Hace un par de días tuve un sueño intenso -no es broma, por eso me tomo unas vacaciones- de esos que se mantienen despiertos cuando ya estás despierto y te hacen dudar sobre su virtualidad. Soñé que deambulaba por los pasillos de San Caetano, sede del nuevo Gobierno gallego, y me iba encontrando con avejentados […]
Hace un par de días tuve un sueño intenso -no es broma, por eso me tomo unas vacaciones- de esos que se mantienen despiertos cuando ya estás despierto y te hacen dudar sobre su virtualidad. Soñé que deambulaba por los pasillos de San Caetano, sede del nuevo Gobierno gallego, y me iba encontrando con avejentados concejales a los que fui conociendo cuando empecé a ejercer en serio la profesión periodística, aproximadamente en las mismas fechas en que Fraga se iniciaba como presidente de la Xunta (hay jóvenes gallegos que no tienen otra presencia política en sus mentes que la del fundador del PP). Entusiasmado, en cada esquina me topaba y abrazaba con uno de esos veteranos ediles que hicieron oposición al Partido Popular en los tiempos duros del rural, en pequeños pueblos en los que uno o, como mucho, dos concejales encarnaban la única esperanza de un reducido y silencioso número de vecinos que, en aquellos tiempos, no se atrevían a confesar su voto porque de ese silencio dependía su empleo o el de algún familiar. No estoy hablando del franquismo sino de hace unos quince años. El cacique pegaba entonces con fuerza, arropado por el fraguismo y por la experiencia que había adquirido desde 1939 hasta hoy, sin interrupciones ni transiciones. Conocí a muchos de esos políticos tenaces y honrados a principios de los años 90, recorriendo numerosos pueblos de Pontevedra para el llorado Diario 16. Sufrieron un desgaste político extraordinario insultados y anulados en los plenos, sancionados, sin acceso a las dependencias municipales, etc- que nunca será suficientemente reconocido, ni siquiera por sus compañeros de partido en las grandes ciudades. La mayoría se han retirado, quemadísimos, y celebran en casa el cambio gallego. Yo, que recibía sus informaciones en bares perdidos o en su propia casa, no puedo hacer otra cosa que reconocer su labor, aunque hubiera sido de modo onírico. El problema de este sueño es que, antes de terminarse con el ruido del despertador, se me aparecía alguien elegante y políticamente correcto que nos reprochaba el júbilo y nos pedía talante y respeto hacia el presidente saliente. Recuerdo que, en mitad del sueño, monté en cólera contra tanta política correcta y reclamé el derecho de muchas personas al resentimiento. Y cuanto mas escarbemos en el tiempo y en el miedo, mas resentimiento habrá, qué remedio. Y nada mejor para superar el resentimiento que la justicia de hacer público lo que antes nadie se atrevía a contar por miedo o por censura, de la que he sido tan víctima como cualquier otro periodista medio. La justicia empieza con la verdad, por eso siempre me he negado a participar en la hipocresía de hablar bien de los difuntos cuando no se lo merecen.
Supongo que estos delirios tremebundos se deben a la proximidad de mis vacaciones, me veo ya con Chet Baker y Tenderly a la sombra -y a lo mucho que me molesta la pretensión de Fraga como falso inventor del falso centro político. Esto del centro ya se lo leímos muchos años antes a Cortázar en uno de los laberínticos episodios de ese cambalache que es Rayuela.