Señor presidente: No confío en que usted llegue a conocer este mensaje, pero lo escribo y lo publico en este medio, el único a mi alcance, que a usted seguramente le resultará sospechoso, porque no sé a quién, que goce de alguna autoridad, decirle lo que tengo que decir con alguna esperanza de que mis […]
Señor presidente:
No confío en que usted llegue a conocer este mensaje, pero lo escribo y lo publico en este medio, el único a mi alcance, que a usted seguramente le resultará sospechoso, porque no sé a quién, que goce de alguna autoridad, decirle lo que tengo que decir con alguna esperanza de que mis palabras sirvan para algo. Al tema de la tortura policíaca (uno de los grandes horrores de la historia de España, hoy desdichadamente vigente) dedicó Eva Forest una muy buena parte -muchísimos años- de su vida, y yo mismo algunas horas de la mía; ambos, primero durante la dictadura y luego durante la actual situación democrática, que no fascista como afirman algunos observadores superficiales. (También ambos tenemos nuestras publicaciones al respecto, en las que la perennidad de este horror está suficientemente documentada, y a ellas me remito yo, ahora que ella ya no puede hacerlo). Quienes conocemos el tema sabemos, efectivamente, que la tortura en España no es -y sigue no siéndolo- un acontecimiento insólito. Amnistía Internacional ya está dando pruebas muy responsables de este lamentable fenómeno, que pone en entredicho las protestas de los dirigentes políticos españoles a favor del respeto de los derechos humanos en otros países. Hasta dónde llega la hipocresía y el cinismo de esos dirigentes es un asunto a dilucidar. Estamos ante una gran vergüenza histórica.
En cuanto a hoy mismo, voy a tratar de volver a la luz un término que E. F. usaba con lucidez a la vista de determinadas situaciones como la que estamos viviendo durante estos días: ese término es «el revuelo». El caso es que se permite y tolera, cuando no es que se preconiza, el uso de la tortura policíaca, y ello por parte de los políticos en ejercicio en las alturas del poder; y, de pronto, un día, alguno de los episodios de esa práctica cotidiana en los cuartelillos de la Policía y de la Guardia Civil es objeto de un gran «revuelo», como el otro día, cuando se conoció el parte médico de un detenido (Igor Portu), habiéndose dado unos días antes un escalofriante testimonio de torturas (Gorka Lupiañez). En este caso está clara la causa del revuelo: la publicación del parte médico; pues, de no haberse producido ésta, el caso se hubiera ocultado bajo el mismo silencio de siempre, y el ministro del Interior no se hubiera apresurado a convocar a los periodistas, aunque lo cierto es que lo hizo para recoger el revuelo y desmentir la legitimidad de las inquietudes reales vertidas en él. O sea, para tratar de establecer el hecho de que la tortura es un hecho insólito entre nosotros y se está pronto a sancionar tales hechos con la debida severidad en el caso de que se confirmen; lo que, sencillamente, no es cierto, aunque algún día quizás -ojalá- lo sea. Pero eso depende, aquí y ahora, particularmente de usted y de sus colaboradores, señor Presidente.
Así pues, lo que ha acontecido ahora -un cierto «revuelo»- no ha sido, ay, que el ministro Pérez Rubalcaba se haya inquietado sinceramente por la gravedad de la situación y que por ello haya convocado en seguida una conferencia de prensa, porque hace apenas quince días se produjo un testimonio escalofriante y que huele a verdad por todos sus poros -el de Gorka Lupiañez- sin que el señor ministro haya movido un dedo, al menos públicamente, sobre ese caso.
En seguida se ha advertido que no es que algo haya cambiado -algo haya empezado a cambiar- en la cabeza o en el corazón de ese ministro, sino que ha llegado el momento del «revuelo», con el cual se tratará precisamente de ocultar la cuestión una vez más, en la más fétida tradición de aquel ministro de apellido Rosón, que cubrió en el Parlamento español el repugnante caso de Almería, en el que tres jóvenes y pacíficos obreros santanderinos iban a la primera Comunión de la hermanita de uno de ellos en Almería, y aparecieron muertos, con los huesos rotos, y quemados dentro de su coche en una carretera secundaria, después de haber sido detenidos por la Guardia Civil, que los había tomado por vascos. El ministro informó a los señores diputados de que habían fallecido en un accidente de carretera cuando eran trasladados de uno a otro cuartelillo y trataban de escaparse y asesinar a los guardias civiles que los trasladaban. En aquel caso la Guardia Civil superó los horrores del llamado en su día «crimen de Cuenca».
Ahora el señor Pérez Rubalcaba acepta como verdad indiscutible que las lesiones se han producido según el cuento de la Guardia Civil, que otras veces ha herido en la tripa a manifestantes al disparar tiros al aire; y podríamos diseñar aquí una gran galería de otros horrores, muchos aún en la memoria de esta generación. En realidad se trata de episodios que dejan chiquita la que Borges llamó «historia universal de la infamia».
Señor Rodríguez Zapatero, tenga usted a bien apadrinar una actividad a favor de la erradicación de estos usos y costumbres. No se instale usted definitivamente en las filas del cinismo y de la hipocresía en las que se instalaron sus antecesores, por ejemplo mediante tan grandes hazañas como la creación y el mantenimiento de los GAL. ¿Será posible esperar de usted algo todavía? Con esta esperanza, muy maltrecha por los hechos, es verdad, le he escrito hoy este pequeño y honesto mensaje, desde mi convencimiento de la indeseabilidad de toda violencia.
Respetuosamente.