Capítulo destacado de la historia universal de la infamia, el juicio y ejecución de Francisco Ferrer se nos aparece hoy como la respuesta desesperada de un gobierno que aprovechó al vuelo la ocasión de librarse de un enemigo incómodo. Los detalles de esta tragedia con visos de farsa han sido estudiados por Francisco Bergasa y […]
Capítulo destacado de la historia universal de la infamia, el juicio y ejecución de Francisco Ferrer se nos aparece hoy como la respuesta desesperada de un gobierno que aprovechó al vuelo la ocasión de librarse de un enemigo incómodo. Los detalles de esta tragedia con visos de farsa han sido estudiados por Francisco Bergasa y se presentan en ¿Quién mato a Ferrer i Guardia? (Aguilar), publicado cuando se conmemoraba el centenario del fusilamiento de Ferrer en el foso de Santa Amalia del castillo de Montjuïc el 13 de octubre de 1909.
El libro comienza acercándonos al contexto socioeconómico de los hechos y a la biografía de su protagonista principal. En los albores del siglo XX, la ciudad de Barcelona, con su rígida estratificación que segregaba a la gente bien, la clase media y una muchedumbre de obreros condenados a la miseria, representaba un foco de aguda inestabilidad. Políticamente, el colapso del canovismo, tras el desastre del 98, había favorecido la irrupción de dos fuerzas poderosas: el catalanismo, lastrado por un conservadurismo que forzaba la sumisión a Madrid, y el movimiento obrero, oscilante entre la agitación anarquista y el populismo de Lerroux. Culturalmente, la ciudad era un hervidero de ideas brillantes en arquitectura, pintura, música y literatura. Este es el complejo escenario de la trama.
Francisco Ferrer i Guardia nace en 1859 en una familia de agricultores acomodados del Maresme y con catorce años se traslada a Barcelona, donde trabaja en un comercio de tejidos y luego en una fábrica de harinas, mientras estudia en clases nocturnas. En 1878 pasa a la Compañía de Ferrocarriles, en la que pronto es revisor. Trata ya a Anselmo Lorenzo (1841-1914), tipógrafo y abuelo del anarquismo ibérico, que junto con otras influencias va decantando sus ideas. Sus viajes permiten a Ferrer actuar como discreto correo de Manuel Ruiz Zorrilla, líder del republicanismo español refugiado en París desde 1875, y este contacto le será de ayuda cuando su participación en una intentona insurreccional lo arrastre al exilio en 1885. Para entonces, llevaba ya cinco años casado con Teresa Sanmartí, con la que tuvo siete hijos, y hacía dos que había ingresado en la masonería. En la capital de Francia, Ferrer regenta un restaurante en la rue Pont Neuf, bautizado «Libertad» y luego da clases de español, aunque se entrega sobre todo al activismo con republicanos y anarquistas.
En el congreso de librepensadores celebrado en Madrid en 1892, Ferrer acude a defender sus ideas y cuando al fin es prohibido a los dos días de empezar, reparte un manifiesto entre los asistentes. Este contenía un llamamiento a la insurrección violenta, y será utilizado después contra él en el juicio, pero de momento le ganó la amistad de un redactor de El País que sintonizaba por entonces con aquello, Alejandro Lerroux. De regreso a París, Ferrer se divorcia al poco tiempo de Teresa, con la que las relaciones estaban muy deterioradas debido a las profundas diferencias de carácter entre ambos. Hubo después un incidente desagradable cuando ella le disparó en la calle hiriéndole levemente.
En el último lustro del siglo se produce un cambio ideológico importante en Ferrer, que ve clara la incapacidad revolucionaria de los republicanos, buenos sólo para prodigar cuarteladas que siempre fracasaban, y orienta sus esperanzas hacia un proletariado que emerge como fuerza poderosa. Esto la ligará más a los anarquistas, al tiempo que comienza a desarrollar la idea de una pedagogía libertaria, basada en métodos racionales y científicos, y capaz de crear espíritus críticos. Se trataba de combatir la perniciosa influencia de la educación católica, servil y dogmática, y promover la adquisición de conocimientos en un marco de respeto personal, solidaridad y libertad. Así alumbrará su gran proyecto, la Escuela Moderna. Respecto a su vida personal, desde 1899 Ferrer vive maritalmente con una alumna suya, Leopoldine Bonnard, con la que el año siguiente tiene un hijo, Riego. Las relaciones se prolongarán hasta 1905.
