En los pasados tres años el proceso de desgaste y agrietamiento del entramado institucional español ha avanzado más que en las tres décadas anteriores. La consolidación y extensión del proceso soberanista vasco, las dos últimas Diadas y el estallido independentista catalán, la profundización en torno a su «¡le llaman democracia y no lo es!» del […]
En los pasados tres años el proceso de desgaste y agrietamiento del entramado institucional español ha avanzado más que en las tres décadas anteriores. La consolidación y extensión del proceso soberanista vasco, las dos últimas Diadas y el estallido independentista catalán, la profundización en torno a su «¡le llaman democracia y no lo es!» del 15-M y sus distintas prolongaciones posteriores, habían conseguido abrir brecha en lo que parecía ser un consolidado andamiaje institucional español.
De ser un tema marginal, el debate sobre la unidad española y sus esencias se ha convertido en tema principal de tertulias y declaraciones de todo tipo de personas, medios y partidos. A ello ha contribuido también, por supuesto, la nefasta imagen de una monarquía/familia real, fuente de todo tipo de desvergüenzas, escándalos y corrupción, así como el enfangamiento de unos partidos -principalmente el PP, pero también el PSOE-, en los que los intereses particulares de sus dirigentes, sus direcciones y las instituciones que gobernaban han aparecido mezclados en un todo uno de difícil de deslindar.
Y en estas andábamos cuando murió Adolfo Suárez. Los cánticos a las bondades de la Transición y a su persona se han convertido en una cansina alabanza que ha ido desde la derecha del PP hasta la izquierda de IU, pasando por el propio Rouco Varela. Se trataba ahora de recuperar los «espíritus», «consensos» y «concordias» habidas en aquellos años. El Estado y sus distintos poderes reales, que se hallaban en esos momentos a la defensiva viendo agrietarse la obra constitucional por distintos frentes, han encontrado en la muerte de Suárez una excelente ocasión para apuntalar de nuevo los cimientos de aquel inmenso fraude que fue la Transición.
Y digo fraude, porque el nuevo régimen nació marcado por el ADN de una herencia franquista. Un rey a quien daba lo mismo jurar fidelidad a Franco y a los Principios Fundamentales del Movimiento que a los derechos humanos y la soberanía popular; una Iglesia que siguió manteniendo la mayor parte de sus privilegios educativos, fiscales, económicos y sociales; un Ejército, una Policía y una Guardia Civil, pilares represivos principales de la Dictadura que, sin depuración alguna, fueron vendidos como modelo de neutralidad, profesionalidad y espíritu democrático; una Banca y una clase empresarial que medró al amparo de la inexistencia de libertades sindicales y conservó íntegro su botín en el IBEX-35 y, por último, una «España una, grande y libre», ahora reconvertida en autonómica, sí, pero sobre todo «indisoluble e indivisible».
Todas las voces de ese orfeón laudatorio de la figura de Suárez han subrayado su «valentía» a la hora de impulsar este proceso, de plantarse ante Tejero en el Congreso, de legalizar el Partido Comunista…. Algunos, sin embargo, hemos recordado también que durante su presidencia, de julio de 1976 a enero de 1981, fue aprobada la Ley de Amnistía que blindó a toda la canalla franquista de responder por uno siquiera de sus crímenes, torturas, represión, condenas…., y que sesenta y dos civiles fueron víctimas en Euskal Herria de la violencia de fuerzas para-militares, guardia civil o policía armada (semana pro-amnistía, sanfermines-78,…), sin que ninguna investigación, procesamiento ni condena existiera al respecto. Adolfo Suárez, valiente sí, pero ¿para qué y ante quienes?;
Algunos sectores de izquierda han hablado estos días de la necesidad de una «segunda Transición», defendiendo así el consenso de aquella época. Se dice que aquella primera Transición se ha agotado y ahora hace falta una segunda, pero no queda nada claro, sino más bien lo contrario, si de cara a materializar la misma se está dispuesto a tragar de nuevo los principales sapos que entonces se tragaron: monarquía, Iglesia, leyes y tribunales de excepción, sagrada unidad de la patria, guante de seda para la Banca y sus destrozos,… Por eso creo que, más que hablar de una segunda Transición, es mejor defender una primera ruptura, la que entonces no se dio.
Algo parecido ocurre con la defensa de un «proceso constituyente» que, para algunos, por lo que vemos, lejos de todo contenido rupturista, no es sino un mero remoce del actual andamiaje constitucional asentado en la sempiterna soberanía única y no compartida del conjunto del «pueblo español». Por eso creo también que es mejor hablar de impulsar «procesos constituyentes» -en plural- y del derecho de los pueblos, no solo a decidir, sino a poder materializar lo decidido, es decir, del derecho a la independencia de Catalunya, Euskal Herria, Galiza, si su ciudadania, y solo ella, así lo decide democráticamente.
En esta misma dirección, se afirma también la necesidad de reconocer el derecho a decidir de nuestros pueblos, pero añadiéndose a continuación que éste debe ejercitarse «libre y solidariamente». Entiendo, por supuesto, lo de que esa decisión ha de ser libre, es decir, sin imposición, intromisión o chantaje constitucional, legal o policial alguno, pero no comprendo lo de que la misma ha de ser realizada «solidariamente». Porque, ¿quiere esto decir que ésta ha de adoptarse conjuntamente con el resto de la ciudadanía del Estado español?, ¿O significa que hay soluciones que son más «solidarias» que otras, es decir, que una solución federal o confederal es más solidaria que una independentista? Pero si esto es así -no sabemos por qué-, ¿mantener un estado jacobino, como el francés, o autonómico, como el español, es más solidario también que uno federal o confederal? Vds. dirán.
Por mi parte opino que, habida cuenta la concreta conformación histórica del estado español -surgimiento en base a una unidad política, religiosa y cultural impuesta; pasado imperial asentado en el expolio, el esclavismo y el genocidio; reciente dictadura criminal franquista; Transición tramposa….-, unas relaciones sinceras y reales de solidaridad entre los distintos pueblos del Estado solo podrán forjarse tras romper con la costra reaccionaria de la unidad impuesta por este Estado reaccionario. El divorcio o la separación se impone para poder plantearse en el futuro, si así se decide, unas nuevas relaciones entre nuestros pueblos. Todo lo demás, en mi opinión, son cánticos celestiales.
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