Una de las reivindicaciones habituales de un grupo armado que se enfrenta a un Estado es que se reconozca la existencia de un conflicto político y su papel como agente interlocutor en la búsqueda de una salida. El objetivo es distanciarse de cualquier lectura que sitúe al agente insurgente como una banda de delincuentes, mercenarios, […]
Una de las reivindicaciones habituales de un grupo armado que se enfrenta a un Estado es que se reconozca la existencia de un conflicto político y su papel como agente interlocutor en la búsqueda de una salida. El objetivo es distanciarse de cualquier lectura que sitúe al agente insurgente como una banda de delincuentes, mercenarios, terroristas o cualquier otro apelativo que le aleje del concepto de grupo organizado con objetivo político y capacidad de atender a las condiciones necesarias de una negociación o un diálogo.
La tregua de ETA había logrado ya eso, tanto el gobierno como la sociedad española, en la medida en que aceptaba el término «proceso de paz», entendía que el grupo vasco no era una banda de delincuentes sino una organización con la que se podía establecer un procedimiento destinado al fin de la violencia. Por supuesto, cabían todo tipo de valoraciones en cuanto al compromiso de las partes en la búsqueda de ese acuerdo, incluso, como cualquier procedimiento, podría verse interrumpido. Pero la guerra también tiene sus normas, sobretodo, si, como siempre ha reivindicado ETA, estaba motivada en un conflicto político. Hasta ahora las acusaciones contra ETA estaban todas condicionadas por el cristal político e ideológico con que se les miraba, de ahí que para algunos fueran una banda terrorista y para otros un movimiento de liberación.
De modo que ahora, tras poner una bomba durante una tregua provocando decenas de heridos y dos inocentes muertos, sea cual sea la ideología o principios que uno aplique, yo ya no veo otra cosa que una organización que no aplica los criterios y las normas aceptadas en cualquier guerra o conflicto violento, que es lo peor que ya le puede suceder. Alguien, ingenuamente, ha pedido que ETA vuelva a su declaración de tregua. Eso es precisamente lo que se ha perdido, que tenga valor o credibilidad una declaración de alto el fuego. Es como haberle disparado a quien portaba una bandera blanca y ahora proponerle el envío de un nuevo emisario pero que, por favor, a este no le dispare.
Si ETA consideraba que no se estaba avanzado en el diálogo, que se le estaba burlando o que no se estaban cumpliendo los compromisos asumidos, lo que debería haber hecho, en primer lugar, es denunciar qué estaba fallando o en qué se le estaba defraudando en las expectativas que había percibido en el gobierno central. Para ni la organización armada ni el gobierno nos explicaron nunca nada. Lo que no quiere decir que no percibiéramos la postura del gobierno, basada sólo en amortiguar las críticas del PP argumentado que no habría concesión alguna. Podíamos haber soportado el silencio si todo hubiese estado avanzando, pero dinamitar el proceso de paz sin dar explicaciones demuestra que estamos ante la guerra de dos grupos a los cuáles les trae sin cuidado la opinión pública o el compromiso con decir la verdad a la ciudadanía. Si además ETA no anuncia ruptura de la tregua y vuela por los aires un aparcamiento del aeropuerto con dos emigrantes ecuatorianos dentro, ha hecho sin duda su mayor esfuerzo para darle la razón a quienes querían convencernos, y no lo habían logrado, de que la organización no tenía palabra y sus compromisos no eran de fiar.