El dinero para el proyecto pedagógico lo aportará la herencia que dejó a Ferrer su discípula y amiga Ernestine Meunier, fallecida en 1901. El legado financia la fundación de la Escuela Moderna en la calle Bailén de Barcelona en septiembre de ese mismo año, que echa a andar con treinta muchachos de ambos sexos y dirección de Clemencia Jacquinet, profesora francesa ardiente defensora de la educación laica. La empresa cuenta con la colaboración de los catedráticos de la universidad de Barcelona Andrés Martínez Vargas y Odón de Buen y pronto editará manuales de autores como Santiago Ramón y Cajal, Federico Urales o Anselmo Lorenzo. Hay que decir también que el proyecto cosechó críticas de los que lo veían excesivamente volcado en el adoctrinamiento político, como Ricardo Mella o Clemencia Jacquinet, que acabó dejando su puesto de directora de la escuela.
El número de alumnos de la escuela va creciendo (146 en 1905) y se crean sucursales, que llegan a ser más de medio centenar en 1906. En 1901 Ferrer funda además un periódico quincenal y luego semanal, La huelga general, lo que no es óbice para que la que estalla en febrero del año siguiente en Barcelona sea un completo fracaso. En estos comienzos del siglo XX, aparte de su labor educadora, se convierte en alma y sustento de las campañas que se dan en España a favor de activistas presos o de agitación antimonárquica. En 1905, Ferrer conoce a una agraciada joven navarra, Soledad Villafranca, veintiún años más joven que él, y se va a vivir con ella, dejando su viejo domicilio a Leopoldine y Riego. Por esas fechas se produce en París un atentado con bomba contra Alfonso XIII en el que existen indicios de que Ferrer tuvo alguna implicación.
El año siguiente, tras el atentado de Mateo Morral en la calle Mayor de Madrid, a cuya gestación es probable que no fuera ajeno, Francisco Ferrer es detenido y encausado con una petición inicial de pena de muerte que luego se rebaja a dieciséis años, y sus bienes son inmovilizados. Las perspectivas son sombrías, aunque Alejandro Lerroux desarrolla desde El progreso una intensa campaña a su favor, denunciando una conspiración jesuítica para deshacerse del incómodo impulsor de la Escuela Moderna. Pronto arrecian también movilizaciones en el extranjero pidiendo su libertad y, desprovisto de pruebas para inculparlo, el tribunal absuelve a Ferrer, con lo que el 12 de junio de 1907 está en la calle. No obstante, la Escuela Moderna ha sido clausurada, y su prestigio se ve seriamente mermado, por lo que decide establecerse en París. En los meses siguientes, viajará por Europa defendiendo sus postulados pedagógicos, pero manteniendo el contacto con sus amigos españoles a los que subvenciona con generosidad, volcado cada vez más en los anarquistas, pues sólo a ellos ve capaces de llevar a las masas a la insurrección que puede alumbrar un orden nuevo. Una desgracia familiar, la grave enfermedad que aquejaba a su cuñada y su sobrina, es la causa de que viniera a España en junio de 1909 y se encontrara en Cataluña cuando se precipitaron los acontecimientos.
LA SEMANA TRÁGICA
Vive España en los comienzos de aquel verano de 1909 el fracaso del proyecto renovador de Maura, la famosa «revolución desde arriba», y en Barcelona la marginada masa obrera avanza en un proceso organizativo en el que un hito importante había sido el nacimiento en 1907 de Solidaridad Obrera, confederación gremial que ponía las bases de lo que llegaría a ser un pujante movimiento sindical. Este proletariado militante identificaba como enemigos no sólo a patronos y burgueses, sino también al ejército y la Iglesia. Al mismo tiempo, el Partido Radical de Lerroux, demagógico y populista, suponía otro polo de atracción para los obreros.
La situación no andaba muy boyante por aquellos meses, con crisis económica y lockouts a la orden del día, pero se complica aún más cuando en el Rif se reanudan las hostilidades debido a las actividades mineras en las proximidades de Melilla, y se producen llamamientos a filas en Cataluña. Era la denominada «Guerra de los banqueros» en el argot popular y sus víctimas previsibles eran los obreros que no disponían de las mil quinientas pesetas necesarias para eludir el servicio militar. La prensa radical y hasta la moderada hervían de indignación y cuando el domingo 18 de julio se obliga a desfilar por las Ramblas, camino de los muelles, al Batallón de Cazadores de Reus, formado íntegramente por soldados catalanes, la rabia de las esposas y madres de los desventurados estalla implacable. En los días siguientes hay manifestaciones en Barcelona y por toda la geografía española. La agitación crece y la ciudad es ocupada militarmente. Pronto anarquistas y socialistas convocan huelga general para el lunes 26. Los radicales les apoyan. El comité de huelga está integrado por José Rodríguez Romero, en representación de los libertarios, Miguel Moreno, de Solidaridad Obrera, y Fabra Rivas por los socialistas.
