El año mariano pamplonés está apunto de concluir. Y es que el 6 de julio cada pamplonauta levanta la veda anual impuesta a su cuerpo y alma. Ese día, y los siguientes, la ciudad nos regala la oportunidad de celebrar la exaltación de la amistad sin precedentes. La ocasión de sobrevivir al exceso desmedido, de […]
El año mariano pamplonés está apunto de concluir. Y es que el 6 de julio cada pamplonauta levanta la veda anual impuesta a su cuerpo y alma. Ese día, y los siguientes, la ciudad nos regala la oportunidad de celebrar la exaltación de la amistad sin precedentes. La ocasión de sobrevivir al exceso desmedido, de romper amarras con la explotación, la crispación, el resentimiento, la mala leche, la depresión, la ansiedad, la crisis y hasta con la mismísima lucha de clases. Durante nueve días se opera en nosotros una mutación espectacular. Más allá de toda metáfora kafkiana. Nadie nos reconoce por la calle y ni siquiera nosotros mismos nos encontramos bajo la piel de nuestra cotidianidad. Y sabemos que eso nos pasa cada año, que llega un tiempo sin tiempo y un estar sin exigencias, que esos días tenemos barra libre hasta con nosotros mismos. Y es que ese grito tradicional del ya falta menos no es más que nuestro deseo histórico e histérico de reencuentro con el superyo secuestrado durante todo el año. No, no se crean que estoy justificando la exclusividad de esta perversidad festiva para redimir cuerpos y almas. No, pero quizá ello explique tanta contrición y tan pocas ganas de revolucionar nuestra existencia anual. Ello quizá explique también por qué esta ciudad, que se reclama candidata a ser capital europea de la cultura en 2016, se mantenga a dieta cultural durante gran parte del año. Porque en nueve días se recupera, según el tradicional programa festivo, de la hambruna cultural del resto del año. Y eso le envalentona. Porque sabe que nadie como ella es capaz de revolucionar su existencia para convertirse, en menos de 24 horas, en el parque temático del exceso más gigantesco del mundo. Y es que se sabe observada y centro mundial de la desproporción, la juerga y la bulimia festiva. Y eso le exorciza de toda culpa acumulada. Vamos, que le pone.
Pero uno ya no está esperando esas 204 horas al rojo vivo como agua de julio. Atrás quedaron, sin ninguna resignación, los 20 años. Solo espera que esas 204 horas no le pasen por encima. Pero no aprende, y como cada año, uno vuelve a invitar a todos sus amigos y amigas al almuerzo pre txupinazo. Y como cada año acaba sucumbiendo a una irresistible fragancia que se ve obligado a respirar desde principios de julio. Y se vuelve a encontrar ofreciendo champán y vino y magras con tomate y ajoarriero a los recién llegados. Descubriéndose mortal y, porque no decirlo, absolutamente enfangado en la fiesta que tanto critica. Ocurre entonces que, a partir de ahí, ese día, o esos días, pueden convertirse en un camino sin retorno. Porque como cada año, vuelve a repetir los mismos ritos con sus respectivos propósitos de enmienda. Pero acaba reincidiendo. Y trata de buscar la explicación. Y sabe que no la tiene. Porque estas fiestas están blindadas contra toda opinión. Porque se bastan solas para llevarse por delante todo diagnóstico y pronóstico.
No obstante, a lo que no se pueden sustraer los sanfermines , caiga quien caiga en su aséptica defensa, es a su actual valor simbólico, a su vigente significado social e incluso político, a su papel como fiestas globales y globalizadas. Negarse a este debate, como algunos hacen al grito de ¡ san Fermín, san Fermín san Fermín ¡ es simplemente reaccionario. Y es que hace tiempo que los sanfermines perdieron su virginidad, su pureza ancestral, su inmaculado valor social de relación, su capacidad de sublimar el malestar social e incluso de movilizar y gestionar la resistencia social. Aquí el maestro Mario Gabiria me recordaría su texto dedicado al casco viejo pamplonés como espacio de la fiesta y subversión. Y uno pudo estar de acuerdo en su momento, pero hace tiempo que los sanfermines , como fiesta social e incluso política, han sucumbido, y lo han hecho absolutamente seducidos por la grandiosidad de la imagen, de la proyección exterior y de la venta y manipulación indiscriminada de todos sus elementos originarios. Porque hace tiempo que ingresaron en la categoría de fiestas de alto voltaje capitalista, de alta densidad de consumo y de fieles servidores de no pocas estrategias de individualización, desoscialización, despolitización y monetarización. Y de esta transformación todos somos responsables. Más allá de lo impuesto por los tiempos, tendencias, modas, necesidades o estrategias globales de consumo turístico. Me dirán a estas alturas del artículo que servidor sobra, que como la telebasura, uno siempre tiene la opción de no enchufar la tele, que la libertad está para eso, para quedarse o para largarse. Y entonces uno tiene la sensación de que la crítica social no puede ir con ellos, que son intratables, que gozan de inmunidad folclórica, que tienen patente de corso y gozan de una presunción de inocencia de largo alcance. Vamos, que están por encima del bien y del mal, como si la invectiva fuera incompatible con ellos. Incluso la izquierda, la oficial, la extraoficial y la silenciada se muestran amables y excesivamente ramplonas en su diagnóstico, como si su detracción no fuera santo de su devoción en estos días. Porque aquí está prohibido ser políticamente incorrecto con el santo, los encierros, las corridas, el macrobotellón salvaje e inducido, las peñas, la procesión, el momentico y los éxtasis folklórico sentimentales amparados por la santa tradición.
Por eso los criterios de venta, comercialización y proyección mediática de la fiesta está cambiando. Este año los sanfermines han competido por estar incluidos entre los diez tesoros del Patrimonio Cultural Inmaterial de España. ¿Y eso qué es? Pues nada más y nada menos que los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas que las comunidades reconocen como parte integrante de su patrimonio cultural. Así se define esa lista del Guiness turístico-cultural inmaterial. De esta forma, la ciudad y sus comerciales culturales de altos vuelos buscan un más allá instalado en el tardocapitalismo cultural más exclusivo. Me dirán que pese a todo los sanfermines son para vivirlos, que esta catarsis foral es única en el mundo mundial. Y que solo por eso, merece la pena vivirlos. Sin rechistar. Me dirán que estas fiestas no admiten contemplaciones, ni reclamaciones, ni escrituras a medias tintas, ni interpretaciones sociológicas que valgan. Que me deje de monsergas. Porque como toda fe, ésta no es una tradición que poseemos, sino una tradición que nos posee. De ahí que estas fiestas no permitan insumisiones. A lo sumo, escapadas en falso.