‘Should I die on this day · I’d not trouble to look. I know not Paternoster · as the priest it singeth, But I know rhymes of Robin Hood · and Earl Randolph of Chester, But of our Lord or our Lady · not the least ever made.‘ Piers Ploughman / Pedro el labrador (escrito […]
‘Should I die on this day · I’d not trouble to look. I know not Paternoster · as the priest it singeth, But I know rhymes of Robin Hood · and Earl Randolph of Chester, But of our Lord or our Lady · not the least ever made.‘
Piers Ploughman / Pedro el labrador (escrito entre 1360 y 1387; transcripción en inglés moderno)
El último Robin Hood que ha llegado a las pantallas, el de Ridley Scott, pretende ser una aproximación realista del legendario personaje. Para lograrlo, el director cree necesario que Russel Crowe interprete a un Robin Hood maduro, sombrío y de vuelta de todo, no sólo de las Cruzadas, muy alejado de la figura jovial e irreverente que predomina en las representaciones cinematográficas de principios del siglo XX. Pero en el fondo la película de Scott continúa el esfuerzo de Hollywood por separar a Robin Hood de la tradición popular medieval inglesa y convertirle en un héroe mítico que encarne valores más aceptables para el orden establecido contemporáneo.
Así pues, Robin Hood debe ser algo más que un forajido, condición a la que llega forzado por las circunstancias (aviso para quienes no hayan visto la película: incluyo referencias a la trama). Robin es un arquero de origen plebeyo que regresa de las Cruzadas con las tropas del rey Ricardo I de Inglaterra. Tras enterarse de la muerte del rey Ricardo durante el asedio a un castillo normando, Robin decide huir con compañeros como Little John y regresar a Inglaterra haciéndose pasar por el caballero Robert Loxley, asesinado por un espía al servicio de los franceses. Al regresar a la isla, acaba en Nottingham, donde conocerá al padre de Loxley (Max Von Sydow), que lo acoge, y a su viuda, Lady Marion (Cate Blanchett). Desde allí, liderará la rebelión de los barones contra los franceses y contra la tiranía del rey Juan I -conocido como Sin tierra-, a quien obliga a suscribir una conocida carta de derechos y libertades, la Carta Magna. Se trata, pues, de un hombre corriente que, como el herrero Balian de Ibelin en la anterior película de Ridley Scott (Kingdom of heaven, 2005), termina ennobleciéndose (en el caso de Balian, al conocer su filiación), convirtiéndose en un héroe y protagonizando una épica batalla por la libertad. El relato abunda en licencias históricas, lo cual no sería un problema si los hechos estuvieran conectados de manera más convincente.
Ridley Scott establece un diálogo político entre el pasado y el presente, tal y como hiciera anteriormente en la citada Kingdom of heaven, de la que Robin Hood (2010) constituye una especie de continuación. Aquella película, que equiparaba las Cruzadas con las aventuras imperiales de George W. Bush en Oriente Medio, terminaba con el rey Ricardo Corazón de León partiendo hacia una nueva Cruzada. Robin Hood, en cambio, comienza con el fallido regreso del rey hacia Inglaterra. Evoca la guerra contra los musulmanes, pero aquí cobran más relevancia dos factores: las exacciones de los poderosos, tanto de la Iglesia como del rey Juan, que abusan de barones y campesinos empobrecidos, con una Corona que ha desperdiciado el erario público en guerras extranjeras; y, especialmente, el acoso militar del rey Felipe II de Francia, con una invasión que en realidad nunca se produjo. El primer elemento alude claramente a la crisis económica y a los conflictos sociales del presente, pero sus potencialidades se desvanecen frente a las intrigas palaciegas y la lucha por la libertad se convierte en una lucha por la causa nacional inglesa frente al invasor francés. Este desequilibrio lastra la película y condiciona la caracterización del personaje de Robin Hood (tanto como el innecesario trauma infantil que se expone en sucesivos flashbacks).
