariado, tampoco hace el amor con las mujeres con las que se relaciona, sino que les hace el amor, realiza esfuerzos para no ver a su última novia, a la que sabe que acabaría por propinarle una paliza y acepta como algo natural el hecho de que su tío sea una persona culta y su tía se dedique únicamente a ponerles por delante la comida en la mesa, o que el padre de su novia le invite a tomar en su casa una cerveza que ordena que ella les sirva, por poner solo algunos ejemplos de los demasiados que menudean en la novela.
Es de hecho la segunda parte de la novela, centrada sobre todo en la relación amorosa de Gabriel y Fernanda, donde la narración pierde fuelle. En primer lugar porque el punto de vista narrativo cambia a una tercera persona endeblemente justificada, que acaba por provocar en el lector cierto distanciamiento acrecentado por la sucesión de tópicos a la hora describir una relación amorosa y que, a ratos, y aun sin abandonar una prosa fluida, da la sensación de un inventario de episodios, algo que se sortea con mano maestra en la primera parte. Vemos incluso escenas de sexo en las que el pubis de una mujer huele «como una pan de yema tierno en las primeras horas de la mañana».
Contarlo todo es una novela excepcional, pero es una novela, para bien y para mal, que se inscribe de lleno en su época y contexto social, y por tanto no cuestiona ninguno de su valores. Dice Vargas Llosa en la contracubierta de esta edición que Gamboa «sabe centrarse en lo esencial, que es contar una historia bien contada». Uno piensa que algo que debería darse por supuesto nunca puede ser lo esencial.
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