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¿Salvará la belleza al mundo actual?

Fuentes: Rebelión

A fines de la década de los cincuenta, los jóvenes con inclinaciones comunistas eran admiradores de la moderna cultura francesa, Camus, Sartre, Truffaut, Clouzot y Dassin eran su luz, pero también idolatraban a Rusia: preferían Dostoyevski a cualquier escritor; Chaikovski a cualquier compositor, estaban persuadidos de que únicamente las teorías de Michurin eran correctas y que la Genética de Méndel era una pseudociencia reaccionaria; de que el cosmos sería conquistado gracias a las fórmulas y experimentos de Tsiolkovski y que Von Braun no era más que un farsante; y creían que el pueblo soviético, al crear a un hombre nuevo, había sido escogido por la historia para construir el mundo del mañana, el comunismo.

Con ellos concordó en lo último nada menos que Henry Kissinger, politólogo estadounidense de origen alemán, de gran influencia en la política mundial, quien afirmó que “en EEUU teníamos sólo sexo, mientras en la URSS tenían amor. Teníamos sólo dinero, ellos tenían un sincero y humano agradecimiento, y así era en todo. A mí, difícilmente me pueden llamar admirador del socialismo, soy hombre de Occidente, con mentalidad occidental, pero considero que en la Unión Soviética realmente nacía un hombre nuevo, se puede decir, un homus soviéticus. Ser que estuvo un peldaño sobre nosotros y da pena que destruimos esta reserva humana. Posiblemente, este es nuestro mayor crimen”.

Los jóvenes estaban también persuadidos, sobre la base de la opinión de Dostoyevsky, de que fue la belleza la que salvó al mundo del macartismo, capítulo negro de la política de EEUU, durante el cual Joseph McCarthy, senador por Wisconsin, denunció una conspiración revolucionaria en las altas esferas del Estado, lo que desencadenó a su vez la persecución de los sectores progresistas estadounidenses, que durante la década de los cincuenta fueron acusados de ser comunistas, subversivos, desleales y traidores a la patria, sin que se respeten los procedimientos legales ni los derechos de los acusados, que llamaron a estos procesos irregulares, interrogatorios y listas negras, una verdadera cacería de brujas, acoso que motivó al gran dramaturgo Arthur Miller a escribir su famosa obra Las brujas de Salem. Grandes personalidades, como Bertolt Brecht y Charles Chaplin, escaparon de EEUU y muchos actores de Hollywood, escritores y guionistas fueron víctimas de delaciones, denuncias y asedios, que les impedía trabajar porque cualquiera que les contratara sería acusado de colaborar con los comunistas, pese a lo cual hubo resistencia.

Muchos de los convocados a declarar en la Comisión de Actividades Antiamericanas, presidida por Joseph McCarthy, no comparecieron por considerar que dicha indagatoria era contraria a la Constitución de EEUU, por lo que fueron llamados testigos hostiles. Incluso se formó el Comité de la Primera Enmienda, integrado por cerca de 500 actores de la talla de John Huston, Orson Welles, Burt Lancaster, Humphrey Bogart, Gregory Peck, Katharine Hepburn, Kirk Douglas, Gene Kelly, Frank Sinatra… quienes afirmaron que todo era una tramoya dirigida a destruir los derechos civiles. En cambio, Ronald Reagan, Walt Disney, Cecil B. DeMille, Elia Kazan, Gary Cooper, Robert Taylor… estuvieron entre los que denunciaron a sus amigos.

Diez guionistas de Hollywood fueron encarcelados por negarse a cooperar con la Comisión y no delatar a sus compañeros. Dalton Trumbo fue uno de ellos. Después de estar en prisión, sobrevivió exiliándose en México y vendiendo sus guiones bajo el camuflaje de numerosos seudónimos, incluso llegó a ganar un Óscar, que no pudo recoger porque legalmente no existía. También se retiró de las bibliotecas y las librerías libros como Robin Hood o la novela Espartaco, de Howard Fast.

En estas circunstancias era prácticamente imposible que en EEUU se filmara Las brujas de Salen, pieza teatral que contaba la historia de John y Elizabeth Proctor, personajes que en 1692 fueron reprimidos por la iglesia anglicana de Massachusetts, algo semejante a lo que en esos momentos pasaba con los esposos Rosenberg, víctimas del macartismo. Arthur Miller, que no podía moverse de Brooklyn, envió la obra a Francia, país en el que era un autor desconocido, algo así como un brujo enclaustrado en su propia trama, y al que sólo conocía el director de cine, Jules Dassin.

