Imaginen este singular diálogo entre un guardia civil y un político amenazado por ETA: «Buenas tardes, señor alcalde, le llamo a ver cómo se encuentra». «Un poco nervioso -responde el edil-, porque tengo un etarra merodeando alrededor de mi puerta y eso me intranquiliza». «No se preocupe, señor, si pasa algo nos llama». Pues bien, […]
Imaginen este singular diálogo entre un guardia civil y un político amenazado por ETA: «Buenas tardes, señor alcalde, le llamo a ver cómo se encuentra». «Un poco nervioso -responde el edil-, porque tengo un etarra merodeando alrededor de mi puerta y eso me intranquiliza». «No se preocupe, señor, si pasa algo nos llama». Pues bien, conversaciones tan insólitas como ésta mantenía cotidianamente la Guardia Civil de Cullera con Virma Gimeno, una de las cuatro mujeres asesinadas por sus exparejas la semana pasada; una mujer más que ha muerto, aunque sobre su agresor pesaban dos órdenes de alejamiento, por no tener un escolta que la protegiera, pese a que todo el mundo sabía que estaba sentenciada. Un terrorista doméstico la acosaba y esperaba el momento oportuno para ejecutarla, como en la crónica de una muerte anunciada.
Otro hecho relacionado: el mismo periódico que tituló a toda plana que los asesinatos de cuatro mujeres habían obligado a reaccionar a los partidos, que, hasta ese día, no habían abordado la violencia de género en la campaña, había pecado el día antes de parecido desinterés. Tras la matanza destinó unas míseras quince líneas en la parte baja de la portada al múltiple asesinato, optando por dedicar su máxima atención al uso fraudulento de unas gráficas en un debate electoral. Y ahora pregunto: ¿cuántas mujeres tienen que morir en un día para que este hecho sea la noticia principal? ¿Cuántas mujeres tienen que ser ejecutadas por sus parejas para que atajar la violencia de género se considere una prioridad? ¿Treinta, cuarenta, cincuenta…?
Hace veinte años los asesinatos de mujeres sólo eran publicados en «El Caso» o aparecían camuflados en las páginas de sucesos. Recuerdo cómo me impresionaba ver en un quiosco cercano a mi casa portadas que hablaban de mujeres quemadas y torturadas por sus parejas, noticias que luego en los periódicos de información general no obtenían espacio alguno. Me asombraba la existencia de esa realidad oculta, de ese infra-mundo en el que se permitía la violencia más salvaje. Esta invisibilidad se mantuvo hasta que Ana Orantes fue quemada por su expareja tras aparecer en un programa de televisión hace diez años.
Hace cuatro años pedí en un artículo que a las mujeres con órdenes de alejamiento se las protegiera con escoltas públicos o privados financiados por el Estado, del mismo modo que cinco mil policías o guardias de seguridad velan por la integridad física de políticos o periodistas amenazados por ETA en el País Vasco. El consejero de Seguridad de Euskadi, Javier Balza, o el Consejo General del Poder Judicial se han pronunciado en este mismo sentido. Ya son 18 las mujeres asesinadas este año; algunas contaban con órdenes de protección que no sirvieron para salvar su vida.
La aprobación hace tres años de la Ley contra la violencia de género animó a muchas mujeres a romper con el círculo de la violencia. Se han creado 83 Juzgados especializados y 4.000 hombres cumplen condena por delitos de maltrato. Sin embargo, la Ley no ha acabado con el acoso que sufren las mujeres por parte de sus exparejas, ni tampoco las ha librado en muchos casos de ser asesinadas; 99 en el año 2007. Se multiplican las denuncias, pero los recursos humanos y económicos para aplicar la Ley no se incrementan. Se anima a las mujeres a denunciar y luego no se las protege suficientemente.
Fallan los jueces que no valoran los riesgos y absuelven al 51% de los maltratadores, dictan pequeñas penas que no incluyen la prisión provisional o no conceden órdenes de alejamiento; falla un sistema judicial en el que muchas juezas son demasiado benévolas con los hombres para no ser tildadas de feministas. Y falla la conciencia social: sólo el 3% de la población (según el CIS) considera grave la violencia doméstica. Las campañas son puntuales cuando debieran ser permanentes, y sus mensajes no consiguen frenar la sangría, porque, entre otros motivos, no persiguen el aislamiento social del maltratador y se centran sólo en la asistencia a la víctima.
Se trata de un fracaso colectivo y de una vergüenza social. Y por muchos planes conjuntos, conferencias autonómicas o reformas legales que planteen algunos partidos políticos en campaña, si luego no se destinan suficientes recursos presupuestarios para luchar en varios frentes, la violencia machista nunca acabará. Y estamos hablando de vidas humanas.