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Fuentes: Mundo Obrero

En aquel tiempo yo era un chico contento con su suerte al que las horas y los días se le escapaban entre las manos igual que lo hacían las aguas del río Manzanares cuando al mismo iba de escapada con los amigos del barrio. Vivía en Madrid, en el barrio de Chamberí, en la calle […]

En aquel tiempo yo era un chico contento con su suerte al que las horas y los días se le escapaban entre las manos igual que lo hacían las aguas del río Manzanares cuando al mismo iba de escapada con los amigos del barrio. Vivía en Madrid, en el barrio de Chamberí, en la calle de Viriato, no muy lejos de la parroquia de Santa Teresa y Santa Isabel cuyas campanas habían enmudecido al poco de comenzar la guerra civil.

Hasta entonces, el callejeo diario, el cuchitril de un colegio barato, de piso, con castigos de palmeta y rodillas en el suelo, el Instituto de Segunda Enseñanza donde la profesora de Literatura, de la que andaba oscuramente enamoriscado, nos hacía leer a los alumnos en voz alta a Juan Ramón Jiménez y su «Platero y yo». Hasta entonces, las canteas en solares y desmontes, el jugar a dola, al orí o a las prendas, el azar, la maya o montar en bicicleta haciendo equilibrios delante de las chicas, los pequeños hurtos de boniatos o patatas en la tienda de comestibles del señor Marino, tendera la cual la mayor parte de los vecinos no podían ni ver porque era votante de la CEDA, tenía un retrato de Gil Robles, leía ABC, sisaba en el peso y era muy tacaño a la hora de fiar a las mujeres de los huelguistas y trabajadores en paro.

Hasta entonces el hablar con el amolador gallego que había recorrido medio mundo, que leía novelas picantes y todos los martes voceaba su oficio junto al bordillo de la acera y cejaba que los chiquillos moviéramos el pedal de la rueda mientras afilaba tijeras, cuchillos y navajas de la vecindad. Hasta entonces los paseos por la Casa de Campo o por secarrales de Amaniel de la mano de mi padre, militante de la CNT y frecuentador del Ateneo Libertario, el cual me comentaba, como si ya fuera un hombre, la marcha de la guerra y la situación de la lucha de clases en España y en el mundo entero. También de su mano y de cuantos libros había en casa o de los que, mediante el pago de unos cuantos céntimos, podían adquirirse o cambiarse en el local de un ilustrado trapero de la barriada. Así, héroes como Flash Gordon, Bill Barnes o Pisto Pete Rice se mezclaban con los personajes de Zane Grey, Salgari, Vern, Panit Istraiti, Dumas, Baroja, Varga Vila, Urales, Hauptman o con los párrafos ora incendiarios, ora oscuros y difíciles para un muchacho, del «Catecismo revolucionario» de Bakunin.

Entre escasez de alimentos y combustibles, bombardeos aéreos , picar en los cielos de la artillería antiaérea y bulos sobre la inminente entrada de las tropas fascistas en Madrid, la vida de la ciudad iba cambiando día a día, hora a hora. La revolución nacida en las entrañas de una profunda crisis social exacerbada por la sublevación militar, había roto las estructuras del Estado. La lucha de masas que condujo a la derrota de la insurrección militar y fascista en Madrid lo había cambiado todo. Los obreros, a través de sus partidos y sindicatos se convertían en los dirigentes de la ciudad, en los organizadores de su defensa. Y la juventud de mi barrio, que orgullosa había participado en el asalto al Cuartel de la Montaña, decía que era la hora del ajuste de cuentas histórico entre el proletariado y la burguesía.

La vida también cambiaba para mí, para toda la chiquillería. Nos fumábamos horas de clase haciendo novillos para así alargar el alcance de las escapadas, de las aventuras cotidianas. Y en los cines, sentados en los banquillos del gallinero, emulábamos el heroísmo de «El diputado del Báltico», de «Tchapaiev, el guerrillero rojo» o de «Los Marinos de Cronstad». Soñábamos también con las hazañas de Antonio Col el marinero que incendiaría siete tanquetas italianas arrojándolas botellas de gasolina y bombas de mano.

En nuestra calle, esquina a la de Bravo Murillo, habíamos ayudado, junto a mujeres y hombres, al presidente del comité de vecinos, carnicero de oficio y militante de Izquierda Republicana, a levantar una barricada con los adoquines del empedrado sobre los que pusimos sacos terreros para apoyar los fusiles. Acudíamos a los mítines callejeros, mítines relámpago les llamaban por su escasa duración, y los oradores nos dejaban entusiasmados a causa de su oratoria inflamada. Montados en los topes de los tranvías, para no pagar, íbamos a otros barrios a ver como se abrían trincheras, se alzaban parapetos o se izaban pancartas con un rotundo «No pasarán» o «Madrid será la tumba del fascismo».