En su escrito autobiográfico, La nostalgia ya no es la que era, Simone Signoret, gran mujer y actriz de primer nivel, cuenta que leyeron la pieza palabra por palabra. Junto a su esposo, Yves Montand, actuaron en la adaptación para el cine de Las brujas de Salem, que se filmó en 1957 en los mismos estudios de Berlín Oriental, donde el año anterior Simone había interpretado el papel de prostituta francesa, en la versión filmada de la obra de Bertolt Brecht Madre Coraje y sus hijos.

Las brujas de Salen resultó una película cercana a lo perfecto, de gran belleza y de elevado contenido espiritual y humano, pues la obra era de Arthur Miller, el libreto de Jean-Paul Sartre, estaba dirigida por Jules Dassin, y trabajaban actores de la talla de Yves Montand, Simone Signore, Myléne Demongeot, que volvía al mundo del cine, y los operadores eran Claude Renoir y su equipo.

Arthur Miller había puesto una sola condición, que la adaptación la hiciera Jean-Paul Sartre o Marcel Aymé, y nadie más. Había que pedírselo primero a Sartre y, en el caso de que se negara, pedírselo a Aymée. Sartre dijo no, Aymé también la rechazó porque odiaba todo lo norteamericano; finalmente, la leyó y The Crucible, título original de la obra, se convirtió en Les sorciéres de Salem.

Sartre escribió un guión que era fiel del original, fruto de una larga correspondencia con Miller, en él se adentraba en la real situación de los pioneros de Nueva Inglaterra: desembarcaron pobres y en el decurso del tiempo las barreras sociales se levantaron; hubo a quienes le tocó buena tierra, los que trabajaron más, los honestos y los que no lo eran. En resumen, los de arriba y los de abajo. En la obra original, todo estaba escrito entrelíneas.

El film caló en todos los ámbitos sociales y contribuyó en gran manera a comprender los horrores del macartismo; en pocas palabras, la belleza del arte colaboró a derrotar la fea represión estadounidense. Pero el mundo de entonces era diferente del actual, pese a que la Guerra Fría era fuerte y amenazaba en convertirse en caliente, algo de lo que el planeta se salvó por un pelo, cuando la URSS experimentó la bomba atómica en 1949. La Revolución China triunfaría ese mismo año, la guerra de Corea estallaría en junio de 1950 y la guerra de Vietnam comenzaría oficialmente en 1955. En resumen, había sólo dos realidades, el comunismo y el capitalismo, que intentaban imponer su hegemonía.

Ahora, todo es diferente: China, que en 1949 era un país en el que gran parte de su población pasaba hambre y miseria, se ha convertido en la primera potencia económica del mundo y en pocos años, de continuar su actual ritmo de crecimiento, el nivel de vida de su población será superior al de la UE; Rusia, país que a comienzo de este siglo estuvo al borde de desaparecer, se ha convertido, por su desarrollo tecnológico, en la primera potencia militar del mundo; la India, de continuar su actual ímpetu de crecimiento, se va a convertir, después de China, en la segunda potencia del planeta; Turquía, pese a depender de Occidente para mantener en función a sus fuerzas armadas, pretende revivir el imperio Otomano y se da el lujo de retar a la UE con todo tipo de chantajes; África despierta, a buena hora, y América Latina, de continuar las actuales tendencias políticas, podría llegar a unificarse. La multipolaridad, que apareció en oposición a la bipolaridad de la guerra fría y a la unipolaridad que nació luego de la caída del Muro de Berlín, llegó para instalarse.

Todo sería muy lindo de no ser porque lo que sucede no agrada a los que hasta ahora desgobiernan el mundo. Incluso existen fuerzas, llamadas apocalípticas, dispuestas a arrasar con todo, antes de aceptar que han sido derrotados con las mismas reglas de juego que ellos impusieron para mantener su hegemonía. Y eso es lo peligroso.

¿Podrá la belleza salvar al mundo de ahora? ¿Se encontrará a personalidades de la estatura de Arthur Miller, Jean-Paul Sartre, Jules Dassin, Yves Montand, Simone Signore, Myléne Demongeot, Claude Renoir, capaces de producir una obra del nivel de Las brujas de Salen, que nos libere de la peste, peor que el COVID-19, con la que el neomacartismo que se gesta en EEUU, independientemente del que gane la elección del 3 de noviembre, amenaza con propagar por todos los rincones de planta? De esta posibilidad, no tan grande, depende la existencia de la civilización actual.

A buena hora que, como reza la sabiduría popular, la esperanza es lo último que muere.