La figura de Robin Hood nació, efectivamente, en el contexto histórico en el que lo sitúa Ridley Scott, pero su enfoque es más bien conservador. Su película muestra de manera deslavazada las tensiones sociales y políticas que condujeron a la sanción de la Carta Magna por el Rey Juan I. «La Carta«, recuerda el historiador Peter Linebaugh, «protegió los intereses de la Iglesia, la aristocracia feudal, los mercaderes, los judíos y reconoció a los commoners (comuneros o plebeyos)». La restricción de la arbitrariedad del monarca «asumió la existencia de los comunes«, al reconocer, por ejemplo, derechos comunes sobre los recursos del bosque, un concepto legal que hacía referencia a los dominios reales reservados para la caza y que constituye el escenario principal donde se desenvolvía un forajido que la tradición popular ha celebrado por atentar contra la autoridad…y la propiedad privada. La Carta Magna también reconoció el derecho de las mujeres viudas a no verse obligadas a casarse para subsistir (algo que logra evitar Lady Marion en la película, manteniendo la ficción de su matrimonio), al poder tener acceso a los recursos forestales. Ridley Scott, en cambio, recupera la visión restrictiva del histórico documento que dominó a partir de la revolución americana y durante el imperialismo británico: como un producto de la «raza anglosajona», garantía de un concepto de libertad enraizado en la propiedad privada y la nación. En un momento de la película, el rey Juan pregunta a Robin: «¿Qué sugieres? ¿Que le dé un castillo a cada hombre?«. A lo que responde Robin Hood: «¡El hogar de un inglés es su castillo!»
Este intercambio de palabras resulta ridículo, pero precisamente porque pone en evidencia los límites de la rebeldía de este Robin que todavía no es «de los bosques»: familia, propiedad y nación. Asistimos a una operación ideológica no muy diferente a la de otra película, Up in the air (Jason Reitman, 2009), que relata una historia de encuentros y desencuentros en medio del desolado paisaje humano que deja la crisis financiera. Esta última comienza con los títulos de crédito evocando el «This land is your land» de Woody Guthrie (en la estupenda versión de Sharon Jones, quien mantiene íntegra la letra original), pero finaliza mostrando a unos desempleados que, lejos de expresar algún tipo de crítica política, muestran su satisfacción por haber redescubierto los valores familiares.
Si en el caso de la Carta Magna existe «una interpretación conservadora que la restringe a la elite, y una interpretación popular que incluye a hombres y mujeres libres, y a los comuneros [plebeyos]» (P. Linebaugh), algo parecido sucede con el yeoman Robin Hood. La conversión de Robin Hood en algo más «noble» que un vulgar bandido parece que se remonta a finales del siglo XVI, con la obra de Anthony Munday. En The Downfall of Robert Earle of Huntington (1598) y The Death of Robert Earle of Huntington (1599) Munday convierte a Robin, por primera vez, en un noble desposeído pero leal al rey Ricardo, un elemento que ha permanecido invariable desde entonces. Significativamente, las baladas medievales más antiguas que se conocen no mencionan la cualidad más conocida de Robin Hood, el que robe a los ricos para repartir el botín entre los pobres, aunque en A gest of Robyn Hode (segunda mitad del siglo XV) el arquero preste dinero a un caballero pobre. El guionista Brian Helgeland y el director Ridley Scott renuncian a explorar esta faceta, a pesar de su pertinencia en la actualidad. En cualquier caso, es posible que este elemento redistributivo se trate de una incorporación más o menos reciente que provenga de cierta tradición oral.
Lo que es seguro es que Robin Hood es fundamentalmente un personaje popular, una construcción transhistórica que, a pesar de sus múltiples variantes, desde el principio ha transmitido dos ideas principales: «resistencia a la autoridad y desprecio por los ‘derechos de propiedad‘» (William Morris). Bueno, en realidad tres: siempre actuó en compañía de amigos, hombres alegres (merry men), no como un lobo solitario y atormentado. Su libertad es colectiva. Su alegría es compartida, ya sea cazando, asaltando o en las tabernas. Su territorio es el que trabajan campesinos, yeomen y commoners, los bosques de Sherwood y Barnsdale, que el soberano pretende reservarse como dominios exclusivos. Quizás sea por esta razón que el Robin Hood de Ridley Scott resulta irreconocible, salvo para quienes denuncian la elite a la manera de los neopopulistas del tea party. La libertad que defiende es principalmente la de la propiedad de los barones. No es uno más -aunque destacado- entre sus pares, sino un elegido que cumple con el destino que le había reservado su padre, un destino personal estrechamente vinculado al destino de la nación inglesa. Sus acciones no son fruto de una pasión, sino una cruz con la que tiene que cargar. Puede que haya ira e indignación en ellas, pero apenas encontramos algún rastro de alegría, salvo en contadas ocasiones. Sólo al final, cuando se refugia en el bosque con sus amigos y Marion, atisbamos un Robin Hood que nos resulta más familiar, preludio de una previsible secuela. Da igual el envoltorio con el que lo venda Scott: es difícil que este Robin pueda ser el nuestro.
Fuente: http://www.javierortiz.net/voz/samuel/robin-el-taciturno
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