Con el lema «La respuesta somos nosotros», los pueblos originarios y tradicionales plantean otra forma de enfocar la justicia climática.
Después de cuatro años, la COP ha vuelto a celebrarse en un país democrático. Escribo esto y quiero tacharlo, reescribirlo, pero no encuentro la palabra para hablar de un sistema que permite una masacre de más de 120 personas a manos de la policía (aunque ya no se habla demasiado de lo que ocurrió en las periferias de Río de Janeiro hace pocas semanas); después pienso que nosotros todavía arrastramos la impunidad de Tarajal y de momento nadie ha puesto en duda nuestra democracia, así que tomad el adjetivo entre comillas.
Bien, seguimos. Esta COP, a diferencia de las que se celebraron en Egipto, Dubai y Azerbaiyán, ha contado con una fuerte movilización popular. Los medios de medio mundo se han podido hacer eco de las protestas del pueblo Munduruku bloqueando la entrada de la sede oficial, hemos podido recuperar las manifestaciones multitudinarias de la sociedad civil y ha habido decenas de espacios paralelos en los que miles de personas se han reunido para afinar y enlazar propuestas alternativas. La gran presencia de voces indígenas en todos los debates (tanto los oficiales como los paralelos), pero también la fuerza del Movimiento de los Sin Tierra, y de los demás pueblos tradicionales (ribeirinhos, quilombolas, etc.), hace que podamos hablar de la «COP de los pueblos», un reconocimiento, que más allá de servirnos para escuchar sus demandas, creo que debería servirnos para hacer un cambio de guión mucho más profundo.
Permitirme hacer otro paréntesis, por sí habéis leído el manifiesto de la Cúpula de los Pueblos y os habéis encontrado con el concepto «pueblos extractivistas», y ahora pensáis que no habéis entendido nada. ¿El extractivismo no era contra lo que luchábamos? En Brasil, este concepto lo crearon los pueblos indígenas, ribeirinhos y seringueiros (recolectores de caucho) organizados con Chico Mendes, para referirse a las prácticas tradicionales (pesca, recolección, agricultura familiar…) que permiten sostener a los pueblos al tiempo que preservan los ecosistemas. Gracias a su lucha, en los años 80 se creó la figura de las Reservas Extractivistas para proteger estos territorios y sus pueblos originarios y tradicionales.
Volviendo a la COP30… de las grandes movilizaciones y protestas ya se ha hablado mucho, por eso, me gustaría hacer un relato más personal, que empieza por el final, por el cierre de la Cúpula de los Pueblos el pasado domingo 16 de noviembre.
La carpa principal montada a orillas del río Guamá, en la Universidad Federal de Pará, llena hasta los topes. Gorras y camisetas del MST (Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra), del MAB (movimiento de afectadas por represas), de los pescadores y ribeirinhos, de la Articulación de Mujeres del Brasil, la Marcha Mundial de Mujeres, del MAM (movimiento por la soberanía popular en la minería), entre muchos otros. Es el día de la entrega de las propuestas colectivas a André Correa do Lago, presidente de la COP30. Pero quienes realmente generan expectativa son las ministras Sônia Guajajuara, Marina Silva y Guilherme Boulos, sentadas también en la mesa.
La carta tiene reivindicaciones claras que van en contra de la línea del gobierno, son contundentes las críticas al fondo TFFF (Tropical Forest Forever Facility) lanzado por la ministra Silva como la gran apuesta de Brasil para esta COP, también el rechazo a la extracción de petróleo en la Amazonia. Pero, sin embargo, la gente corea proclamas en favor de Lula y se emocionan con las palabras de sus ministros. Y no es para menos. Acalorada, me dejo llevar por la emoción, pienso que si queremos comprender algo de todo este gran acontecimiento, sólo podemos sentir-pensar.