Lunes 26 de julio
La calurosa mañana de ese día, la ciudad está casi paralizada y los obreros llegados de sus barrios al centro se juntan en grupos y fuerzan el cierre de los últimos comercios, mientras se producen algunos enfrentamientos y detenciones. Cuando se comprueba que los tranvías siguen funcionando, la violencia se concentra contra ellos y son apedreados e incendiados. Las autoridades locales deciden declarar el estado de guerra y el capitán general Luis de Santiago se hace cargo de la situación, poniendo en marcha un dispositivo eminentemente defensivo. Mientras tanto, los obreros asaltan las comisarías para liberar a los detenidos.
Por la tarde, cuando los manifestantes se acercan pacíficamente a Capitanía General pidiendo la solidaridad del ejército con el pueblo, son recibidos con disparos que causan varios muertos, determinando esto para muchos historiadores la transformación de la huelga en una abierta rebelión. Al filo de la medianoche, el edificio del Patronato Obrero de San José de los maristas, en Pueblo Nuevo, es incendiado, dando apenas tiempo a la tropa de proteger la salida de los religiosos.
Ocurre entonces que el comité de huelga contacta con los dirigentes políticos, tratando de dar un sentido a los acontecimientos, pero todos: catalanistas, radicales (con Lerroux además ausente), republicanos y socialistas rehúsan cualquier intento de encauzar lo que entienden que está sujeto a su propia dinámica. La situación queda así en manos de los treinta o cuarenta mil exaltados que dominan las calles.
Martes 27 de julio
Los rebeldes levantan por la ciudad centenares de barricadas para defenderse de las cargas de las fuerzas del orden, disparando desde ellas con su escaso armamento. Arden más de treinta iglesias y monasterios. Mientras tanto, en Madrid, La Cierva, ministro de la Gobernación, trata de hacer creer que lo que se vive en Cataluña es una revuelta separatista. Más al sur, en el barranco del Lobo, en las faldas del Gurugú, las tropas españolas son masacradas por los rifeños con más de mil trescientos soldados muertos.
Miércoles 28 de julio
Con la tropa a la defensiva, la ciudad está en manos de los sublevados que han conseguido armas en asaltos al Cuartel de Veteranos y a las armerías. Hay tiroteos con la Guardia Civil, y el ejército apenas interviene. Arden nuevas iglesias y monasterios, y algunos cementerios conventuales son profanados. El carbonero Ramón Clemente será fusilado por bailar, en la plaza del Padró, con el cadáver de una monja.
Jueves 29 de julio
Con la llegada de abundantes refuerzos, las tornas se invierten y los sublevados, que resisten heroicamente en numerosos enfrentamientos, terminan batidos y dispersados aunque provocan aún algunos incendios. Los miembros del comité de huelga empiezan a contemplar la posibilidad de huir.
Viernes y sábado
Estos días el ejército, con más de diez mil soldados, elimina progresivamente los focos de resistencia que quedan, mientras algunas líneas de tranvía comienzan a funcionar, y lentamente se recupera la normalidad.
La semana trágica sólo puede decirse que concluye el domingo, día 1 de julio, cuando el capitán general de Cataluña telegrafía a Madrid que la situación está plenamente controlada. Como saldo de los hechos hay que señalar que los revolucionarios respetaron centros institucionales y factorías industriales y no hubo asaltos generalizados de tiendas o comercios. Por otra parte, la persecución religiosa sólo provocó tres muertos, de los que uno fue debido al humo. Para ser una huelga general, resultó extraordinariamente violenta, pero es necesario reconocer que como revolución fue muy blanda.
