«El prisma del lenguaje» de Guy Deutscher(Traducción de Manuel Talens) Editorial Ariel, Barcelona 2011
Quizás la palabra imprescindible sea excesiva, pero en todo caso sí me parece que es un libro necesario para salir de la confusión en que estamos sumergidos la mayoría respecto a lo que dicen hoy los lingüistas sobre la relación entre el lenguaje, el pensamiento y el mundo. Políticamente comprobamos cómo se utiliza tanto el relativismo como el universalismo lingüístico para justificar las propias posiciones. Los nacionalistas quieren sostener la identidad política que reivindican sobre una identidad cultural que en la mayoría de los casos remite a la lengua. De esta manera, dicen que cada pueblo tiene una cultura propia que viene determinada fundamentalmente por una lengua propia y que ésta genera un mundo propio, una manera específica de concebir el mundo. Sus críticos afirman que hoy los lingüistas defienden que la lengua es simplemente un instrumento y que sus bases, siguiendo el innatismo de Chomsky, son universales entre todos los humanos. Al mismo tiempo, estos planteamientos sobre el relativismo/universalismo lingüístico tienen mucho calado filosófico. De hecho, el lenguaje, sobre todo como manera de acceder a lo real, ha sido uno de los temas estrellas de la segunda mitad del siglo XX, y todavía continúa. De Wittgenstein y Heidegger llegamos al famoso giro lingüístico enunciado por Rorty, a partir del cual justifica una teoría convencionalista de la verdad. Igualmente, todos los estructuralistas, post-estructuralistas y post-modernistas han teorizado sobre el tema. Por todas estas razones me parece muy importante que un lingüista consistente y abierto coja el toro por los cuernos e intente concretar, con todos sus matices, qué es lo que puede sostener desde la ciencia lingüística sobre el problema. Guy Deustscher es este valiente y brillante lingüista que se ha atrevido a hacerlo. Nacido en 1962 en Tel Aviv, pero instalado académicamente en Inglaterra (Cambridge, Manchester, Oxford), plantea con el estilo claro y riguroso de lo mejor de la tradición anglosajona una elaboración impecable sobre la cuestión, evitando en todo momento esas generalizaciones apresuradas que tanto daño hacen hoy a las teorías y contrastando lo que dice con abundantes datos empíricos y con una ética de la verdad que le hace huir como la peste de las seducciones del discurso atractivo e ingenioso. Deutscher ha necesitado mucho trabajo y mucha inteligencia para la investigación que resume, muy bien por cierto, en este libro. Por una parte, tenemos una reconstrucción histórica muy precisa sobre el contexto en que aparece la hipótesis del relativismo lingüístico y todo su devenir posterior (crisis, rechazo, resurgimiento…). Lo hace sin concesiones, poniendo de manifiesto cómo los lingüistas siguen los modos y, lo que es peor, las modas de la época, y de esta manera son víctimas de sus propios prejuicios. Resulta significativa la ironía de Deutscher al mostrar cómo esto resulta claramente manifiesto en el manual lingüístico académico más utilizado, donde se mantienen de manera categórica generalizaciones sin ningún tipo de contraste. Las hipótesis del autor están siempre bien fundamentadas y nunca se presentan de manera dogmática. Muy al contrario, nos remite siempre a las fuentes empíricas y a la claridad de las argumentaciones. Una de ellas es que la lengua no limita nuestra experiencia (a la inversa, considera que podemos probar que esta afirmación no es cierta), sino que lo que hace es obligarnos a tener en cuenta determinados aspectos de nuestra experiencia. Otra es que la lengua actúa, en su manera de clasificar los objetos, con una libertad con restricciones. Es decir, que aunque cada lengua clasifica de la manera que considera conveniente, hay como unas referencias naturales que son las que hacen que haya una afinidad entre la gran diversidad de lenguas. Esto lo precisa sobre todo en el estudio de la clasificación de los colores, que junto a la orientación en el espacio y la aplicación de los géneros son los tres campos en los que profundiza de manera más concreta. Esta última parte del libro es menos teórica y mucho más analítica empíricamente. La conclusión de Deutscher es que hay una influencia relativa y moderada de la lengua sobre nuestra percepción de la realidad.
