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Cronopiando

«Sal a jugar» con BMW

Fuentes: Rebelión

Es un estilo de vida, un modelo social, lo que hay detrás de tantas cotidianas tragedias, y la industria del automóvil, los Estados, la publicidad y los medios de comunicación, además de otros aliados importantes, como el cine o el alcohol, son los grandes responsables de que todos los días, en la guerra de las […]

Es un estilo de vida, un modelo social, lo que hay detrás de tantas cotidianas tragedias, y la industria del automóvil, los Estados, la publicidad y los medios de comunicación, además de otros aliados importantes, como el cine o el alcohol, son los grandes responsables de que todos los días, en la guerra de las carreteras, mueran miles de personas en el mundo.

La industria del automóvil porque como corresponde al modelo económico en uso, ha hecho de una común necesidad un negocio redondo en el que sólo importan las ganancias, y las ganancias las aportan las ventas. Como cualquiera de los muchos objetos que industrialmente se sacan al mercado, también los automóviles son, cada vez más, de usar y tirar. Acortar sus vidas garantiza su reproducción. Nadie sabe explicar porqué si existen límites de velocidad en las carreteras, pueden los vehículos que salen de fábrica doblar o triplicar esa velocidad. Nadie acierta a comprender porqué la industria del automóvil, con tantos años en el mercado y tan impresionantes ventas y beneficios, apenas sí invierte recursos en la investigación de mayores medidas de seguridad y gasta, sin embargo, cifras millonarias en publicidad. Desde el siglo XIX ha habido automóviles movidos por electricidad y se sabe de prometedores experimentos que han utilizado agua como combustible, pero nadie parece dispuesto a confesar por qué la industria del automóvil ha seguido confiando exclusivamente en el petróleo.

Los Estados son también responsables de que la carretera se cobre más vidas que cualquier enfermedad porque responden a los intereses de la industria, del gran capital, no de los ciudadanos, y pocas industrias, como la del automóvil, tienen tanto peso e influencia. Ningún Estado va a atentar contra sus propios intereses. A ello se debe que la mayoría de las medidas que se adoptan para reducir el número de muertos, las sugieran las propias víctimas a partir de sus funestas experiencias. Sólo cuando un tramo de carretera registra más accidentes de lo que suponemos habitual, es que se toma conciencia de la necesidad de corregir la calzada o señalizar ese tramo con mejor criterio. Sólo cuando en ciertas vías se dispara el número de accidentes mortales es que se determina la posibilidad de instalar un semáforo. La obligatoriedad de los cinturones de seguridad en los autobuses vino a implementarse después de que varios accidentes protagonizados por esa clase de vehículos se saldaran con decenas de muertos. Para que se tomen las medidas, primero deben llegar los muertos. Siempre contracorriente, los Estados poco o nada dicen sobre los excesos de los industriales y su publicidad, y menos aún aportan soluciones que incentiven el uso del transporte público o hagan de este sector un servicio barato y efectivo.

La publicidad, que crea y fomenta hábitos, que perfila maneras y gustos, es tan responsable como la industria o el Estado de esos habituales muertos que deja la carretera todos los días. Al margen de la necesidad de resaltar la potencia, velocidad, elegancia, capacidad, comodidad y precio del vehículo que se nos proponga, siempre nos lo van a mostrar solo, sin ningún otro vehículo alrededor. Sea atravesando bosques, desiertos, montañas, vías suspendidas en el aire (que la ficción todo lo puede y todo lo hace) o simples y urbanas calles, el coche que se nos invita a adquirir va a aparecer solo. Y sin embargo, conducir es una actividad que se comparte, que se realiza «con». Nadie compra un coche para andar por su propia casa y trasladarse del dormitorio a la cocina, aunque las dimensiones de su domicilio se lo permitan. Se compra un vehículo para andar en un lugar público, en la calle, en las carreteras, junto a los demás conductores, al lado de otros muchos vehículos, con el resto del parque de automóviles. Y porque manejamos «con» es que existen las normas de conducción y sus avisos y señales regulando el tráfico. Porque conducimos «con» es que aparcamos en el lugar habilitado para ello, que nos detenemos en un paso de cebras, usamos intermitentes, esperamos a que el otro vehículo gire a su derecha o no somos tan temerarios como para adelantar en una curva. La publicidad, sin embargo, nos estimula a la conducción en solitario, sin nadie por detrás o por delante, sin semáforos en los que detenerse, sin señales de tránsito, sin controles de velocidad, sin «ceda el paso» alguno, como si fuéramos los únicos, los reyes de la carretera, como si estuviéramos a solas.

Por ello tampoco sorprende que, en estos días, la firma BMW promueva a través de la televisión un nuevo modelo de coche con un lema que, por perverso, debiera estar prohibido: «Sal a jugar». Las preguntas ante semejante propuesta, parecen obvias. ¿Un vehículo es un juguete? ¿Son las carreteras o las calles salas de juego? ¿Qué hay que hacer para ganar el juego? Tal vez lo que promovía otro anuncio de coches meses atrás en las páginas de algunos periódicos digitales: girar sobre dos ruedas en una rotonda virtual.

Los muertos nunca son virtuales. Muy al contrario, suelen ser jóvenes que gracias a esos medios de comunicación, a esos publicistas, a esa industria, mientras el Estado miraba para otro lado, salieron a «jugar» y perdieron… la vida.

Y quedan los medios de comunicación, como cuarta columna, dando cobertura sin ningún criterio, que todo lo pueden los cuartos, a anuncios tan indecentes como los descritos. «¡Que nadie te diga lo que tienes que hacer»! dice un anuncio de la Renault. Los medios tampoco aceptan que nadie les diga lo que tienen que anunciar…a no ser que pague. Y pagan.

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