¿Qué hizo Ferrer estos días? Sabemos que a principios de junio deja la residencia londinense donde se había instalado con Soledad Villafranca y se ocupaba en la selección de textos destinados a ser traducidos y publicados en su editorial. La grave enfermedad que afectaba a su cuñada y su sobrina lo trae a Cataluña, y el 17 de junio llega a Mongat. Durante el resto del mes de junio y la primera mitad de julio vive en su casa de Mas Germinal y realiza sólo esporádicas visitas a Barcelona, siempre vigilado por la policía. Entre el 14 y el 18 de julio, se aloja con Soledad en el Hotel Internacional de Barcelona, pero los datos disponibles sugieren que sus relaciones con los dirigentes anarquistas, de Solidaridad Obrera, radicales o socialistas que estaban en aquellos momentos implicados en la movilización contra la guerra no eran muy fluidas y poco pudo influir en este sentido.
Cuando ya los acontecimientos se han desencadenado, el lunes pasa el día en Barcelona, haciendo gestiones para su editorial, pero también entrevistándose con Miguel Moreno, de Solidaridad Obrera, y Emiliano Iglesias, jefe por entonces de los radicales, con los que cambia impresiones sobre los sucesos. Regresa andando a su domicilio y en él permanece el martes. El miércoles acude a Masnou y Premiá de Mar, donde trata, con escaso éxito, de incitar a algunos de sus conocidos a sumarse a la revuelta. Su «intervención» en los hechos de esa semana termina cuando de regreso a casa se encuentra por la tarde con un grupo de jóvenes que volvían de Barcelona y ante las noticias que traen les anima a la lucha con estas palabras: «Eso está bien. ¡Ánimo! Es el momento de destruirlo todo.»
EL PROCESO
Durante el mes de agosto, dos mil quinientas personas son detenidas acusadas de participar en los hechos, al tiempo que se cierran periódicos, centros sociales y escuelas laicas. Se busca un chivo expiatorio y la prensa afín al gobierno comienza una campaña de falsedades contra Francisco Ferrer: presencia en las calles dirigiendo a los amotinados, financiación de los insurrectos, etc. El auto de procesamiento enhebra rumores y juicios de valor para plantear una responsabilidad que no se sustenta en ningún indicio probatorio. Se le busca afanosamente y al fin el 1 de septiembre, de madrugada, es detenido en Alella cuando trataba de huir a Francia. Mientras tanto, familiares, amigos y colaboradores de Ferrer son desterrados a Alcañiz y Teruel y todos sus bienes son confiscados.
Variados fueron los destinos de los miembros del comité de huelga y de los sindicatos y partidos que se adhirieron a la sublevación. Bastantes consiguieron huir, otros fueron apresados el primer día y de poco se les podía hacer responsables. La represión se cebó en los anarquistas de Solidaridad Obrera, algún nacionalista catalán y militantes del Partido Radical. Estos últimos, aunque no los líderes principales, destacaron por las acusaciones que vertieron contra Ferrer. Se repasa muy detalladamente en el libro la instrucción del proceso contra este, cuyas múltiples irregularidades son puestas de manifiesto. De los testigos convocados (105), sorprende en primer lugar la abundancia de militares, agentes de las fuerzas del orden y políticos derechistas, así como la exclusión injustificable de familiares y correligionarios del acusado. Las declaraciones amplifican y validan rumores, tuercen la realidad y tejen insidias para acabar convirtiendo a Ferrer en el alma de la sublevación. Las pruebas documentales fueron obtenidas en el registro realizado en su casa y consisten en escritos suyos en los que expresa su ideología o defiende un programa revolucionario, sin que se encuentre ninguna referencia concreta a los hechos de Barcelona.
Se acusa a Ferrer de «un delito probado de rebelión militar» y se le pide que elija a su defensor entre una lista de oficiales togados. Optará, debido al simple hecho de la coincidencia de nombres, por el capitán Francisco Galcerán Ferrer, que se comportará de forma leal y honesta. Las sesiones del juicio oral tienen lugar el 9 de octubre en la Cárcel Modelo de Barcelona. Comienzan a las ocho horas con el «apuntamiento», una versión abreviada del sumario que precede a la intervención del fiscal. En estos trámites se contemplan resumidas las atrocidades de la instrucción: una maraña de mentiras consigue presentar a Francisco Ferrer como cabecilla de la sublevación. Habla después el defensor, que convencido de su inocencia, se atreve a denunciar las irregularidades del proceso y la debilidad de los argumentos de la acusación. Su honradez le valdrá ser censurado por el auditor por «exagerar la defensa del reo» y la apertura de una investigación que al fin quedó en nada. Se permite luego a Ferrer leer un par de cuartillas en las que protesta de su inocencia. A las doce y cuarenta y cinco minutos se da por terminada la vista.
