I Lee uno la dimisión-promoción del Sr. Zaplana, que se va de «hombre de Telefónica» a Europa sin saber idiomas. Ni siquiera valencià/català, aunque estuvo cuatro años de Alcalde de Benidorm y siete de President de la Generalitat Valenciana, pero el libre y supremo pueblo soberano-rebuznante lo elegía –no en Benidorm, donde agarró la vara […]
I
Lee uno la dimisión-promoción del Sr. Zaplana, que se va de «hombre de Telefónica» a Europa sin saber idiomas. Ni siquiera valencià/català, aunque estuvo cuatro años de Alcalde de Benidorm y siete de President de la Generalitat Valenciana, pero el libre y supremo pueblo soberano-rebuznante lo elegía –no en Benidorm, donde agarró la vara gracias a una tránsfuga de sociata a popular, y aún se hacen apuestas de cuánto costó o valió el asunto, ya saben que una cosa es valor y otra precio–, el pueblo, decimos, lo votaba y revotaba, y no hay nada que objetar a tal canto democrático a la identidad valenciana, a tal enaltecimiento del bilingüismo que consagra el Estatut d’Autonomia, a ese pasarse por el forro, el susodicho, lo que jamás se atrevería un Presidente catalán, vasco o gallego. En estos bellidos lares valentinos, con la paella, la rentabilísima conflagración del agua, para Camps y sus huestes, más las caóticas y fantásticas fallas y la «placha» (uno se baña en el azul desde viernes santo a todos los santos, y voy cara a los setenta), no hace falta hablar idiomas, ni el «autonómico». Ni saber que resulta crucial, para los pescadores de Castellón, que llegue copiosa agua del Ebro al mar. Gobernar es engatusar.
Mas, dado que la cabra tira al monte (la cabra es servidor, no me malentiendan), me entra como arrebato de extraer de las baldas «Virtudes públicas» de Victoria Camps, y releer algunos de sus pasajes, mayormente el epílogo «Vicios públicos». Así: «Todo ser humano es corrompible, dada la escisión entre razón y pasión». Sí, querida Victoria, aunque todo es cuestión de porcentajes, también en Holanda o Finlandia mangan los políticos, pero mucho menos que en España (aquí, menos que en México, Marruecos o Colombia, consolémonos, quien no lo hace es porque no quiere); o todos somos iracundos, mas no es igual cogerse un cabreo al mes que cinco al día. O sea, en Celtiberia nos pasamos varios pelines en ciertos vicios públicos o porcentajes gubernamentales de pasión… por el money, money, money.
De Victoria Camps me traslada lo cual a Pierre Mendès-France, ex primer ministro galo, bestia negra de la extrema derecha de allá, quien decía: «España es una dictadura mitigada por la corrupción». Se refería, obviously, a la España de Franco, mas, por desgracia o esperpento, persisten hoy influyentes rasgos de aquélla, consecuencia de una «transacción» –llamada pudorosamente «transición», y convenientemente mitificada– en que los demócratas se vieron coaccionados por los franquistas a aceptar unos trágalas inconcebibles en cualquier otro país de Europa. Sin extenderme demasiado en esta cuestión, sólo back-ground del tema del presente artículo, sí conviene traer a mientes que España es el único país de las dos Europas –la ex comunista y la liberal capitalista– donde se ha dado la absoluta impunidad del fascismo, y de sus grandes corrupciones. Lo que acarrea aún consecuencias, servidumbres, embudos impropios de una democracia cabal.