Marina Silva, ministra de Medio Ambiente, se conmueve escuchando las exigencias de la Cumbre de las Criaturas al presidente de la COP30, y nos conmueve a todas recordando su infancia. Una seringera formando parte de un gobierno liderado por un presidente operario (es decir de clase trabajadora), acompañado, entre otros, por una ministra indígena (Sônia Guajajuara) y una ministra negra criada en una favela a la que las milicias bolsonaristas le mataron a la hermana (Anielle Franco). Marina Silva, que con 10 años ya estaba recogiendo caucho, y que en los años 80 luchó junto a Chico Mendes contra los grandes terratenientes, ahora ocupa un ministerio.
A pesar de las mil contradicciones de este gobierno, y del hecho de que también cuenten con algunos ministros nefastos, me niego a pensar que sólo es performático, que esa emoción que transmiten, que esas lágrimas que ningún político antes me había logrado hacer caer, no importan.
Hay un manifiesto en estas figuras, un manifiesto que no habla de victorias individuales, sino de una promesa cumplida de la democracia, de la educación pública, de las luchas sociales contra los regímenes de semiesclavitud (como los que sufrían las familias seringueiras en los 80), de la dignidad de los pueblos en lucha. Podemos tener mil críticas a este gobierno, enumerar tantísimas contradicciones, echar de menos a muchos pueblos y organizaciones en esta alianza de la Cúpula de los Pueblos, que ciertamente ha sido muy amable con el gobierno; pero seríamos estúpidas si nos negamos a conmovernos, si negáramos una realidad que se hace evidente: Brasil derrotó al bolsonarismo, este gobierno es fruto de aquella victoria, y no he encontrado a nadie que reniegue de él.
Las compañeras del asentamiento del MST que nos explicaron cómo recibieron disparos para conseguir expulsar a las milicias bolsonaristas de su territorio, están ahí conmoviéndose juntas, con Marina, con Sônia, las ministras que representan la lucha contra los incendios y el desmatamiento (la deforestación), las que han conseguido frenar el ritmo de la destrucción de la Amazonía.
Senti-pienso dos reflexiones políticas en todo esto. La primera es una pregunta: ¿qué aprendemos de la relación y diálogo entre gobierno y movimientos que ensaya Brasil, en este tiempo de extremas derechas? He hablado de ello con muchas compañeras, y la mayoría coinciden en algunos puntos importantes: no olvidar los fracasos de los anteriores gobiernos petistas; la prioridad de seguir construyendo autonomía de los movimientos y territorios; y el peligro de que las promesas incumplidas vuelvan a ser abono para la extrema derecha. Pero también reconocen que no hay color, que «cuando peor nunca es mejor», que con el bolsonarismo no respiraban, y ahora no les regalan nada, pero al menos pueden luchar.
Estos días los pueblos indígenas del río Tapajos han logrado reunirse con el presidente de la COP y con las ministras, gracias a su acción directa y contundente, y han arrancado el compromiso de convocar una Consulta Previa Libre e Informada por el proyecto de hidrovía que confrontan. Veremos qué ocurre, pero creo que esta pequeña victoria es un buen resumen de un gobierno que no hará milagros, que no siempre es un aliado, pero ante el que los movimientos y los pueblos pueden recuperar su poder.
La segunda reflexión es que esta COP de los pueblos, que algunos han querido equiparar con los Foros Sociales Mundiales o con las contracumbres de otras COP, ha tenido un carácter muy diferente. Ha sido una COP amazónica, y esto no sólo debería sacudir las negociaciones oficiales, sino que también debería permearnos a todas las activistas internacionales que hemos podido venir hasta aquí, y de paso a las luchas y articulaciones con las que trabajamos.