Tras esta pantomima, Ferrer trató de dar ánimos a sus allegados, aunque no se le escapaba lo oscuro de su destino. A las seis de la tarde, el tribunal declara al acusado culpable de liderar la revuelta y le impone la pena de muerte. El fallo es aprobado por el capitán general de la IV región con fecha del 10 de octubre, y esa misma noche, el reo es trasladado al castillo de Montjuïc. El consejo de ministros del día 12 da el «enterado» y la sentencia se comunica al reo a última hora. Tras despedir amablemente a los sacerdotes que acuden a hablar con él, Ferrer redacta un detallado testamento, descansa apenas unos minutos y escribe varias cartas. A las nueve en punto del día 13 de octubre es fusilado. Sus palabras postreras a los soldados que formaban frente a él fueron: «¡Muchachos, apuntad bien, y disparad sin miedo! ¡Soy inocente! ¡Viva la escuela moderna! La mañana siguiente fue enterrado en el cementerio próximo al castillo. Los hechos provocaron en el mundo la mayor campaña antiespañola jamás vista. Cayó en breve el gobierno Maura y se mitigó la represión, pero ya nada volvería a ser igual. La sangre derramada de Ferrer hará que sus ideas tengan un éxito que nunca habían conocido y se conviertan en fermento y sustancia del anarquismo español.
El libro concluye tratando de depurar las responsabilidades del asesinato legal que en él se describe. ¿Por qué ocurrió lo que ocurrió? Ferrer estaba en el punto de mira del poder, era vigilado desde hacía mucho tiempo y tras el atentado de Morral de 1906 podía considerársele el enemigo público número uno. Su detención en Alella, dio al gobierno de Antonio Maura la ocasión que esperaba de ajustar cuentas con él, y ciertamente no la desaprovechó. Las medidas que toma en ese momento permiten explicar todo lo que ocurre después. El ejército fue un instrumento dócil en manos del gobierno y se sumó entusiasmado a la campaña contra el que se había mostrado un abierto antimilitarista. La iglesia tampoco escatimó medios para combatir al que denunciaba sus privilegios. Fue decisivo también el apoyo de la prensa de mayor difusión, enteramente al servicio del gobierno y los partidos conservadores, que actuó de altavoz para las mentiras que se atribuían a Ferrer. Solamente El País, órgano nacional de los radicales y periódicos menores asumieron su defensa.
De enemigos como aquellos sin duda podía esperarse algo así, pero sorprende la animadversión de los miembros del Partido Radical que declararon contra Ferrer. Sin embargo, el reciente acercamiento de este a los anarquistas había motivado una cierta tirantez que contribuye a explicarla. La falta de afinidad con los catalanistas de derechas ayuda a entender los testimonios de algunos de ellos y la indiferencia distante de otros. Los catalanistas de izquierdas no lo acusaron abiertamente, pero poco o nada hicieron por él. Más extraño es el alejamiento de los anarquistas y socialistas de Solidaridad Obrera, pero hay que decir que estos, aunque habían sido generosamente financiados por Ferrer, nunca dejaron de considerarlo un hombre de otro mundo, un burgués enriquecido, compañero de viaje apenas. Hay que señalar, por otra parte, que no sólo en el extranjero hubo movilizaciones a favor de Ferrer, sino también en distintos lugares de España, y que en ellas participaron los miembros más combativos del proletariado junto a algunos burgueses liberales.
¿Quién mató a Ferrer i Guardia? nos introduce en todos los aspectos históricos, sociológicos y económicos que permiten explicar el estallido de la Semana Trágica y nos acerca después con riguroso detalle a los hechos de aquellos días. Paralelamente, el libro nos ofrece una aproximación biográfica a la figura de Francisco Ferrer. Son estos dos relatos casi inconexos, pues este apenas intervino en la sublevación de Barcelona y fue sólo un poder dispuesto a cualquier arbitrariedad el que acabó por anudar las dos historias. Una fatal casualidad puso a Ferrer demasiado cerca del motín, y el gobierno de Antonio Maura aprovechó para inculparlo y librarse de él. Con la laboriosa exhumación de todos los detalles del proceso que llevó a la muerte al pedagogo catalán, Francisco Bergasa deja visto para la sentencia de la historia uno de sus episodios judiciales más lamentables.
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