¡»Pacificar» Euskadi! ¡»Normalizar» Euskadi! ¿Está bien desear eso? ¿Es «una simple cuestión semántica»? Muchas veces he oído emplear en un sentido peyorativo y con acento desdeñoso, o, al menos, para restarle importancia a la cuestión de que se trate, la palabra «semántica». Con ello se comete, digámoslo aquí pues ya lo hemos dicho en otras […]
¡»Pacificar» Euskadi! ¡»Normalizar» Euskadi! ¿Está bien desear eso? ¿Es «una simple cuestión semántica»? Muchas veces he oído emplear en un sentido peyorativo y con acento desdeñoso, o, al menos, para restarle importancia a la cuestión de que se trate, la palabra «semántica». Con ello se comete, digámoslo aquí pues ya lo hemos dicho en otras partes y no parece haber sido leída nuestra opinión, un gran error, que además puede acarrear funestas consecuencias al pensamiento implicado en tal error, porque, precisamente, para que las personas se comuniquen y se entiendan, sobre todo en el caso de que no estén de acuerdo en algo, es preciso partir de un «acuerdo semántico», por llamarlo así, que no es otra cosa que un acuerdo sobre el significado de las palabras que se emplean y se ponen en juego, porque si no, ¿cómo vamos a entendernos sobre las cuestiones de que se trate y sobre la posibilidad de que los problemas que esas cuestiones generan se solucionen?
Esto es particularmente grave cuando se trata de una cuestión como la de la posibilidad de que una guerra termine sin que ello sea porque una de las partes haya sido puesta fuera de combate a golpes y desmoralizada mediante humillaciones sin fin (es el caso de la «paz de Franco» en 1939, pero hay otros muchos que podrían recordarse, y no es el menos importante la llamada «paz de Versalles», que fue la base de lo que años después sería la Segunda Guerra Mundial; o la «pacificación de Indochina» por los franceses, que albergó en su seno lo que había de ser la llamada «guerra de Viet Nam»).
Todavía escucho hoy a algún líder de la izquierda que considera deseable la «pacificación de Euskadi» y su «normalización». Ello me produce escalofríos pensando en lo horribles que son las «normas» que rigen oficialmente nuestras vidas, y los caracteres militaristas y policíacos que comporta toda empresa de «pacificación»; y dándome cuenta de que todavía suena escandalosa la afirmación, que yo vengo haciendo desde hace aproximadamente mil años -es broma, como decía aquel humorista-, de que la pacificación de Euskadi es una empresa indeseable, además de imposible.
En fin, en mi opinión, sería bueno que quienes se dedican a la política se ocuparan también un poco de no ser ignorantes y culturalmente retrasados, y en verdad que algunos son gente culta, pero yo hablo de la generalidad y emito un juicio así mismo general, que es como una regla confirmada (como se suele decir) por sus excepciones. Así pues, mi consigna sería golpear con un bastón en la cabeza, como García Lorca aconsejaba para castigar a los actores «exageraos» (que es otro tema), a todo aquel político, ya fuere de izquierda o de derecha, que arrugue el ceño y diga con soberano desprecio por el lenguaje: «¡Ah, eso es una cuestión semántica!».
Sea como sea, establezcamos, pues, la significación de las palabras que nos disponemos a emplear, cuando haya alguna duda sobre esa significación, en nuestros discursos y debates. Ello nos situará en una vía en la que el entendimiento entre los interlocutores sea posible. Pero hoy contentémonos con exclamar frases como las siguientes: ¡Viva la paz en Euskal Herria! ¡Muera la pacificación! ¡Rechacemos que nos normalicen! ¡Adelante por unos nuevos caminos, hoy por explorar, en el magno proyecto de lo que los venezolanos llaman «un socialismo del siglo XXI»! Y empecemos por reflexionar qué queremos decir cuando estimamos deseable «una república» frente al arcaísmo de las instituciones monárquicas, y «el socialismo» frente a las muchas desventuras que comporta el capitalismo.
E l tema de la república -¿qué queremos decir cuando empleamos esa palabra?- es el que vamos a intentar en los próximos encuentros que hemos de celebrar en noviembre sobre este tema, ¡tan «semántico»!: «¿República para qué?». O mejor dicho: «¿Qué república?».
Así espero que sobre la mesa de esos encuentros los ponentes y los coloquiantes nos aclaren algo sobre cuestiones como éstas: ¿Qué se propone Venezuela cuando sus dirigentes actuales se muestran partidarios de «un socialismo del siglo XXI»? O ¿qué es una «república bolivariana»? O ¿qué piensa nuestra izquierda abertzale cuando se proclama independentista y apuesta por «una república vasca y socialista»?
Independentista es un término que sí entendemos; pero, ¿qué habrá dentro de esa independencia, o sea, en el espacio creado por la independencia -la afirmación de un nuevo, pequeño, Estado- que se postula? Soberano, vale; pero, ¿socialista? Cómo sería o será, social y económicamente hablando, esa nueva república? ¿Qué habrá dentro de ella? ¿Cómo serán las relaciones económicas entre sus ciudadanos?
La ambigüedad de la palabra «república» es muy evidente, hasta el punto de que ya puede significar tantas cosas y cubrir tantos hechos diferentes que ha llegado a no significar absolutamente nada: no llega a ser una palabra maldita, como «pacificación» o «normalización», que significan precisamente lo contrario de lo que pretenden generalmente sus usuarios, y, en ese sentido, ya no tendrían que engañar a nadie aunque sigan intentándolo, o sigan engañándose a sí mismos algunos de los que usan estas palabras.
Ténganse en cuenta, lo que será fácil a poco que se reflexione sobre ello, que en el mundo de hoy existen monarquías republicanas («constitucionalistas»), en las que los reyes «reinan pero no gobiernan», y repúblicas monárquicas («presidencialistas»), en las que de hecho se ejercen dictaduras sobre los ciudadanos gobernados o administrados.
Ello no puede llevar a lo que condujo en su día a plantear a los comunistas españoles, o a muchos de ellos, empezando por su secretario general, Santiago Carrillo, que el dilema República o Monarquía era secundario e insignificante, lo que abría la puerta otra vez a la dinastía borbónica aunque fuera dando un salto sobre el heredero de Alfonso XIII, que era Juan de Borbón, el padre del actual rey de España.
Pero ser republicano no puede significar simplemente ser antimonárquico, porque la palabra «república» está pidiendo a gritos un replanteamiento precisamente «semántico». Es lo que vamos a intentar en nuestros pequeños encuentros de Noviembre, a los que ustedes quedan invitados y en los que serán muy bien recibidos.