Ha habido algunos espacios más internacionales, la flotilla Yaku Mama Amazónica o la Caravana Mesoamericana, los encuentros previos ecosocialistas, antiextractivistas, de afectados… pero los espacios paralelos más multitudinarios, que han tenido diferentes grados de proximidad o confrontación con el gobierno (Cúpula dos Povos, COP do Povo, Aldeia COP, Black Zone…) han sido principalmente de activistas de Brasil y especialmente de los territorios amazónicos. Esto ha marcado claramente la agenda haciendo resonar el lema «La respuesta somos nosotros», un grito contundente que invoca otra forma de enfocar la justicia climática.
Se ha hablado mucho de falsas soluciones y de la crítica a la transición verde, de racismo ambiental y de transiciones justas, pero uno de los temas permanentes que irrumpe en la agenda climática ha sido el control del territorio, el reconocimiento de los derechos territoriales.
Los medios occidentales hablan de ello desde la excepcionalidad, como si fuera un tema que sólo incumbe a los pueblos indígenas, como una nota al pie. Y de hecho, los movimientos climáticos internacionales en general también se hacen eco desde una mirada parcial. Por eso pienso que necesitamos dar un giro de guion, acercarnos a esta conversación no sólo como un reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas (que es imprescindible obviamente) sino desde la pregunta de cómo el movimiento climático global se reformula a través de esta potencia.
Por ejemplo, además del gran eco (no sé si demasiado exotizador) de las acciones de los pueblos indígenas –que estos días han logrado el compromiso por parte del Gobierno de agilizar nuevas demarcaciones territoriales–, sería muy interesante hacernos eco también de cómo el MST sigue ocupando tierras y consiguiendo derechos sobre los territorios que cultiva. Porque los derechos territoriales son clave para que los pueblos originarios y tradicionales puedan seguir preservando territorios, pero también son una pieza fundamental que hace avanzar la reforma agraria y popular. Una redistribución de la tierra que permite enfriar el planeta extendiendo las prácticas agroecológicas, y facilitando la construcción de alternativas al chantaje de las corporaciones.
Pero claro, hablar de reforma agraria, de tocar la propiedad privada, quizás todavía es demasiado tabú para nuestros países coloniales.
Además, el control territorial es también un derecho claramente feminista. Lo dejaron claro todas las compañeras que compartieron su lucha en la plenaria del eje feminista. Control del territorio como una extensión del control del propio cuerpo, como una prolongación del derecho a decir no y una posibilidad de sanar y recuperar las tramas de la vida. Un diálogo que se extiende hasta las periferias urbanas donde, como explican compañeras de los feminismos populares, son las mujeres, las trans, las diversidades sexuales las que están sosteniendo la vida frente a las amenazas patriarcales y capitalistas, pero también cada vez más climáticas.
Más allá del contexto brasileño, ¿qué hacemos con esta escucha? ¿Cómo incorporar la lucha por los derechos territoriales comunitarios en nuestras agendas? Se me ocurren dos ideas para empezar. La primera es hacernos más eco de esta demanda, pensar estrategias internacionales que concreten la protección de los territorios y también la recuperación de tierras. Retomadas las llaman en Brasil, a las tierras que pueblos indígenas desplazados hace años o siglos logran recuperar de los terratenientes. Land Back, es el movimiento que lo defiende a nivel internacional, como una vía necesaria para la reparación decolonial.
La segunda idea, habla de cómo nos hacemos nuestra la consigna: «La respuesta somos nosotros». ¿Qué respuestas estamos construyendo? ¿Qué conflictos territoriales necesitamos activar para ampliar estas respuestas?
El control territorial comunitario ha sido la forma más efectiva de preservación de los ecosistemas a nivel global, ya hace tiempo que lo sabíamos, pero esta COP30 lo ha consolidado. ¿Qué hacemos con esta constatación? Necesitamos pensar el control colectivo y comunitario del territorio no como algo remoto, sino como una parte clave de nuestras propias agendas climáticas y ecosociales, para ampliar los ejemplos existentes, pero sobre todo como una respuesta a muchas de las crisis que vivimos hoy en día.
Fuente: https://climatica.coop/senti-pensares-belem-cop-opinion/