Ya la ciudad, a comienzos de noviembre del 36, era un campamento en el que milicianas y milicianos de mono azul, soldados y guardias de asalto, vivaqueaban por calles y plazas. Emisoras de radio y camiones con altavoces, tocando el Himno del Riego, La Varsoviana o La Internacional lanzaban advertencias, formulaban consignas, llamaban a fortificar calles y edificios, a resistir a los fascistas, a combatir, casa por casa si era necesario.

Día y noche se escuchaban los cañones allá por el Cerro de los Ángeles entonces Cerro Rojo, la Casa de Campo o el Paseo de Extremadura, el tableteo de las ametralladoras y el picar insistente y cercano de la fusilería. Chilabas moras y uniformes del Tercio se veían por los aledaños de Madrid. Combates aéreos se libraban en el cielo de la ciudad mientras las gentes los contemplaban desde calles y terrazas. Gentes que por la noche para librarse de las bombas, corrían cargadas de colchones a dormir en los andenes del metro. Se decía que cuatro columnas avanzaban por la periferia y que la quinta, militantes fascistas en el interior de Madrid, se aprestaban a rematar la operación militar disparando desde las ventanas contra los milicianos que patrullaban las calles.

El gobierno se había marchado a Valencia y una Junta de Defensa se había hecho cargo de la ciudad y el 7 de noviembre, obreros, empleados y estudiantes, milicianos del V Regimiento y otras unidades, guardias de asalto, paraban en el Manzanares a la tropa fascista. Madrid comenzaba a ser la capital de la gloria en versos de Alberti, comenzaba a pasar a la historia del antifascismo, a la historia del movimiento obrero y popular del mundo entero.

Fue entonces, el día 8, cuando llegaron los combates de la primera Brigada Internacional. «Están en Vallecas, van a pasar por la Gran Vía», dijo alguien del barrio. Y allí, calle de Fuencarral esquina a la Telefónica fuimos a verles. Eran tres batallones los que desfilaban solemnes, marciales, impecables en sus uniformes, bien armados, franceses y belgas del Batallón Comuna de París, polacos y húngaros del Domborwski, alemanes, austriacos, balcánicos y escandinavos del Edgar André, formaban un todo compacto, disciplinado. Llena de entusiasmo la vecindad de Madrid rompía en aplausos, en vivas y lloros. Puño en alto se canta la Marsellesa, la Internacional…

Van allá, el día 9, donde el peligro es mayor para la ciudad. Ocupan el Parque del Oeste y toman el Puente de los Franceses. Obligan a la tropa franquista a retirarse a la otra orilla del Manzanares, se fortifican en la Casa de Campo. Sus hazañas corren de boca en boca, los nombres de sus unidades, las que ya están en Madrid o las que llegan a otros frentes de batalla también. Thaelmann, Beimler, Lincoln, Dimitrov, Fox,Vallant Couturier, Garibaldi,….

Después hasta finales del 38, año de su marcha, miles de muertes y de heridos, conquista cotidiana de la gloria en las batallas del Jarama, Guadalajara, Brunete, Belchite, Teruel, Gandesa , río Ebro… Son ya antifascistas de más de cincuenta países: ingleses, búlgaros, belgas, escoceses, italianos, polacos, galeses, alemanes, austriacos, soviéticos, norteamericanos, canadienses, húngaros, rumanos, suizos, suecos, yugoeslavos, cubanos, portugueses,…

Más tarde, tras la derrota de la República Española, la peste nazi, hasta que es vencida en los campos de batalla. Pero la paz y la libertad no alcanzan a España en dónde continúa la dominación fascista, el gastamiento cotidiano a la democracia. Es en estos años cuando ingreso en el Partido Comunista de España, cuando en viajes clandestinos más allá de nuestras fronteras conozco a algunos de aquellos voluntarios de la libertad. Muchos han pasado por cárceles, por campos de concentración tras la guerra española. Muchos han combatido como guerrilleros en países ocupados por los nazis o han peleado en todos los campos de batalla de la II Guerra Mundial. Y todos, todos, seguían, siguen hoy los supervivientes, llevando a España en el corazón, aún canto el «Ay Carmela» y se emocionan con el «no pasarán».

Madrid 1936. Madrid 2010. Como estrellas fugaces han pasado los años. Han pasado sobre el revuelto calendario de toda una generación que se echó al monte allá por los años treinta para salvaguardar la dignidad humana y para cambiar el mundo. Y verdad es, así lo pienso, así lo creo, que aquellos voluntarios de la libertad combatieron en la guerra de España pertenecen a esta estirpe revolucionaria que lucho con Espartaco, asaltó la Bastilla o proclamó la Comuna o tomó por las armas el Palacio de Invierno en 1917.

Recordar a las Brigadas Internacionales, aunque estos años vengan marcados por el júbilo de una burguesía vencedora en las últimas batallas y que anuncia el fin de la historia, supone levantar, al menos para mí, la buena duda de lo establecido que permanentemente plantea la lucha de clases, el viejo topo de la historia. El mañana no está escrito, nunca lo estuvo.

Fuente: http://www.pce.es/mundoobrero/mopl.php?id=1423