Un Borbón corrupto y embustero El libro de Ana Romero, Final de partida, es una crónica de los últimos años del reinado de Juan Carlos Borbón, acudiendo a más de cien fuentes directas. Romero es una periodista de El mundo que estuvo comisionada por el diario para seguir la información oficial de la inefable «Casa […]
Un Borbón corrupto y embustero
El libro de Ana Romero, Final de partida, es una crónica de los últimos años del reinado de Juan Carlos Borbón, acudiendo a más de cien fuentes directas. Romero es una periodista de El mundo que estuvo comisionada por el diario para seguir la información oficial de la inefable «Casa real». Abarca un periodo de cuatro años, desde 2010, que se inicia con Borbón durmiéndose en la entrevista con el vicepresidente norteamericano Biden, y llega hasta la operación de 2014 para colocar a su casi cincuentón hijo en un intento de salvar la monarquía. En medio, transcurre el apogeo de la zafiedad y el ridículo de Juan Carlos Borbón: desde la escena en que aparta a Sofía Grecia a golpes de muleta de la alfombra desde la que recibían al emir dictador de Qatar, hasta sus penosos balbuceos leyendo un papel en la Pascua Militar, pasando por la evidencia pública de la corrupción de la familia Borbón (Nóos y otros), sus desplantes («¡Suéltame, coño!, le vociferó a Sofía Grecia en las escaleras de la catedral de Santiago, en julio de 2010; por sus gestos groseros, como el que dedicó a la embajadora de Nigeria en 2012, en el palacio real; por el viaje a Boswana para matar elefantes, o por sus estancias en las cortes de las dictaduras de la península arábiga, donde cuenta con «entrañables amigos» entre sus feroces monarcas.
El retrato que surge del libro es el que los ciudadanos sospechaban. Juan Carlos Borbón es un tipo astuto, caprichoso, vengativo, autoritario, que ha vivido durante años sobre la mentira del 23-F, sin atender a regla alguna, capaz de sostener la ficción de su matrimonio con Sofía Grecia durante décadas, engañando al país, mientras mantenía sus enredos con Marta Gayá u otras amantes; entretenido en su particular corte de las Chattering clases, esa mezcla de políticos y empresarios que le rodean y que se ríen de los ciudadanos; satisfecho de esos cínicos personajes que justifican sus desmanes y su corrupción millonaria como vulgar comisionista («¿Nos importaría si se hubiera quedado con tres al traer catorce a España?», llegaron a decir); feliz por cobrar durante décadas una comisión por cada barril de petróleo importado por España.
Ese es Juan Carlos Borbón, un personaje proclive a los arrebatos de cólera, a un comportamiento soez que llega al extremo de burlarse de una persona discapacitada, y que, con frecuencia, grita y abronca a sus empleados, pese a la leyenda de su campechanía; incapaz de leer cualquier informe, y con una vergonzosa ignorancia de las cuestiones diplomáticas, pese a recibir gobernantes. Un hombre capaz de decir a los periodistas en el museo de Atenas, ante estatuas clásicas de atletas desnudos: «Estos tíos serían todos maricones, ¿no?». Codicioso, enredado en la vulgaridad y el despilfarro, seguro de la protección de prensa y gobiernos, capaz de irse a un resort de la República Dominicana con la presentadora norteamericana Deborah Norville mientras la crisis ahogaba a los españoles. Un verdadero charlatán, como lo definen muchos de quienes lo han tratado, aficionado a la broma insulsa, grosera, siempre seguro de que le reirán las gracias.
Hace mucho tiempo que el hedor traspasa los muros de la Zarzuela: en la residencia de Juan Carlos Borbón se acumula la mugre y la corrupción, los negocios sucios y los entramados de intereses organizados, antes, por Prado y Colón de Carvajal o por otros testaferros, por delincuentes como Mario Conde o Javier de la Rosa, o por Corinna zu Sayn-Wittgenstein. Ha desviado dinero público, ha defraudado a Hacienda, ha utilizado fondos reservados para pagar el silencio de sus amantes, como en el caso de Bárbara Rey, ha utilizado a los servicios secretos para asaltar domicilios de personas que podían perjudicarle, ha mandado habilitar residencias para su amante Corinna, y se permite caprichos como hacerse construir un pabellón (que costó tres millones de euros) para colgar sus trofeos de caza, con cargo al dinero público. La lista sería interminable. Viajes privados siempre pagados con fondos públicos, décadas de «escapadas secretas» con su amante de turno; o las ciento cincuenta personas que trabajan, a jornada completa, para esa familia de parásitos sociales, ilustran su carácter.
¿Cómo ha sido posible? Por la protección de los gobiernos y el silencio de la prensa. Protegido por una casa real que no duda en mentir, como en la foto de Stuttgart, en 2006, donde aparecía con Corinna zu Sayn-Wittgenstein, o declarando a los periodistas que Juan Carlos Borbón permanecía «trabajando en su despacho» mientras estaba de safari en Boswana. Una «casa real» que ocultó (sirviendo sólo imágenes de Cuenca o Teruel) el insultante viaje de luna de miel que hicieron Felipe Borbón y Letizia Ortiz por el mundo, puro despilfarro pagado por los ciudadanos. La historia de Juan Carlos Borbón es la de una gran mentira, la de un monarca corrupto cuya vida ha consistido en cazar, navegar, viajar, atender a sus amantes y frecuentar los mejores restaurantes del mundo, acumulado, mientras tanto, una fortuna de tres mil millones de euros, siempre protegido por una omertà mafiosa.
Spottorno, jefe de la casa real; Sanz Roldán, jefe del CNI, y Felipe González fueron los encargados de organizar la operación relevo con Felipe Borbón, un hombre casi cincuentón que no ha trabajado en su vida y cuya función es perfectamente inútil, ante la evidencia de que España necesita una república digna, para no padecer la vergüenza de la impunidad con que vive Juan Carlos Borbón, soportando a una familia que avergüenza al país.
Ana Romero, Final de partida
Madrid, 2015, La esfera de los libros.
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