Izenik gabeko balak,/ zigorrik gabeko errudunak,/ justiziarik gabeko herria» («Balas sin nombre, culpables sin castigo, pueblo sin justicia»). Este es el bertso que, a modo de repique de txalaparta, va apareciendo en el hermoso poema escrito por nuestro poeta local, Fertxo Izquierdo, sobre los sucesos de Sanfermines de 1978. «Zigorrik gabeko errudunak». Lo hemos dicho […]
Izenik gabeko balak,/ zigorrik gabeko errudunak,/ justiziarik gabeko herria» («Balas sin nombre, culpables sin castigo, pueblo sin justicia»). Este es el bertso que, a modo de repique de txalaparta, va apareciendo en el hermoso poema escrito por nuestro poeta local, Fertxo Izquierdo, sobre los sucesos de Sanfermines de 1978.
«Zigorrik gabeko errudunak». Lo hemos dicho una y mil veces. Germán murió de muerte matada. Es decir, no murió, sino que lo mataron. Llamemos a las cosas por su nombre: lo suyo no fue muerte, sino crimen, crimen de Estado. Más allá del policía que apretó el gatillo y del oficial que lo azuzó, se encontraban los primeros espadas de aquella faena: el comisario Rubio; el comandante Avila, el gobernador civil, I. Llano; el «gobernante» y el teniente coronel, nunca identificados, ocultos tras la emisora policial («Tirad con todas las energías y lo más fuerte que podáis! ¡No os importe matar!»); el ministro del Interior, Martín Villa y el presidente del Gobierno de UCD, Adolfo Suárez.
«Justiziarik gabeko herria». Los jueces que juzgaron todo aquello no estuvieron en la plaza ni vieron nada de lo que pasó en la calle. A ellos no les salpicó ninguna ostia ni ningún pelotazo. No tuvieron que correr ni esconderse. No se mancharon de sangre trasladando a ningún herido. Ningún familiar ni conocido les contó nada de lo que vieron. Aquel día debieron quedarse en casa, haciendo punto, o en la Audiencia, sacando trabajo atrasado, redactando sesudos autos y sentencias. Y luego, cuando les tocó entrar en materia, fueron dando saltitos por encima de los hechos, de las fiestas reventadas, de los heridos de bala, de un Germán asesinado… sin detenerse a ver, a preguntar, a investigar, a razonar. Sus sentencias fueron inmaculadas, virginales. No hubo pecado alguno en la concepción de aquel crimen. Ningún culpable fue señalado. Ninguna responsabilidad fue exigida.
Hoy, pasados treinta años, hay quienes siguen queriendo enterrar todo aquello. Son los de siempre. El 9 de julio mismo comenzaron a echar paladas de tierra sobre Germán, los heridos y la ciudad arrasada. Celebrar, visperear, procesionar, inciensar y vitorear a un santo que nunca existió les parece lo mas normal y casta del mundo. Buscar un hueco el día 8 para recordar lo realmente ocurrido a un pueblo de carne y hueso les parece de mal gusto. Unir «política» y fiesta -dicen- es detestable. Rociar la fiesta con cien mil aguas benditas y patrocinios comerciales varios, eso sí que es guay del paraguay. Los idólatras son ellos, mercaderes siempre en cualquier templo.
Otros piensan que con la recuperación de la estela hay ahora que pasar página o que, a lo más, se trata tan solo de seguir colocando un ramo de flores junto a su estela todos los ocho de julio y dedicar a los Sanfermines-78 un espacio en un futuro «Museo de la Memoria». Sin embargo, todo esto, al margen de su evidente necesidad, no puede convertirse en punto y final de nada. Queremos verdad, justicia y reparación; es decir, reconocimiento público, político y judicial del crimen cometido y que, en consecuencia, sean exigidas todas las responsabilidades y acordadas todas las medidas a fin de rehacer la historia y asentar nuestro futuro sobre pilares de dignidad y justicia.
No somos nostálgicos. Nos preocupa el pasado porque queremos un futuro diferente. Sabemos que la razón de ser de aquella agresión tuvo mucho que ver con el período histórico que entonces se vivía. Se trato de un crimen de Estado y el Gobierno de UCD fue su responsable político. Sanfermines-78 fue una sangrienta llamada al orden ante el entonces cercano debate constitucional y futuro institucional de Nafarroa y Euskal Herria. Más hoy, sin embargo, salvadas las distancias, muchos de los problemas que el poder pretendió atajar entonces vuelven a estar sobre la mesa: el reconocimiento de nuestro pueblo, el respeto a su plena soberanía y la aceptación de las decisiones que pueda adoptar en su ejercicio. Por ello, parafraseando a Zorrilla, hoy puede decirse de nuevo al poder: «Los muertos que vos matasteis gozan de buena salud».
Pasados treinta años del genocidio perpetrado en Chile y Argentina por las dictaduras de Pinochet y Videla, la cabezonería de madres, familiares y camaradas de los asesinados y desaparecidas ha conseguido sentar en el banquillo a cientos de responsables de aquellos crímenes. Decenas de generales, almirantes, capitanes y policías de todas clases han sido condenados a fuertes penas. Muchas tumbas han sido desenterradas y con cada una de ellas otras tantas verdades ocultas. ¿Quién puede decir, pues, que aquí, en Iruñea, nuestras peticiones son ilusorias, utópicas o insensatas?
Lo dijo Bertolt Brecht en aquellos años en los que el pintor de brocha gorda anunciaba un III Reich que duraría mil años: «Quien aún esté vivo no diga jamás./ Lo firme no es firme./ Todo no seguirá igual./ Cuando hayan hablado los que dominan,/ hablarán los dominados./ ¿De quién depende que siga la opresión? De nosotros./ ¿De quién que se acabe? De nosotros también./ ¡Que se levante aquel que está abatido!/ ¡Aquel que está perdido, que combata!».
El XXX aniversario de los Sanfermines del 78 no es un punto y final de nada, sino un punto y seguido abierto a todas las ideas y aspiraciones que aquel año pretendieron truncar. ¡Aquí no se rinde ni dios!