La detención de Zaplana, y la publicación de la sentencia de la Gurtel, ha vuelto a poner en primera plana la realidad de un país que no acaba de salir del agujero negro en el que le tienen hundido sus dirigentes. Sin embargo, decir que todos los políticos son iguales de corruptos, es tan estúpido […]
La detención de Zaplana, y la publicación de la sentencia de la Gurtel, ha vuelto a poner en primera plana la realidad de un país que no acaba de salir del agujero negro en el que le tienen hundido sus dirigentes. Sin embargo, decir que todos los políticos son iguales de corruptos, es tan estúpido como defender la plena inocencia de los millones de electores que con sus votos han mantenido en el poder, legislatura tras legislatura, a personas sobre los que se sabía, desde muchísimos lugares, que dedicaba más esfuerzos a conservar los cargos y saquear las arcas públicas en beneficio propio o de sus allegados, que a cumplir con las obligaciones de sus responsabilidades. Y, a pesar de ello, una gran parte de la ciudadanía les seguía votando mientras miraba para otro lado y pensaba que si bien podían «meter la mano un poco» acarreaban mucho dinero y prosperidad a la ciudad, o a la región. Valencia, Madrid, Baleares, o los casos de Marbella y Torremolinos, en tiempos de Jesús Gil, son paradigmáticos.
Hay, creo yo, una responsabilidad ciudadana en general, ante el fenómeno de la corrupción, por mantener con sus votos a las mismas personas al frente de las instituciones, pero hay una responsabilidad más acotada y concreta, y desde luego mucha más grave, de miles y miles de empleados públicos y funcionarios, cuya principal responsabilidad es velar por el pleno y escrupuloso cumplimiento de las leyes, y a los que ningún responsable político, por muy alto que sea su rango, puede obligarles, de ninguna manera, a permitir por acción u omisión, incumplir la ley, o permitir que otros lo hagan. Para eso tienen, entre otras cosas, un blindaje laboral de por vida que les hace prácticamente inmunes.
Sin embargo, y como confirman una tras otra las resoluciones judiciales, durante años y años, las leyes y procedimientos que regulan las adjudicaciones públicas de obras y servicios, las recalificaciones urbanísticas, las ayudas a las empresas como el caso de los ERES, los cursos de formación, o las ingentes cantidades de dinero procedentes de la UE para inversiones de todo tipo, han sido absolutamente burladas y pisoteadas, a través de unas «mecanismos de manipulación de la contratación pública», y «sistemas de corrupción institucional», según expresiones de la sentencia del caso Gurtel.
Cualquiera con un conocimiento mínimo del funcionamiento de los aparatos administrativos del Estado, sea el nivel que sea, sabe perfectamente que es imposible que se puedan mantener, con tanta intensidad y durante tanto tiempo, esos sistemas de corrupción institucional, sin la participación, sea por activa o por pasiva, de una gran parte del funcionariado. Puede que sea verdad que los políticos son los principales responsables de que nuestro país esté hoy señalado como uno de los más corruptos del mundo, pero son ellos, los pocos o los muchos que han sido juzgados hasta ahora, los únicos que están pagando por ello. Por eso no puedo evitar la terrible sensación de que esa «corrupción institucional» sigue incólume, normalizada y encarnada en todas las Administraciones Publicas, a través de miles y miles de personas a los que nadie hasta ahora les pide explicación de lo que han hecho o de lo que no han hecho.
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