«Pasan muchas cosas… Hay un policía calvo. No es calvo, se rapa el pelo en plan skinhead. Una noche, una persona de aquí que tiene el pie muy hinchado pidió pastillas para calmar el dolor. Entró él: ‘Aquí no hay pastillas, ni médico ni hostias. A dormir’. El chaval insistió en que le dolía y […]
«Pasan muchas cosas… Hay un policía calvo. No es calvo, se rapa el pelo en plan skinhead. Una noche, una persona de aquí que tiene el pie muy hinchado pidió pastillas para calmar el dolor. Entró él: ‘Aquí no hay pastillas, ni médico ni hostias. A dormir’. El chaval insistió en que le dolía y entonces el policía le dio dos puñetazos en la cara y una patada en el pie hinchado».
Éste es el testimonio de un inmigrante argelino retenido en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Zapadores, en Valencia. Fue recogido hace un año en un demoledor informe de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), en el que se concluía que un 40% de las personas ingresadas un CIE sufría maltratos físicos o psicológicos.
Poco o nada ha cambiado la situación desde entonces. Las denuncias por irregularidades y malos tratos en centros como el de Zapadores se acumulan sin llegar a visibilizarse ante la opinión pública. Al contrario, el ciudadano medio europeo, permanentemente desinformado, se desentiende de la suerte de los más explotados, sobre todo en un contexto de grave crisis económica.
Oficialmente, un CIE es un centro donde se custodia a personas extranjeras para que sea más fácil su posterior expulsión. Se trataría de una especie de Guantánamo, de limbo jurídico, donde un inmigrante permanecería en calidad de «retenido» y no de «detenido» (con una estancia máxima de dos meses) mientras se decide su futuro.
Ahora bien, según las organizaciones que integran la Campaña por el Cierre del CIE de Zapadores, se trata de «cárceles encubiertas, en las que se encierra a personas por el hecho de ser inmigrantes y pobres». Se trata de personas que no han cometido por lo general ningún delito. Se les priva de libertad por la mera circunstancia de no tener papeles en regla, algo que, como mucho, debería comportar una falta administrativa.
Pero si el encierro en una de estas «cárceles» resulta descabellado, la situación de las mismas raya en el delirio. De entrada, por la custodia de los «retenidos». Ésta corre a cargo de la policía, sin que psicólogos, trabajadores sociales y abogados hagan acto de presencia. La tutela policial de los centros, sin ningún tipo de contrapeso, abre la puerta a sucesos como los denunciados en el informe del CEAR.
Los internos de Zapadores permanecen durante nueve horas sin poder salir al baño, en 21 celdas de cuatro metros de ancho por cinco de largo. Malviven sin agua potable, en un espacio con limpieza muy escasa, y con siete urinarios y seis duchas para 120 personas. Salen al patio únicamente una hora por la mañana y otra por la tarde sin que puedan realizar ningún tipo de actividad.
La atención sanitaria corre a cargo de un funcionario que se limita a suministrar calmantes y, como mucho algún ansiolítico, sin que, según las denuncias de los internos, atienda adecuadamente a las personas con enfermedades crónicas. Su estrecha vinculación con la jerarquía policial del CIE parece clara, pues nunca ha denunciado casos de malos tratos sobre sus pacientes.
Con todo, la miserable fotografía de estos centros deja indiferentes a sus mentores, el delegado del Gobierno en la Comunidad Valenciana, Ricardo Peralta, y el ministro del Interior, Pérez Rubalcaba, quienes ante las críticas reproducen tópicas cortinas de humo que semejan una burla, como la recurrente «investigación de los hechos» y los evanescentes «proyectos de reforma» del centro.
Pero Elvin Andrés Ruiz, un joven boliviano de 25 años ingresado en Zapadores, se ha atrevido a destapar la sórdida vida cotidiana de los internos al periódico «Latino». «Aquí no tenemos nada que hacer, sólo ver pasar los días y en condiciones muy malas», en un ambiente de hacinamiento y sin apenas garantías sanitarias.
En tan sólo tres semanas Elvin ha vivido de todo. Desde el intento de suicidio de Said, un joven marroquí desesperado por volver a su país para despedirse de su madre moribunda, hasta los golpes en el pecho a un interno paquistaní por no saber español o la patada que un policía propinó por la espalda a su compañero Rubén. Una colección de anécdotas inverosímiles en un país con las mínimas garantías jurídicas.
En una reciente entrevista concedida a Radio Malva, Mike, de origen senegalés y a punto de ser deportado, explica que la situación «es muy dura; desde fuera resulta imposible saber lo que se pasa aquí dentro; aguantamos mucho, es como si fuera una cárcel pero sin haber cometido ningún delito».
Uno de los casos más lacerantes es, sin embargo, el de Noura. Esta ciudadana marroquí residente en Orihuela fue detenida por la policía nacional al carecer de permiso de residencia. Durante su permanencia en los calabozos de la comisaría denunció abusos sexuales por parte de un agente. La denuncia no interrumpió el proceso de expulsión a su país, previo cautiverio de 40 días en el centro de Zapadores.
A partir de aquí se produce una situación rocambolesca. Noura es trasladada en un furgón policial desde el CIE de Valencia al aeropuerto de Barajas, donde se le introduce en un avión con destino a Málaga. En la ciudad andaluza ingresa de nuevo en un Centro de Internamiento de Extranjeros y, otra vez, en una camioneta de la policía rumbo Algeciras. Después, en Ferry a Ceuta y finalmente es abandonada en la frontera, mientras su familia la espera en Casablanca sin tener conocimiento de su paradero durante un día.
Portavoces de la Campaña por el Cierre de los CIE aseguran que el caso de Noura «representa un caso extremo entre los miles de seres humanos que son represaliados en este país por el simple hecho de ser extranjeros y haber ejercido su derecho a emigrar; el juzgado admitió la denuncia de Nora (por abusos sexuales) y abrió diligencias previas; sin embargo, el proceso de expulsión se aceleró y se consumó sin la posibilidad de realizar un juicio en condiciones».
Una veintena de organizaciones sociales convergen en la Campaña por el Cierre de estos centros y alzan la bandera de la dignidad ante esta cuestión invisibilizada por los grandes medios. Realizan un trabajo de denuncia, sensibilización, formación y acompañamiento a familiares y detenidos en estas cárceles para inmigrantes y pobres.
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