Entre dichas servidumbres, trágalas, guetos, citemos, sin exhaustividad, a nuestros combatientes antifascistas maquis, que siguen sin ser rehabilitados, cuando en toda Europa son héroes, con medallas, grados castrenses, pensiones. O los militares señalados como demócratas en los tiempos difíciles, que continuamos padeciendo discriminación, con nuestras carreras profesionales machacadas y sin restituir, aunque sólo fuera honoríficamente (mientras condenados por la rebelión del 23-F-81 han recibido recompensas, incluido el oficial de la Guardia Civil que pegó a Gutiérrez Mellado, V.R.R., que nos lo ponen en la tele cada año; recompensas como la cruz de años de servicio, concedida por unos generales prevaricadores, con absoluta desvergüenza jurídica, a dichos condenados dos veces por rebelión –por el Consejo Supremo de Justicia Militar y por el Tribunal Supremo–, cuando el Reglamento exige, para obtener dicha cruz, haber observado toda su vida castrense «la más intachable conducta», sic. O Franquito cabalgando en la «capitanía general» valenciana y su escudo presidiendo la puerta principal de la misma, sin que el noble, honrado, católico, gran militar valenciano Vicente Rojo Lluch, jefe del Ejército de la República, tenga ni una calle dedicada en Valencia. ¡Hermosa reconciliación! Por no hablar de Fraga, mantenido de prócer magnífico, mientras sus manos aún rezuman sangre por suscribir solidariamente, desde el Consejo de Ministros, fusilamientos infames tras juicios aberrantes precedidos de torturas.
II
En todo este caldo, se cuecen los zaplanas, fabras, y hasta jueces manguis como Urquía de Marbella, o torquemadas como Ferrín Calamita y la jueza Alabau de Dénia. Mucho pípol siente, cree, conoce, que las cosas han cambiado poco, los últimos treinta años, en la cosa del dinero público, las influencias y colusiones, las conexiones entre cargos de la Administración y numerosas empresas privadas, unos y otras especialistas en el piglia-tutto. Y perciben el fichaje de Zaplana por Telefónica como un episodio más de la serie. Si ustedes pinchan en «Google» la voz «Zaplana», encuentran su famosa conversación de 11-2-90, intervenida por la Policía («caso Naseiro»), con el concejal del PP de Valencia Salvador Palop, q.e.p.d. –reproducida en el libro «Zaplana, el brazo incorrupto del PP», cuya editora, Akal, me invitó a presentarlo en Valencia el pasado 28 de febrero–, conversa que huele a Código Penal por varias partes. Si miran sus fotos, ven su reloj de 18.000 euros, de los que tiene varios. Si están un poco al día, conocen su compra de propiedades, como el piso de seiscientos metros cuadrados en el centro de Madrid, con hipoteca mensual de kilo y medio, o así, de las antiguas pelas. Si tienen memoria o miran la hemeroteca, leerán la trama de «Terra Mítica», lo de los contratos «B» con Julio Iglesias, etc, etc, etc. ¡Viva la presunción de inocencia! Pero también hay presunciones de pura lógica, pura razón, o simple observación de los datos.
Muchos se preguntan por qué su partido, y también el PSOE –aquí, nos conocemos todos, como suele decirse– hacen como que no saben de sus trapisondas y capitalizaciones. Por qué la disciplina de partido supera a la militar, y la lealtad al mismo está por encima de la moral privada y pública. O qué cosas sabe el Sr. Zaplana, y qué favores le deben (o le temen, como al tiburón Emilio Romero) acá y acullá para que se vaya de rositas, con las alforjas llenas, de hombre de Telefónica en Europa, diez veces más sueldo que de diputado, que no lo tienen escaso. (Lo más friky de todo es que Zaplana empezó de cero, soñando con un «Opel Vectra», sic). Y a muchos nos preocupa hondamente la corrupción de la moral ciudadana y la dignidad colectiva que implican estos neoepisodios «nacionales», su efecto desmoralizador, corruptor. Pues luego van y votan por mayoría absoluta a Fabra, el de la docena de jueces y fiscales. Es como decir, los votantes: yo haría lo mismo si pudiese, qué tío/a más listo/a. Claro que quien más aplaude a Zaplana en su partido (al cual perjudicaba ya demasiado) es Dª Desesperanza de Madrid y el AVE por Guadalajara. Alarma constatar la vigencia, en nuestra España democrática, de cierto adagio: la más vieja institución de la Historia no es la prostitución, sino la impunidad. Trae a la recordación al duque de Lerma, aquel que se vistió de colorado, de cardenal.
José Luis Pitarch es delegado en Valencia de la Asociación Pro Derechos Humanos de España