¿Alguna crítica? Por supuesto, si con ello entendemos no poner de manifiesto deficiencias del libro, sino hacer preguntas y reflexiones que creo no resueltas. La primera es que me ha parecido que hay una cierta confusión cuando trata de la influencia de la lengua sobre la percepción y el pensamiento, dos aspectos que hay que delimitar con claridad, aunque por supuesto están interrelacionados. La ambigüedad viene porque nos habla de los conceptos empíricos, es decir, de palabras que clasifican la experiencia perceptiva. Pero es que cuando decimos que la lengua estructura el pensamiento de una manera determinada nos referimos también a los conceptos que no tienen origen empírico (a saber, los morales, los metafísicos…) o a cómo las reglas sintácticas los ordenan. Por ejemplo, el hecho de que no existan tiempos verbales en chino no quiere decir, como muy certeramente plantea Deustcher, que los chinos no entiendan la diferencia entre el pasado, el presente y el futuro, pero sí que lo entienden y lo viven de una manera diferente, como ha mostrado el filósofo y sinólogo francés François Jullien. Por cierto: ¿Por qué Deutscher habla tan poco del chino mandarín cuando es la lengua más hablada, más diferente a la nuestra y la que seguramente tiene más futuro? Aunque, para ser justos, he de decir que el lingüista sí entra periféricamente en el tema, pero me habría gustado que, aun reconociendo que debe ajustarse a los límites del libro, los plantease como una reflexión pendiente. Toda esta última problemática me lleva asimismo a preguntarme por qué no cita a Saussure. Incluso si aceptamos que Deutscher se enmarca en otra tradición, aun así me parece fundamental la distinción entre significante y significado. Me lo parece porque creo que evita que caigamos en la ilusión de que hablamos de la relación entre las palabras y las cosas cuando en realidad lo hacemos entre el significante y el significado (el concepto). Así entendemos que las palabras son siempre convencionales, pero podemos preguntarnos hasta qué punto los significados son arbitrarios. Porque una cosa es que sean convencionales, es decir, producto de un acuerdo humano, y otra que éste no se base en formas reales. Lo arbitrario sería si tuviera razón Foucault en el inicio de Las palabras y las cosas, cuando cita a Borges en una clasificación posible del mundo que para nosotros sería totalmente imposible. Yo comparto más bien la feliz expresión de Deutscher de que hay una libertad sin restricciones, es decir ni un nominalismo arbitrario ni un realismo platónico en el que los conceptos deberían reflejar las formas reales de las cosas. Vale la pena mencionar cómo el mismo Wittgenstein acabó rechazando su primera teoría, aparecida en el Tractatus, que iría en dicho sentido: la ilusión de pensar que hay un isomorfismo entre las proposiciones y los hechos. Aquí sí que es pertinente citar la crítica que hace nuestro autor a los formalistas que piensan que lo único que hacen las lenguas es reflejar las formas lógicas comunes a todos los humanos. Hay también otros méritos de Deutscher, como, por ejemplo, su crítica radical a cualquier determinismo genético, es decir, biológico. En todo caso, es evidente que el interés del libro no está sólo en lo que dice, sino también en las preguntas que plantea: es un buen material para pensar.
Como punto final, me gustaría hacer una referencia a la traducción. Nos encontramos con el caso insólito de que el autor felicita al traductor, Manuel Talens, por el buen trabajo hecho. Esto me recuerda que fue el mismo Talens quien me hizo ver hace unos años la necesidad de hacer referencia a los traductores, cuya buena labor es fundamental, en todo análisis de crítica literaria. Dejemos a los eruditos y académicos los purismos de que hay que leer a un autor en su lengua y celebremos la gran oportunidad que nos brindan los buenos traductores de disfrutar de las lecturas que no podemos hacer en su lengua original.
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